Argumentos

La conquista de la verdadera libertad

Cuando elijo algo, no porque sea agradable y favorezca mis intereses inmediatos, sino porque me ayuda a realizar el verdadero ideal, me distancio de mi afán de dominio y manejo –nivel 1–, para elevarme al plano de la colaboración creativa –nivel 2– y optar incondicionalmente por los grandes valores –nivel 3–.


Autor.- Alfonso López Quintás. ​​Publicado en la revista El mentidero de la Villa de Madrid (9/MAR/2024). Tomado de Altar Mayor (núm. 106, de 2006), editado por el Hdad. del Valle de los Caídos. Ver portadas de El Mentidero y Altar Mayor en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.

Destacados psicólogos afirman que una persona está básicamente formada cuando tiene una idea cabal de la libertad. El protagonista de la obra de Jean Paul Sartre Los caminos de la libertad. La prórroga va a la estación de la que han de partir los movilizados para defender a la patria de la invasión nacionalsocialista. Pero deja que el tren se aleje, abarrotado de jóvenes, y se vuelve a París. Callejea sin rumbo, contempla largamente el Sena, da vueltas a mil pensamientos, se siente invadido de libertad. Todo él es libertad. Pero al final se pregunta: «Y ¿qué voy a hacer yo con toda esta libertad? ¿Qué voy a hacer conmigo?». Sin duda intuyó que su libertad era vacía, no conducía a ninguna meta, no era impulsada por ningún ideal digno de la persona humana.

Un desertor es una persona que rompe amarras con su patria. Cuando un país es invadido por un enemigo, se moviliza entero en orden a su defensa. Todo cambia en él de sentido. Las metas de cada vida quedan supeditadas a la gran meta: defender la patria. Al hacerlo, cobra sentido la vida de cada ciudadano. Matthieu, el protagonista de la obra de Sartre, no se orienta hacia esa meta. Por ello, cuanto haga estará fuera de lugar. Carecerá de sentido. Será un extraño en su país. Se ha desvinculado, es libre, pero tan menguada libertad no le lleva a ninguna parte que dé sentido a su vida. Esa libertad vacía no es fruto de una conquista, sino puro resultado de una huida traidora. El traidor se mueve con una forma de libertad absoluta (ab-soluta, desgajada de todo vínculo), pero, al hacerlo, no hace sino deslizarse por un astro muerto. París, toda Francia, el mundo entero es para él un desierto. La libertad vacía deja la vida humana desolada.

Esta situación de desconcierto resulta especialmente penosa para nosotros pues el anhelo de libertad se halla enraizado en lo más profundo de nuestro ser. Es ley de vida que el ser humano quiere emanciparse de cuanto bloquea su desarrollo normal. El bebé se agita en la cuna para ejercitar sus potencias motrices; el niño va perdiendo poco a poco su apego casi fusional a los padres a fin de moverse autónomamente; el joven se esfuerza por independizarse en el pensar y actuar... Es una lucha por adquirir libertad. Pero ¿en qué consiste la verdadera libertad? Descubrirlo es un hallazgo decisivo para toda la vida. Por esta profunda razón, una tarea ineludible del proceso de formación humana es descubrir en qué consiste verdaderamente ser libre.

Por fortuna, el conocimiento de la función que ejerce en nuestra vida el auténtico ideal nos permite clarificar a fondo esta cuestión. Para hacerlo, veamos, por sus pasos, cómo van surgiendo en nuestra vida y articulándose entre sí las diversas formas de libertad.


Diversas formas de libertad


1) La libertad de ejercitar las potencias fisiológicas y psíquicas. La primera forma de libertad que desea ejercitar el ser humano es la de movimiento. El bebé, en la cuna, mueve sus extremidades constantemente y se sentiría muy frustrado si no pudiera realizarlo. A medida que pone en forma sus potencias –moverse, ver, oír, tocar, pensar, recordar, querer…–, el niño tiende a ejercitarlas con avidez.

El paralítico se ve trabado, incapaz de dar rienda suelta a su afán de caminar por propia cuenta, desplegar energías, desplazarse, tomar iniciativas… No se siente libre, y su estado de postración le causa un profundo malestar. Le falla la vida en su misma raíz, porque la libertad de ejercitar las potencias fisiológicas y psíquicas está enraizada en las bases mismas del propio ser.

2) La libertad de ejercitar dichas potencias en todo tiempo y lugar. El recluso que tiene libertad para ejercitar sus potencias naturales, por gozar de buena salud, pero no puede hacerlo donde y cuando quiere siente la cárcel como un encierro asfixiante, pues reprime una tendencia natural. Su deseo de liberación es, en cierta medida, semejante al del minusválido. Aunque la prisión sea amplia y confortable, la imposibilidad de planificar sus movimientos le produce una sensación desazonante de ahogo, semejante al del asmático que se ve rodeado de aire por todas partes pero no puede aspirarlo. Al prisionero le sucede esto respecto al espacio.

3) La libertad de moverse en la sociedad con el indispensable desahogo económico. El que puede moverse sin trabas en un medio social que ofrece múltiples posibilidades de diverso orden pero no puede asumirlas por carecer de medios económicos adecuados se siente privado de libertad. Como acabamos de ver, nuestra primera forma de libertad viene dada por la capacidad de ejercitar sin traba alguna nuestras potencias: andar, ver, oír, hablar, pensar, hacer proyectos de todo orden... Pero el ejercicio de las potencias no es fecundo si no contamos con posibilidades. Leonardo da Vinci tuvo potencias extraordinarias –inteligencia, imaginación creadora, poder inventivo…–, pero no pudo satisfacer su ansia de volar, porque su sociedad carecía de posibilidades para ello –conocimientos científicos y técnicos, recursos económicos, planes políticos...–. La falta de posibilidades supone para el hombre una merma de libertad. De ahí que pasar de la penuria económica a la holgura suponga una liberación.

Para sentirse libre, debe uno contar con posibilidades diversas entre las que poder elegir. Por eso los niños y los jóvenes suelen considerarse muy libres cuando disponen de numerosas posibilidades y pueden elegir las que desean. Esta capacidad de elección podemos denominarla libertad de maniobra. El gobernante que ofrece este tipo de libertad a los ciudadanos es considerado a menudo como un liberador, un promotor de la libertad. ¿Es ésta una valoración justa? En ciertos casos sí, mas en otros no, pues poder elegir entre muchas posibilidades no equivale todavía a ser libre interiormente. Es sólo una condición para ello, como lo es el ejercicio expedito de las propias potencias –ver, oír, andar...–.

4) La libertad de moverse en la vida social con un plan ilusionante. Uno puede disponer de amplia libertad de movimiento y elección pero no tener un plan de conjunto que oriente sus decisiones hacia una meta, un valor que dé sentido a la vida. Siente satisfacción al poder elegir, pero se ve frustrado al advertir que sus elecciones se mueven dentro de un horizonte vital muy angosto. Hay formas de pensar y de orientar la vida que reducen considerablemente el valor de cuanto se realiza: el amor es reducido a la saciedad de un impulso pasional; el deporte es visto como mera competición, afanosa de ganar a cualquier precio por razones de revancha y prepotencia; el poder es ansiado como medio para aumentar el dominio y la posesión de bienes de todo orden… Estas precarias «concepciones de la vida» someten, en la actualidad, a multitud de personas a servidumbre espiritual mediante los recursos demagógicos de la manipulación. El que es presa fácil de las tácticas manipuladoras carece de libertad interior.

5) La libertad de moverse en un ambiente acogedor. Una persona puede disponer de las diversas formas de libertad indicadas anteriormente, pero hallarse sometido a diversas presiones y chantajes debido a motivos ideológicos, políticos, morales o religiosos. Tiene capacidad para actuar con eficacia y excelencia, incluso en niveles culturales elevados, pero se enfrenta a un cerco de hostilidad que convierte cada decisión en una fuente de riesgos. Los que han vivido alguna época de terror en su vida no podrán olvidar el deseo vehemente que sentían de verse liberados de esa insufrible tensión.

6) La libertad para crear las formas más elevadas de unidad, es decir, formas de encuentro. Supongamos que una persona disfruta de las cinco formas de libertad reseñadas anteriormente –tiene capacidad de ejercitar sus potencias en todo tiempo y lugar, dispone de holgura económica, se halla en un entorno propicio, actúa con una finalidad precisa…– y desempeña, merced a ello, un papel relevante en la sociedad. Podemos pensar que es totalmente libre, pues cuenta con muchas posibilidades y se halla en franquía para elegir las que desea. Debemos recordar, no obstante, que esta elección de posibilidades sólo tiene cabal sentido en nuestra vida si se ajusta a las exigencias que plantea nuestro desarrollo personal. Tales exigencias son las mismas del encuentro, ya que los seres humanos vivimos como personas y nos perfeccionamos como tales creando toda suerte de encuentros, entendidos en su plenitud de sentido. Crear estos modos elevados de unidad es nuestra meta en la vida, nuestro ideal. Hemos de orientar la capacidad de elección hacia dicha meta. En caso positivo, somos libres para ser creativos.


La libertad creativa consiste en orientar la vida hacia el ideal auténtico


En las cinco primeras formas antedichas de libertad se pone el acento en la liberación de alguna traba: la imposibilidad de movernos –en absoluto o en determinados lugares–, la carencia de posibilidades económicas, la falta de un entorno amistoso… Esto puede inclinarnos a pensar que ser libre es carecer de impedimentos que coarten las diversas formas de juego que deseamos realizar en la vida. Ser plenamente libre se reduce, así, a disfrutar de una plena «libertad de maniobra». Tal limitación del concepto de libertad lo priva de su sentido más elevado.

Tras explicar esto en un congreso, un joven se acercó a mí visiblemente conmovido y me dijo con gran tristeza:

«¡Me ha hecho usted polvo!». «No era mi intención –le respondí–. ¿Qué le sucede?». «Hasta hace una hora –agregó– yo me creía la persona más libre del mundo, pues mis padres me mantienen a tope una cuenta corriente y me dejan tomar las iniciativas que desee. Pero yo elijo sólo en virtud de mis apetencias. Y usted acaba de explicar que los deseos no llevan en sí su propia justificación. Por eso, puedo desear algo intensamente, y, al conseguirlo, buscarme la ruina».

Me acerqué un poco más a él, para ganar en confidencialidad, y le dije, cálidamente: «No esté tan triste, hombre, levante el ánimo porque le queda toda la vida por delante para disfrutar del descubrimiento que acaba de hacer. Usted consideraba la libertad de maniobra como la única y suprema forma de libertad. Ahora adivina que, por encima de ella, existe la libertad creativa. Celebre este hallazgo. ¿Sabe usted a qué abismos se estaba asomando a diario, cuando disponía de tantas posibilidades y no tenía un móvil elevado que orientara debidamente su capacidad de elección?».

La libertad de maniobra es, de por sí, algo valioso porque ensambla varias formas de libertad, pero no significa todavía una auténtica libertad interior, pues no discierne si lo que se elige es constructivo o destructivo para nuestra vida personal. Elegir en cada momento unas posibilidades u otras sólo tiene sentido si tal elección contribuye a nuestro desarrollo como personas. Y, como nos desarrollamos plenamente al realizar nuestro auténtico ideal, elegimos con libertad creativa cuando escogemos una posibilidad entre varias no porque nos agrada más sino porque nos lleva a la creación de modos elevados de unidad.

Este modo de libertad exige cierta dosis de desprendimiento, que nos permite tomar distancia frente a las ganancias inmediatas y liberarnos del apego a lo fascinante. El desprendimiento nos da luz para ver, al mismo tiempo, una acción concreta y el ideal que la mueve. El ideal perseguido imanta –por así decir– toda nuestra vida, la orienta hacia la plenitud, hace que realicemos libremente lo que constituye un deber para nosotros. El que se siente ligado a un ideal libremente acogido sabe ver la obligación como una vinculación fecunda que lo conduce a su cabal desarrollo.

La selección de las posibilidades que puedan desarrollarnos debidamente debemos hacerla a la luz de una idea clara de lo que somos como personas y, por tanto, de nuestra vocación y misión en la vida. La libertad de elegir ha de estar encauzada por la figura de hombre que estamos llamados a adquirir. Los seres humanos podemos realizarnos de formas diversas libremente. Esa libertad será auténtica si nuestro desarrollo responde a nuestra verdadera vocación, a las exigencias más profundas de nuestro ser. Será inauténtica si nuestro uso de la misma nos desvía de la figura humana que debemos configurar a lo largo de la vida.

¿Cómo ha de ser esa figura humana? Merced a la investigación científica actual y a nuestra propia experiencia sabemos bien que no podemos crecer como personas mediante la realización de actos insolidarios, por gratificantes que sean. Nos desarrollamos creando diversas relaciones de encuentro. En el plano biológico no podemos ser fecundos a solas. En el plano personal no logramos ser creativos sin abrirnos a otras realidades para asumir activamente las posibilidades que nos ofrezcan. Elegir desde la soledad del propio egoísmo supone una libertad vacía, que no sirve a la edificación de la vida humana. Ejercitar la libertad de maniobra –la capacidad de elegir diversas posibilidades– de forma insolidaria no denota libertad auténtica, pues estamos llamados a tejer una vida en comunidad. Los valores que implica ese tipo de libertad deben ensamblarse en la clave de bóveda que es el ideal de la unidad. Si no se orientan hacia la realización de este ideal, esas formas de libertad quedan desgajadas y se tornan infecundas, cuando no incluso destructivas.

Cuando elijo algo, no porque sea agradable y favorezca mis intereses inmediatos, sino porque me ayuda a realizar el verdadero ideal, me distancio de mi afán de dominio y manejo –nivel 1–, para elevarme al plano de la colaboración creativa –nivel 2– y optar incondicionalmente por los grandes valores –nivel 3–. Esa capacidad de distanciarme de los valores inmediatos me permite ver a través de todo lo que haga el ideal que debe inspirar mi acción y darle sentido. Este ideal polariza toda mi vida, la orienta hacia la plenitud, le da pleno sentido. Esa capacidad de ver al mismo tiempo distintos aspectos de la vida y ordenarlos conforme a su rango constituye la libertad interior o libertad creativa. Se trata de un modo de libertad muy lúcido: al verme ligado a un ideal voluntariamente elegido sé ver la obligación de realizarlo como vinculación nutricia que me conduce a mi pleno desarrollo.

Esta elección libre del deber puede hacerse por motivos diversos, y de esta diversidad se derivan los grados distintos de perfección de la libertad.


Los grados de perfección de la libertad creativa


Si elijo lo que debo hacer pues lo considero como una obligación que me viene impuesta por mi misma realidad personal –vista en todas sus implicaciones–, soy verdaderamente libre, pero en grado elemental.

Si asumo tal deber con amor, por ver en él un medio para realizar el ideal de mi vida, mi libertad es más perfecta. Amar un ideal verdadero confiere una gran libertad interior.

Cuando ese amor deja de ser simple afecto para alcanzar la cima del entusiasmo, la libertad se hace suprema. Realizo, entusiasmado, lo que debo realizar. El esfuerzo que tal realización implica queda con ello transfigurado; se hace leve; se integra en un proceso de elevación a lo mejor de uno mismo; deja de significar una represión para entrañar una sublimación.

Esta forma de altísima libertad la rehuimos con frecuencia porque no tenemos el coraje de aceptar responsablemente todo lo que somos. Ser responsable indica estar activamente a la escucha de cuanto encierra un valor y me pide que lo asuma y realice en mi vida. Algo es valioso para mí cuando me ofrece posibilidades para actuar con sentido. Si respondo positivamente a los valores que me invitan a asumirlos, actúo responsablemente y me hago responsable del resultado de mis acciones.

Sólo el hombre responsable es libre, está liberado de la reclusión egoísta en la soledad de su yo y se halla abierto a las realidades que hacen posible su creatividad y su desarrollo personal. Cuando sabe responder activamente al valor más alto –la unidad que funda con los demás el que está dispuesto a dar la vida por amigos y enemigos–, consigue una forma de libertad perfecta, diríamos sobrehumana.

Es asombroso pensar que un ser finito pueda poner frente a sí todo cuanto existe, desde el ser más insignificante hasta el mismo Creador, e incluso enfrentarse a quien es el origen y la meta de su vida. Esta ruptura supone negarse a responder a su llamada y volverse irresponsable. Que el Ser Supremo haya creado libremente un ser finito capaz de rebelarse contra Él es para nosotros un gran enigma, sólo accesible en alguna forma cuando nos abrimos a la revelación bíblica de que el Dios Todopoderoso se define como Amor (1 Jn 7). De este modo, el enigma de la libertad se convierte en misterio y nos invita a adoptar una actitud básica e incondicional de responsabilidad. Debemos saber responder adecuadamente, con nuestra conducta, al privilegio de ser libres, de poder elegir una meta como ideal y dirigir nuestra existencia hacia éste con la energía que él nos otorga.


La libertad perfecta viene dada por la entrega al amor absoluto


En el infierno de un campo de concentración, un padre de familia está a punto de ingresar en un calabozo para morir allí de extenuación. Uno de los prisioneros se adelanta y se ofrece para entrar en su lugar. Esta libertad interior frente al propio instinto de conservación sólo es posible cuando uno ha interiorizado de tal modo el ideal de la unidad que todos los demás valores –incluido el de la propia vida– quedan supeditados a él.

Un joven israelita es arrastrado, a empellones, fuera de los muros de Jerusalén. Al final del trayecto, el grupo que lo acosa se aleja un tanto de él y empieza a lapidarlo. ¿Puede alguien hacerse una idea del desamparo espiritual que supone morir cercado de odio? Los animales moribundos suelen buscar un refugio para sentirse menos desvalidos. Esteban se hallaba solo, en el descampado, frente a sus verdugos. Lo normal era intentar huir, gritar, defenderse a la desesperada, morir matando. Pero se mantuvo sereno, con la mirada dirigida a lo alto, y desde esa altura pronunció una palabra de perdón para quienes poco después le dejarían sin voz para siempre. Hace falta una capacidad sobrehumana de despego de sí mismo, de distanciamiento respecto a la propia situación adversa para desbordar el presente y situarse en el punto de vista del puro amor, del amor que, incluso en una situación límite, consagra las últimas fuerzas a restaurar la unidad que los enemigos están desgarrando de forma implacable. Esta identificación con el amor absoluto, incondicional, marca el momento cumbre de la libertad humana.