Apuntaciones sobre la República.
La monarquía republicana es un hecho que alienta las esperanzas de cuantos creemos preferible sustituirla por una república monárquica.
Antonio Castro Villacañas (1925-2016), fue un abogado, periodista, profesor y político español. Este artículo se publicó en la revista Altar Mayor nº 116 (septiembre-octubre de 2007), editada por la Hermandad del Valle de los Caídos. Recogido posteriormente por la revista El mentidero de la Villa de Madrid (16/SEP/2023). Ver portadas de Altar Mayor y El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín de LRP.
Apuntaciones sobre la República
En torno a la República y la cultura de Estado
Los españoles "progres" aprovechan cualquier ocasión para propagar la especie de que la Segunda República fue un modelo de Estado, el no-va-más de las experiencias políticas... En el caso que comento, se ha utilizado como pretexto la publicación en la Biblioteca Fundamental de la Fundación Banco Santander-Central-Hispano –compuesta en su práctica integridad por títulos muy significativos– de una antología, cuidada por Francisca Montiel, de escritos del periodista Esteban Salazar Chapela, cuya vida literaria y política estuvo siempre unida a la de la República, desde antes de que fuera proclamada hasta mucho después de que hubiera muerto, razón más que válida (a juicio de los bibliotecarios de ese banco) para resucitarle, pero con méritos literarios o políticos inferiores a los de Ernesto Jiménez Caballero, Rafael Sánchez Mazas, Eugenio Montes, José María Pemán o Rafael García Serrano, por ejemplo, que no figuran en dicha biblioteca.
Salazar Chapela saludó a la Segunda República por medio de un artículo, publicado en el diario El Sol hace ahora 76 años, en el que expresaba la esperanza de los jóvenes de entonces respecto de que por fin la literatura española fuera a tener vida nacional, cosa que –según él– ya sucedía en Rusia, Alemania y Estados Unidos, países en ebullición, en marcha, o en ascenso...
«No se nacionaliza una literatura por voluntad colectiva», dice el autor, «ni siquiera por voluntad de los propios escritores», sino «cuando la vida nacional gana a los escritores».
Eso es, exaltan ahora los progres, lo que hizo la Segunda República: realizar el sueño y la exigencia de aquel Salazar Chapela, poner en marcha un recio movimiento de Cultura de Estado... Y como prueba de todo ello resaltan la creación de las Misiones Pedagógicas en mayo de 1931, nada más llegar Fernando de los Ríos a ser ministro de Instrucción Pública, y la apertura de la Universidad Internacional de Santander un año más tarde, en agosto de 1932... Poco más pudo hacer aquella República, pues como se sabe murió en 1936, pero entre sus méritos culturales sí debemos resaltar la creación de un buen número de escuelas rurales y de institutos de enseñanza media.
Como ello no es suficiente a la hora de proclamar que la República de Azaña fue el mejor modelo posible de Estado cultural –Alcalá Zamora no existió como su primer presidente, al menos en la memoria de los progres– estos asocian aquel régimen con la notable Institución Libre de Enseñanza que Giner de los Ríos puso en marcha cuarenta años antes, a finales del siglo XIX; la Junta para Ampliación de Estudios (que cumple este año su centenario); la Residencia de Estudiantes y de Señoritas (ambas creadas en 1910); y el Instituto-Escuela (que surgió ocho años más tarde)... Los progres dicen que aquella siembra de entusiasmo, laicismo y pedagogía auguraba un futuro mejor del que tuvo: la España constantiniana, creación reaccionaria de la derecha que se apoderó del franquismo y supo utilizarlo mientras le convino, para desprenderse de él cuando arrojarlo a la basura significaba nuevas ventajas.
Yo no sé si soy progre o no, porque estoy de acuerdo con algunas de sus afirmaciones y no con otras. Así, a título de ejemplo, me parece casi del todo cierta la última que he citado, pues la tan alabada etapa de transición impulsada por don Juan Carlos y puesta en práctica por Adolfo Suárez sólo fue para mí una clara tra(ns)ición a los fundamentos ideológicos y las realizaciones políticas de un Estado que habían jurado perfeccionar cuantos en él participaron de modo libre y consciente. Entre esas realizaciones se encontraban, y todavía subsisten, si bien bastante deterioradas, algunas anteriores a la República junto con otras creadas por ella.
Entenderá muy mal el franquismo quien no lo vea como el continuo desarrollo de una pugna entre dos formas diferentes de concebir y realizar el Estado: una, la falangista, pretendía superar a la Segunda República partiendo de ella; y otra, la reaccionaria, buscaba el retorno a la Segunda Restauración Borbónica y el turno pacífico de partidos burgueses... La primera, para ceñirnos al tema de estas apuntaciones, recogió en muy buena parte el espíritu de la Institución Libre de Enseñanza y lo trasladó –en la medida de lo posible para aquellos tiempos– a sus propios órganos de actuación escolar o juvenil. A ella se debe que la Junta de Ampliación de Estudios subsistiera a través del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; que las residencias de estudiantes persistieran de algún modo por medio de los Colegios Mayores, hoy tan degradados; que las Misiones Pedagógicas continuaran, con lógicas variaciones, a través de las Cátedras José Antonio de la Sección Femenina o el Frente de Juventudes; y que el valorado nacionalismo literario estatalista republicano, tan combatido por el tenaz nacionalismo derechista que durante cuarenta años se amparó tras la figura y el régimen de Franco, si de algún modo todavía alienta en nuestro alrededor, en buena parte se lo debe a quienes en ese régimen y a lo largo de ese tiempo nos mantuvimos fieles a la tesis de que para la nueva España era válido y útil todo lo bueno que encontráramos, fueran cuales fueran sus orígenes y propósitos, siempre que pudiera ser acoplado al proyecto de vida en común.
Un ejemplo práctico de ello lo encontramos en la sede arquitectónica de los Nuevos Ministerios, proyectada y empezada a construir bajo el mando de Indalecio Prieto –por eso su perspectiva aérea tenía hasta 1940 la forma del martillo y la hoz, herramientas unidas por los respectivos mangos–, que durante la guerra fue cuartel de distintos efectivos militares, y que tras ella superó la tesis de quienes patrocinaron su destrucción, para convertirse mediante los adecuados retoques en Ministerio de la Vivienda –lo que estaba destinado a ser Dirección General de la Seguridad del Estado, con los pertinentes sótanos–, Ministerio del Trabajo y Ministerio de Obras Públicas –en su inicio proyectada sede de la Presidencia del Gobierno– y en simple plaza ajardinada –hoy vulgar aparcamiento– la prevista como lugar de concentración de trabajadores de todas clases, a los que enardecerían sagaces tipos políticos desde los arengarios establecidos al efecto en la fachada principal de la edificación citada.
No se utilizó como Plaza Roja –ni como Plaza Azul– el gran espacio arquitectónico impulsado por Prieto. No se convirtieron en celdas o checas los distintos lugares previstos para una especie de GPU española, sino en salas y despachos de normal trabajo en pro de una política de vivienda no realizada hasta entonces y desde 1975 ni mejorada ni siquiera igualada. En el nuevo Ministerio de Trabajo se forjaron por personas de ideas limpias, abiertas, despejadas de prejuicios, los proyectos de unas nuevas universidades, que en principio se llamaron Laborales por estar destinadas a hijos de obreros, y que fueron suprimidas –pocos años después de morir Franco– por ser símbolo y logro de una política social y educativa muy diferente de la propia de una monarquía tan en realidad clasista como en apariencia democrática...
La Segunda República española, mal que les pese a los progres, no tuvo tiempo de hacer una verdadera política cultural nacional de Estado. La Tercera Monarquía Borbónica no se ha propuesto nunca llevarla a cabo. Alguien tendrá, pues, que realizarla.
Sobre democracia, pueblo, plebe, masa...
Soy profundamente demócrata. Creo que el gobierno del pueblo debe ejercerlo el pueblo. Y aquí empiezan mis dudas, mis escrúpulos, mis distancias... Porque el pueblo me aterra y me enamora, me repele y me atrae, según los momentos, según el para qué, según el dónde y el cuándo... A veces, más de las que yo quisiera, el pueblo me da asco. No el pueblo en general, pero sí el pueblo que se concreta y concentra en espacios, o tiempos, o quehaceres, determinados. Por ejemplo: con dificultad aguanto a esa clase de pueblo que se llama o le llaman "fans". Me caen mal los hombres y las mujeres, jóvenes o maduros, que en los campos de fútbol, en las plazas de toros, en los teatros, en las salas de música, en los espacios deportivos, o en las plazas y las calles, se muestran incondicionales partidarios de éste o aquél equipo, conjunto, grupo, colectivo, o como quiera que se llame. Me caen mal porque en la mayoría de los casos, los fans aclaman a sus ídolos mientras estos triunfan o quedan bien, pero se las hacen pasar canutas cuando por cualquier causa están en horas bajas o comienzan a recorrer los agrios, largos e inevitables senderos de esa triste etapa que llamamos decadencia. Por eso, siempre que veo una pañolada admirativa y encorajinadora, a la que por lo general me sumo, me aterra pensar que tras ella en demasiados casos puede adivinarse la otra pañolada, injusta, cruel, temible, miserable, que ese mismo grupo de fans dedicará a quienes ahora exalta, o a cualquiera de sus rivales, acompañada de gritos, insultos, gestos y escupitajos, en cuanto perciba que la sombra de la diosa Fortuna ya no les acompaña...
Y es que la palabra "pueblo" guarda en su interior demasiados misterios y significados. Antes de empezar a escribir estas apuntaciones me he entretenido unos momentos en explorar el terreno ideológico que dicha palabra aprovecha, y he quedado asombrado. Si Dios me lo permite, volveré a él en otra ocasión, porque esta no puede ser –y ya es bastante– mas que una almena o una avanzada. La en principio correría y quizás más tarde expedición exploradora y hasta puede que con suerte fuente de poder y dominio, me ha hecho ver que cuando hablamos de pueblo nos podemos estar refiriendo a cinco cosas distintas aunque estén algo emparentadas. Se hace preciso, por tanto, cuidar más de lo que hacemos la precisión de nuestro lenguaje, para no dar gato por liebre y honrar con inmerecidas atenciones lo que merece reproches y recelos.
El pueblo es, al menos debe ser, el sujeto activo de la democracia. Pero si no se tiene cuidado, como sabe todo el que analice la realidad política histórica y la cotidiana, el pueblo se convierte demasiadas veces en simple público, o en plebe, masa, chusma o gente, o en dos o tres docenas de cosas más, que a mí me parece –por eso soy un demócrata diferente a los que hoy presumen de ser políticamente correctos– no tienen el mismo derecho a ser agentes y dueños del poder y del gobierno.
El público, por ejemplo, sobre todo el público de fútbol, es un monstruo de mil cabezas que sólo quiere ganar, vivir victorias que de algún modo remedien o al menos compensen sus complejos y sus frustraciones individuales o colectivos. El público, que muchos califican de ejemplar si en principio aparece como deportivo, es antojadizo, falso, infiel, sectario y voluble. Lo malo es que todos esos adjetivos pueden servir para calificar muchas más veces de lo deseable a la masa electoral que periódicamente determina el rumbo de nuestra histórica travesía como pueblo. La práctica totalidad de los más activos militantes de nuestros partidos políticos carecen de espíritu cívico y de criterio ético. Como sus equivalentes deportivos, los fans partidistas sólo quieren ganar, ganar y ganar...
Cuando un equipo ideológico o futbolero logra vencer a sus más directos o habituales rivales, el público aplaude y exalta a los jugadores, al entrenador, los directivos y hasta el árbitro... Si por el contrario resulta derrotado, ese mismo público –sobre todo en contiendas finales o de especial trascendencia– saca a relucir sus bajas pasiones y denigra lo más que puede a cuantos han jugado en su nombre.
Demasiadas veces, por desgracia, el pueblo demuestra poseer mínimas dosis de ciudadanía, ilustración y razón. Los demagogos halagan al pueblo cuando dicen que siempre tiene razón. Mi idea de la democracia es que el pueblo desorganizado acaba siendo una especie de monstruo necesitado de freno, dominio y educación. Al pueblo, sostengo, hay que proporcionarle buenas maneras, rellenar su cabeza de suficientes ilusiones y conocimientos, dotarle de un siempre mejorable modo de ser, hacerle capaz de ponderar las personas y los acontecimientos.
Los demócratas tradicionales dicen que la mayoría del pueblo siempre tiene razón, siempre tiene derecho a gobernar... Yo, que tengo un peculiar sentido de lo que es y lo que debe ser una democracia, me permito dudarlo. La mayoría del pueblo, pienso, tiene derecho a gobernar siempre que tenga en cuenta la existencia y los derechos de las minorías. No se puede olvidar que siempre, pero muy especialmente hoy, el pueblo ha sido y es un ente frágil, débil, cambiante, influíble, contradictorio, apasionado... Lo saben de sobra los muchos poderes de toda índole que lo condicionan y manejan a diario por medio de la prensa, la radio, la televisión, la publicidad, el cine, el teatro... El modo de pensar y de ser de los pueblos depende ahora mucho más de intereses económicos y comerciales que de ideas y sentimientos propios.
No, no se puede ser demócrata simple. Hay que osar ser demócrata orgánico.
Sobre Joaquín Navarro Esteban, un juez político
La inesperada muerte de Joaquín Navarro Esteban –hay quien dice que se suicidó en Almería el pasado sábado 28 de abril– me ha conmovido mucho a lo largo de la última semana. No en balde fuimos amigos desde que lo conocí en Granada, cuando comenzaban los años 60, hasta finales de los 70, época en que partiendo de posturas políticas próximas elegimos el caminar por sendas diferentes. A partir de entonces no volvimos a vernos, ni a dirigirnos una sola palabra verbal o escrita, pero tengo constancia directa de que él me apreciaba lo suficiente para no consentir que en su presencia se hablase mal de mí. Aunque reprochara mi alejamiento de la escena política en 1977, respetaba mis criterios y muy de tarde en tarde me hacía llegar el testimonio de su recuerdo y afecto. Por el mismo método le devolvía yo análogos sentimientos, incluso cuando su actividad pública merecía máximas censuras y reproches.
En la esquela anunciadora de su muerte no apareció el nombre de su mujer. Tampoco el de sus hijos. Parece ser que desde hacía algún tiempo vivía solo, aislado, deprimido, enfermo... No quiero entrar en esta clase de circunstancias, a mi juicio de orden estrictamente personal, pero sí me permito señalar que algo por el estilo le pasaba también en los ámbitos profesional y político. Ignoro quién o quienes redactaron la citada esquela, pero asumo sus últimas frases, pues para mí resulta totalmente cierto que siempre soñó con un mundo mejor para todos, y que para lograrlo siempre puso en juego su espíritu indomable y comprometido. Otra cosa es que, a mi juicio, tras la muerte de Franco sus posiciones ideológicas y sus actitudes políticas se fueran radicalizando de un modo tan extraño como extremado.
Apasionado y polémico era ya cuando estudiaba Derecho en Granada, y esas mismas cualidades –o defectos– motivaron que fuera escogido para formar parte de las células falangistas que en todas las universidades de España trataban en los años 1950 y 1960 de orientar a la juventud y al Estado hacia un horizonte de nueva izquierda completamente contrario al de vieja derecha propugnado por las tradicionales fuerzas que –para desgracia de España– luego prevalecieron...
Las pocas y breves reseñas biográficas de Joaquín Navarro aparecidas tras su muerte, callan, no sé si por ignorancia o mala intención, que el destacado juez almeriense fue durante veinte largos años –desde 1950 hasta 1970– un notorio falangista crítico, en las aulas de Granada primero, luego –ya licenciado– en las de Salamanca, y por último en las de Madrid, cuando ya preparaba su ingreso en la carrera judicial y ejercía como profesor de la Academia de Mandos del Frente de Juventudes y de la Escuela Sindical... Un libro suyo sobre política social fue publicado en ese tiempo como texto oficial para la formación del espíritu nacional. Todo ello parece indicar que las jerarquías correspondientes no lo consideraban nada heterodoxo. Otra cosa es que, como muchos falangistas de su edad y algo más viejos, entre los cuales yo me incluyo, no hiciera cuanto estuviera a su alcance para que el sueño de una España mejor y de un mejor orden mundial no se fuera enterrando poco a poco en beneficio de una restauración de fuerzas viejas y de la creación y expansión de otras nuevas líneas de acción política marxista. Este antifranquismo, como llegó a calificarse por quienes no veían más allá de sus despachos, hizo que algunos tacharan a Navarro de comunista, cuando –por lo que yo sé– su desviación política comenzó en las filas de la organización Justicia Democrática, en la Escuela Judicial, tras aprobar las oposiciones de ingreso en el mundo de la judicatura.
Su evolución posterior es mucho más conocida. Tras la muerte de Franco, su pasión política y el espíritu de la tra(ns)ición le llevaron a las filas del PSP, y con Tierno Galván –a quien posiblemente conocía desde sus días de Salamanca–, desembarcó en el PSOE, partido por el que fue diputado en Almería en las elecciones de 1979. Su carácter crítico, indomable, y si se quiere en exceso ambicioso o creído, le hizo dejar el escaño y el PSOE. Volvió a ser juez en Madrid y en San Sebastián, y desde la prensa y la radio manifestó con brillantez y exceso sus opiniones contrarias al felipismo. Por criticar a los magistrados del Supremo y de la Audiencia Nacional fue sancionado. Todo ello, y su propio carácter, le fueron radicalizando hasta el punto de que en San Sebastián adoptó posiciones políticas cercanas a las de los nacionalistas vascos, católicos o batasunos. Sus escritos en los diarios Deia, Egin y Gara motivaron que llegara a ser considerado defensor de Otegui y sus muchachos, y sus durísimas críticas al rey, al Gobierno y al Consejo del Poder Judicial le sometieron a diferentes y duros procesos administrativos y judiciales que afectaron de modo notable a su carrera y a su personalidad. Eso influyó también en su vida privada.
Durante veinte años, los de su juventud y mi primera madurez, hablé largo y tendido muchas veces con ese hombre, a quien siempre tuve y consideré camarada y compañero. Junto a otros muchos imaginamos para todos diferentes y nuevas madrugadas. Cuando rodaron por el suelo ilusiones y esperanzas, cada cual siguió su propio rumbo, el que le pareció más próximo al de antes o el que le prometía mejor futuro. Yo no soy quién para juzgarles, sobre todo cuando la muerte ha levantado ya su vuelo. Prefiero mirar hacia atrás, recordar las buenas horas de antaño, y cargado con ellas decido ir hacia delante. Porque todavía y siempre tenemos que hablar de muchas cosas –no sé dónde, no sé cuándo–, camaradas del alma y el alba, compañeros...
Sobre la bandera y el himno
Los progres, en su afán de conseguir cuanto antes la vuelta al pretérito perfecto, que como todo el mundo sabe es la República de 1936, dicen cuando les viene bien que desde Isabel y Fernando no ha sucedido nada mejor en España que el suicidio a lo bonzo de las Cortes franquistas y el subsiguiente despliegue por todos los poros del Estado de las huestes democráticas, cristianas, franquistas y monárquicas reclutadas por el rey Juan Carlos y Adolfo Suárez para mejorar sus respectivas situaciones personales, logradas a lo largo del régimen de Franco por medio de inteligentes lametones al culo del Caudillo. Como es natural, no dicen nada sobre el indiscutible hecho de que los Reyes Católicos unieron territorios y pueblos, mientras que la Santa Tra(ns)ición, mientras miraba de reojo al Ejército en cada minuto de los días que duró el proceso de acoso y derribo del Estado vigente, tantas veces jurado y loado, sentaba las bases de una progresiva desunión de culturas, pueblos y territorios.
En la construcción del nuevo régimen democrático monárquico tuvo mucha influencia el miedo a las fuerzas armadas y a los restos del franquismo. Hoy, treinta años después, creo que podemos dar por no existente cualquier clase de recelo respecto del Ejército, por muy diversas causas que no deseo ahora examinar... Pero todo el que observe con un mínimo cuidado la realidad política española se dará cuenta de que siguen existiendo múltiples manifestaciones de temor a un siempre posible nacimiento de algún tipo de acción política franquista y fascista, como les gusta decir a los progres.
Dicen quienes presumen de saber algo de estas cosas que la tra(ns)ición se hizo mediante un cierto número de pactos secretos entre los Bellidos Dolfos que movía un impulso soberano y aquellos españoles que dentro o fuera de nuestra Patria encabezaban grupos de oposición al franquismo y a quien parecía iba a ser su continuador a título de rey. Uno de esos pactos se acordó en Madrid el 27 de febrero de 1977, tras ocho horas de conversaciones, bebidas, comidas e intercambio de pitillos Ducados entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, reunidos al efecto en el más que aceptable chalet de José Mario Armero. El todavía máximo representante del Movimiento Nacional creado por Franco ofreció la inmediata legalización del PCE a cambio de que los comunistas aceptaran la versión democrática y parlamentaria de la monarquía, lo más parecida posible a una república, que se proponían instaurar los intrigantes cortesanos de Juan Carlos.
Una muestra práctica de tal aceptación sería que el PCE respetara e incluso en algún modo asumiera como símbolos patrios la bandera y el himno que eran los oficiales el 14 de abril de 1931. Santiago Carrillo dilató cuanto pudo su acatamiento al nuevo orden monárquico, y una de sus últimas sugerencias fue la de que tales símbolos se entendieran sobre todo como propios y privativos del Ejército tras liberarlos de cualquier concomitancia franquista...
La monarquía republicana es un hecho que alienta las esperanzas de cuantos creemos preferible sustituirla por una república monárquica. La bandera bicolor que figura en el primer documento constitucional sellada con el escudo del águila de san Juan, fue pocos años después sustituida inconstitucionalmente por la que hoy recoge a un escudo en esencia más dinástico y borbónico que nacional, con lo que dejó de expresar la ambición común de que España fuera siempre una, grande y libre, lema inequívocamente incompatible con las tendencias separatistas y colaboracionistas de la monarquía republicana. Al himno nacional se le quitó el texto redactado por José María Pemán, por lo que se privó a los españoles la posibilidad de cantar con orgullo que su Patria fue la primera en seguir sobre el azul del mar el caminar del sol, o que los yunques y las ruedas deben forjar un nuevo mundo de amor, ya que con toda evidencia tales frases no pueden ser tenidas como propias de una monarquía democrática y parlamentaria, sino de un régimen totalitario; de modo y manera que los españoles estamos obligados a tararear –chunda, chunda, tarata tata chunda–, eso sí, con orgullo, las notas de nuestro himno, y a sentir sana envidia de los pueblos que pueden cantar a plena voz las glorias de su pasado y la ambición de su futuro.
De hecho, el himno y la bandera se han convertido más en símbolos militares que nacionales. Dígalo si no el restringido uso que de uno y otra se hace en la mayor parte del territorio nacional y de los actos oficiales. De hecho, también la mayor parte de los medios de información, partidos políticos y centros de enseñanza conceden análoga importancia a las enseñas republicanas –pese a ser éstas radicalmente anticonstitucionales– que a las honradas con el signo de la gallina o el aguilucho, como suelen decir para referirse a las que sustancialmente han sido y seguirán siendo siempre legales, y por supuesto más hermosas que las borbónicas.
Y, sin embargo... Poco a poco el pueblo reacciona. A pesar de la creciente campaña en su contra; a pesar de la cobarde complacencia de quienes juraron una bandera y hoy se conforman con otra; a pesar de todo lo que hacen en su contra los enemigos y lo poco que a su favor hacen quienes debían ser sus amigos, los símbolos de España están donde deben estar: en la calle y en los corazones de los españoles.