España se suicidó en Europa… y en la OTAN
La alternativa por la que debía decidirse la España postfranquista: suicidarse en Europa –Europa como evasión– o buscar formas de integración en una gran unidad iberoamericana –Iberoamérica como revolución–.
Publicado en Gaceta de la Fund. José Antonio (FJA), de abril de 2024. Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
España se suicidó en Europa… y en la OTAN
Se insiste en que Europa es una barrera importante para evitar los desmanes del sanchismo, muy especialmente en lo que afecta a la amnistía a los secesionistas catalanes. Sin embargo, a algunos, lejos de consolarnos y tranquilizarnos, semejante garantía más bien nos inquieta, nos preocupa y nos entristece.
España está a merced de unos corruptos miserables y parece que carece de herramientas propias para defenderse por sí misma. Y es que resulta que España depende, cada vez más y en más cosas, de poderes externos exentos de cualquier control auténticamente democrático y ajenos a los intereses de nuestra patria. España es terreno asequible y fácil para poner en juego las estrategias de potencias extranjeras, nuestro sometimiento militar y geoestratégico es apabullante, nuestra soberanía económica es nula y nuestra dignidad y orgullo nacionales son un trampantojo exhibido, como en un desahogo, en determinados acontecimientos deportivos o en las eventuales y dosificadas convocatorias de los llamados partidos constitucionalistas.
España, da igual quien mande, se alinea de forma servil, acrítica y peligrosa en los conflictos internacionales como lacayo de la OTAN y de los USA. Europa no tiene voz propia. Parece como que fuera contradictorio y censurable mostrarse contrario a los métodos de Putin y, al mismo tiempo, sentir escasa devoción por Zelensky e incluso pensar que Rusia tenga derechos sobre Crimea y otros territorios; o ser enemigo del islamismo yihadista, aborrecer el terrorismo de Hamas o plantar cara a los que añoran con recobrar Al-Ándalus y, simultáneamente y con igual contundencia, condenar la brutal política genocida de Israel sobre los árabes palestinos.
La historia reciente de España, no solo esos hitos tan controvertidos, como el atentado de Carrero, el montaje del 23-F, el brutal atentado del 11-M, o la mutación sanchista del PSOE (por no remontarnos más atrás en la Historia), ha discurrido de un modo ineluctable hacia una pérdida creciente de nuestra soberanía militar y económica, hacia una destrucción creciente de la idea nacional y hacia una mayor servidumbre al imperio angloamericano y a la OTAN.
En los años sesenta del pasado siglo, en pleno franquismo, un falangista rebelde –quien, luego, ya absolutamente disidente, refundaría el Partido Sindicalista– se atrevió a plantear, de cara al futuro inmediato de nuestra patria, cuál era la alternativa por la que debía decidirse la España postfranquista. La opción era esta: suicidarse en Europa –Europa como evasión– o buscar formas de integración en una gran unidad iberoamericana –Iberoamérica como revolución. La editorial ZYX, en 1968 le publicaría a nuestro antiguo camarada, José Luis Rubio Cordón, un librito con este llamativo título Europa como evasión, Iberoamérica como revolución.
Porque lo cierto es que de la vieja y gran Europa romano-germánica ya no quedaba casi nada; el objetivo era la integración en la Europa del Mercado Común, en la Europa de los mercaderes. Es decir, renunciar a la auténtica patria propia para incorporarse a una patria espuria, olvidando la posibilidad –complicada, nadie lo dudaba– de retomar el proyecto hispano. El grupo de Rubio llegó a propugnar en esos años el ingreso de nuestra nación en la Asociación Latino-Americana de Libre Comercio, como paso previo a una unidad política y una unidad de acción histórica, contribuyendo a vertebrar a la balcanizada Iberoamérica antes de que España misma fuera igualmente balcanizada. Nada aterraría más al imperialismo angloamericano que apuntar siquiera la posibilidad de surgimiento de un bloque compacto hispanoamericano.
Toda patria, toda verdadera comunidad política o pueblo histórico consiste, en última instancia, en su propia cosmovisión o conciencia del hombre y del mundo; o sea, en un sistema arquetípico de valores que trata de explicar, y realizar, de un modo singular al hombre mismo y a sus formas de vida común, dentro de un proceso continuo y siempre abierto de generaciones, según nos explicaba el sociólogo Manuel Lizcano. Es decir, la patria de los hispanos es nuestra propia cosmovisión, desde la cual hemos ido construyendo de un modo original nuestras sociedades bajo unos arquetipos interpretativos de la naturaleza esencial del hombre. Cada pueblo aporta unas características peculiares interpretativas a los mismos ideales abstractos que persigue la humanidad entera.
A lo largo de cientos de años, los españoles hemos contribuido a la evolución humana de un modo importantísimo. Este sistema cultural consistiría, en su raíz última, en una concepción espiritualista o absoluta, por la que el hispano estaría tendiendo singularmente siempre a liberarse, a soltarse de todo: soltarse de ataduras materiales, liberarse de formas de poder tiránicas y buscar, desde la autenticidad de las formas mancomunadas, la dignidad y libertad del hombre; todo ello desde la perspectiva españolísima católica y universalista de la igualdad esencial del género humano. Desconfiemos de tantos materialistas de nuevo cuño que vienen ahora a darnos lecciones de hispanismo.
Frente a la globalización que nos quieren imponer, hoy, más que nunca, necesitamos proyectos patrióticos, con objetivos universales que, desde sus especificidades propias, propongan valores alternativos y reaccionen frente a la situación presente. No podemos resignarnos a vivir en este lodazal en que se ha convertido la política internacional: a las tensiones sin fin entre países ricos y países cada vez más pobres; a las migraciones forzadas y descontroladas de masas enormes de población; a la decadencia y al egoísmo de las sociedades occidentales frente a los fundamentalismos pseudo-religiosos orientales; a la aspiración a un crecimiento sin límites de unos cuantos privilegiados a costa de la extenuación de los recursos del planeta.
Para abordar empresas grandes, la nación necesita de una razonable masa crítica. Los particularismos anacrónicos solo sirven como instrumento disolvente para limpiar y despejar el terreno de toda forma de oposición seria a los intereses del capitalismo, que no tiene más patria que la del beneficio. Esa masa crítica la deben aportar hoy distintas naciones que compartan las mismas raíces y valores. Desgraciadamente, Europa ya no sirve para esto. Pero hay una España metafísica, la eterna e inconmovible metafísica de España que amaba José Antonio Primo de Rivera; y podemos decir con el profesor Lizcano que existe una España universal y matriz, de la cual han nacido todas las Españas o pueblos históricos del Occidente hispano, incluida la actual y desgraciada nación española. España ha sido siempre, por ello, mucho antes que otra cosa, un humanismo o una cultura: un modo de ser hombre. Ser español, una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo. Quizá sea la hora de un hispanismo que comience por resucitar a la España que se suicidó en Europa.
Haber dejado –cito nuevamente a Manuel Lizcano– que el significado de lo que representa la idea de España haya quedado reducido, en algún momento, a partir de Fernando VII, a una sola nación y Estado, fue –desde el punto de vista de los intereses de nuestra cultura– una increíble aberración, en la cual se hizo patente la obra maestra de la previa ocupación sectaria, ilustrada, de la Península, por la burguesía dieciochesca europea de Francia e Inglaterra. El hispanismo representó la idea del hombre libre –liberado de cualquier atadura, como nos enseñaron nuestros místicos– que se mancomuna con otros libres.
En los siglos más brillantes de nuestra historia, la monarquía hispánica desconcertó a sus oponentes en el tablero moviendo sus piezas con jugadas insólitas. Tuvo Isabel la Católica el deseo, por motivaciones espirituales, de que la lucha contra los moros de Granada se antepusiera a la voluntad de Fernando de hacer política europea recuperando el Rosellón del poder francés. Igualmente, en la expansión ultramarina hacia Canarias y América puso Isabel su empeño en que ésta tuviese el sentido misional que exigía la bula de Alejandro VI, por encima de otros intereses. Tampoco a Felipe II importó jugárselo todo a la carta de los valores religiosos, subordinando intereses políticos, económicos y militares. Pero no es solo lo religioso lo que prevaleció frente a intereses mercantilistas; también los usos y costumbres comunales favorecían un modo de ser y de relacionarse más humano. Menéndez Pidal reprochaba a las izquierdas el que siempre se mostraran reacias a estudiar y afirmar en las propias tradiciones históricas aspectos coincidentes con su propia ideología. Actitudes bien distintas las de Ganivet, Costa, Giner de los Ríos o Unamuno que negando la tradición en superficie la afirman en la base; buscándola y rastreándola en sus visitas de pueblos, estudio de tradiciones jurídico-políticas y poesía popular, así como en la reivindicación del sentido colectivista de nuestras estructuras agrarias. Lo castizo eterno frente a lo castizo histórico, como señala Unamuno.
Igual que la propia historia de Europa habría sido bien distinta sin el ideal batallador de la Reconquista española frente al islam, el mundo actual podría ser diferente si acertáramos a encontrar, en clave poética y espiritual, un móvil poderoso que hiciera frente a los grandes mitos deshumanizadores actuales, como el del interés y el beneficio económico por encima de todo, que mueven la batuta en el chirriante concierto de la política mundial.
Esa mística de un ideal de civilización y justicia para todo el género humano; la voluntad para acometerlo, concitando adhesiones; la religación del hombre con los valores auténticos del espíritu frente a la idolatría del dinero; la dinámica de la donación, desinteresada y quijotesca; la igualdad esencial del género humano y el valor del mestizaje; las garantías para el ejercicio de la libertad profunda del hombre, inalienable y trascendente, compatible con el interés de la comunidad y con la justicia; un pueblo organizado y militante en lucha para realizar estos ideales. Y todo ello frente al imperio del egoísmo y el individualismo, frente al racismo y las desigualdades, frente al materialismo y al utilitarismo moral, frente al crecimiento ilimitado y asimétrico de las economías privilegiadas y la extenuación del planeta. Claramente, esta no es tarea para un pueblo solo y aislado; es la misión ¿por qué no? de nuestra Hispanidad. Sería necesaria para ello una gran confederación política y económica de Estados fuertes hacia el exterior y hacia el interior, con clara conciencia de su misión, y comprometidos con un destino más humano para los hombres y mujeres de este planeta.
Ojalá se despertara pronto esta conciencia de destino universal hispánico y cristalizara en múltiples movimientos políticos nacionales. Ojalá la garra hispánica, firme y justiciera, acertara a sustituir a esa meliflua y rapaz mano invisible de los mercados y de los mercaderes que, lejos de dar equilibrio al mundo, nos roba la esperanza y nos expolia a todos. De momento, España, encanallada y exangüe, yace muerta en Europa.