Sobre el concepto de integridad del hombre
Se han cumplido ochenta y seis años del fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera, en pleno debate nacional sobre la ley de memoria democrática y en coincidencia con el propósito de la familia para trasladar sus restos desde el amenazado Valle de los Caídos a un lugar donde no se ponga en entredicho su condición de tierra sagrada por Gobierno alguno.
Como cada año, fueron apareciendo en diversos periódicos reportajes y artículos sobre su figura; parece evidente que José Antonio no pierde actualidad. Pero pocas de esas informaciones profundizaban en los aspectos ideológicos, y muchas de ellas se limitaban a la superficie, recayendo incluso en el tópico.
Opino que el mejor homenaje a su memoria sería, al modo orsiano, sacrificar la anécdota en el ara de la categoría, y analizar qué ideas joseantonianas pueden ser de interés para el ser humano, sobre el que quiso elevar toda su teoría política, y con especial énfasis para ese hombre de hoy, del siglo XXI en que nos encontramos.
Los que hemos leído a José Antonio e intentado profundizar en las bases de su pensamiento sabemos de memoria su afirmación del hombre como portador de valores eternos, para añadir a continuación la trilogía de esos valores formulados por él: dignidad, libertad e integridad. Nos ocurre, sin embargo, que, de tanto tenerlo leído y repetido, acaso no nos hemos detenido en analizar determinados aspectos de esas palabras; nos sucede lo mismo que con las letras de algunas canciones inolvidables y archirrepetidas por nosotros, o con poemas que hemos oído declamar cientos de veces, hasta que, en un momento feliz, caemos en lo que el autor quería transmitir en aquellos versos; o igual puede decirse de un paisaje conocido de sobras, del que, por casualidad, en una contemplación más detallada, apreciamos aspectos que nos habían pasado desapercibidos.
Miguel Argaya Roca (Entre lo espontáneo y lo difícil) distinguió canónicamente entre lo superficial, lo contingente, lo permanente y lo esencial de José Antonio; si lo permanente es la búsqueda en unidad de la patria y la justicia, o, tirando por elevación, de los valores espirituales y culturales a la vez que los materiales, lo esencial es, para este autor, el humanismo joseantoniano, de indiscutible fundamento religioso y, más concretamente católico, en el sentido de no confesionalidad militantes y sí de asunción teológica profunda.
Así, la dignidad inherente a toda persona humana hunde sus raíces en su condición de creatura, o criatura, de ser creado por Dios; si las cosas se caracterizan por su utilidad, las personas lo son en función de su dignidad, como sello distintivo insuflado por su Creador. El respeto a esta dignidad se debe a todos los hombres sin excepción, incluso a los que podemos considerar más alejados de nosotros, a nuestros adversarios o enemigos.
De esta condición de creatura dimana también la libertad, inalienable en palabras del Fundador; la libertad, el libre albedrío, no es un simple llevar a cabo lo que te pide el instinto o la real gana, sino que, éticamente, debe propender hacia el bien, aunque la condición humana pueda también inclinarla hacia lo negativo, hacia el mal. Sin entrar en dimensiones estrictamente de conciencia, José Antonio solo pone un límite social a la libertad individual, el no torpedear la convivencia con los otros y el bien común; de ahí que solo puede existir la libertad dentro de un orden, cuya versión popular es que mi libertad termina donde empieza la de los demás.
Pero la dificultad suele encontrarse al intentar definir el concepto de integridad, tercero de la trilogía de los valores eternos. ¿A qué se refería José Antonio con esta palabra? Algunos han querido centrarla en la segunda acepción que nos da el diccionario de la R.A.E. de «íntegro»: «Dícese de la persona recta, proba, intachable», pero ello representaría separarla del contexto en que fue escrita o pronunciada: no se refería al modo de ser que debía caracterizar a un falangista y que se expresaba exteriormente en un estilo de vida, sino que era, con los anteriores conceptos de la trilogía de valores eternos, una cualidad intrínseca de todo ser humano. De tal forma que hay que acudir a la primera acepción del Diccionario de la palabra íntegro: «Que no carece de ninguna de sus partes». Y, si acudimos a la definición del verbo integrar, veremos que, explícitamente, nos dice «constituir las partes un todo».
El todo es la naturaleza humana; y esta, en pura teología católica, es la conjunción de alma y cuerpo. En este punto, relacionamos directamente el concepto con la afirmación joseantoniana referida al hombre: «Ser portador de un alma, capaz de condenarse o salvarse», precisamente en función de aquella libertad inalienable. Para las teorías deterministas de la predestinación, Dios tiene decidido quiénes van a salvarse y quiénes no, y les da signos en este mundo de su felicidad futura (esta es la base del capitalismo es, según Max Weber); por el contrario, la teología católica afirma rotundamente la libertad humana; Dios no condena o salva de antemano, sino que es el hombre quien elige su camino, siempre con la posibilidad gratuita de la Gracia Divina.
No me consta que ningún político de aquellos tiempos (menos, de los de ahora), y ni siquiera quienes se definían como confesionales en su presentación pública, escribieran o dijeran nunca lo que aparece textualmente en el apartado VII de los Puntos Iniciales de FE: «Falange Española considera al hombre como conjunto de un cuerpo y un alma; es decir, capaz de un destino eterno, como portador de valores eternos. Así pues, el máximo respeto se tributa a la dignidad humana, a la integridad del hombre y a su libertad». De forma más extractada. Se repite en los Puntos Programáticos de FE de las J.O.N.S.: «La dignidad humana, la integridad del hombre y su libertad son valores eternos e intangibles», es decir, que no pueden ser tocados por ningún poder político.
Se van a reiterar estas ideas, entre otras ocasiones, en el discurso en el cine Madrid (19-V-35), llamado de la revolución española, al criticar José Antonio los planteamientos de la reforma agraria de la República, que llevaba a la proletarización del campesino, en lugar de «volverlo a dotar de su integridad humana, social, occidental, cristiana y española».
El añadido alusivo a la dimensión colectiva e histórica nos lleva aun más lejos y empalma, a mi entender, con uno de los conceptos básicos del ideario joseantoniano: la búsqueda de la armonía, idea esta que considero que no ha sido suficientemente tratada ni por apologistas ni por detractores de su figura.
Aparece la palabra armonía en varios textos, pero más claramente en lo que serían sus últimos apuntes, o borrador de un ensayo nunca culminado, pues se escribieron en agosto o septiembre de 1936 en la cárcel de Alicante: el Cuaderno de notas de un estudiante europeo. Allí se lee textualmente: «Armonía del hombre y su entorno; en esa fórmula se expresa el malestar de nuestro tiempo». Es decir, el hombre sufre una desarmonía consigo mismos y con lo que le rodea, en sus destinos temporal y eterno; desarmonía con respecto a los demás hombres, con respecto a la sociedad, a su patria, a su cultura. Podríamos decir que equivale de alguna forma al término alienación, que Carlos Marx aplicaba al hombre sometido al sistema capitalista.
En los mismos apuntes del Cuaderno de notas…, José Antonio, tras rechazar las posibles alternativas del comunismo bolchevique, del anarquismo y del fascismo, termina con estas palabras: «Solución religiosa: el recobro de la armonía del hombre con su contorno en vista de un fin trascendente». Es decir, este fin trascendente no es otro que el que le otorga el valor eterno de la integridad, ya que, aunque el ser humano pueda pretender desconocerlo, es ese ser portador de un alma y un cuerpo, capaz de un destino eterno.