Europa en el corazón
Publicado en el núm. 154 de Cuadernos de Encuentro, de otoño de 2023. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Europa en el corazón
1. En obligada alusión a las frases históricas, ya devenidas en tópicos de uso común, me apresuro a descartar aquella de Ortega, «España es el problema y Europa la solución», y me reafirmo en otra que parafrasea a Unamuno y que seguramente enojaría a su autor: Me duele Europa; y esto lo afirmo desde la conciencia de ser ciudadano europeo, condición nunca excluyente a sentirme profundamente español y universalmente hispano.
Europa ya no puede ser la solución del problema de España; primero, porque históricamente siempre hemos sido europeos por decisión (Julián Marías); segundo, porque estamos encarrilados de hoz y de coz a las actuales estructuras supranacionales europeas, y, tercero y principal, porque nuestro problema es compartido, en alguna medida, por el resto de naciones: reencontrar una razón de ser, afirmarnos en ella, de este modo, saber interpretar nuestro papel en el mundo actual, si se quiere, un destino o misión.
En efecto, España adolece del mismo morbo que ha enfermado al resto de los pueblos europeos: olvidar su herencia y no apostar por actualizarla –esto es, en términos aristotélicos, llevarla de potencia a acto–, para ser, a la vez, tradicionales y modernos, fieles a unas constantes transmitidas y renovadas día a día. España y Europa entera son cuerpos sin alma, abducidos por gérmenes patológicos ajenos y fuertemente nocivos; ambas existen de nombre, están dotadas de arquitecturas jurídico-políticas, presumiblemente eficaces pero lastradas por esa infiltración extraña.
Las poblaciones europeas, incluyendo la española, sufren la colonización de ideologías exóticas para su ser histórico y se complacen en ello para no ser diferentes del marco axiológico impuesto, decretado, propagado, impuesto e, incluso, judicializado. La disidencia se paga con el ostracismo, si es pública, y con la marginalidad en los ámbitos cercanos de convivencia, si es privada. Así, pocos osan manifestarse en contra de ese morbo y, si lo hacen, son rápidamente demonizados dese los poderes públicos o fácticos.
Por otra parte, quienes controlan esa colonización morbosa disponen de estrategias para que se pueda consolidar ese rechazo. Una de ellas es la permanente amenaza de los secesionismos, ya sean interiores (en Cataluña y País Vasco, en el caso de España, Escocia, en el Reino Unido, la Liga Norte, en Italia…), ya colectivos (caso del brexit); todos ellos responden al común denominador de ser nacionalismos excluyentes e insolidarios.
Si tristemente hablamos con frecuencia de España como borrador inseguro, la misma condición puede emplearse para referirnos a la deseable unidad europea. No, no podemos encontrar en Europa la solución al problema español porque ya se han encargado de que se haya convertido en un problema europeo.
2. Veamos el primer ingrediente de ese morbo, quizás su sustrato: el individualismo, que subyace en los principios del Sistema. El individualismo entre los hombres se corresponde perfectamente con el individualismo entre los pueblos, cuando la formulación ideal sería elevar a los primeros a la condición de persona y a los segundos al estatus de patria. De este modo, podríamos hablar de un personalismo entre los seres humanos (ser-entre-los-demás-seres) y de un personalismo entre los pueblos; el primero viene otorgado por el Derecho y el segundo viene conferido por la Historia. En uno y en otro caso, cada ente se relaciona con los demás, se integra en un conjunto orgánico y ordenado de las sociedades, desde la más primaria y esencial, la familia, hasta los Estados nacionales; estos, a su vez, deben ser los protagonistas de la conjunción europea como patria de las patrias.
Cada una de ellas ha realizado en la historia un rol junto o frente a las otras; ahora, cuando parece que las desavenencias se han perdido en el recuerdo, resurgen los particularismos, que pueden encontrarse, escalonados, desde una región que reivindica un supremacismo étnico, lingüístico, económico o de fronteras, hasta un Estado que se declara asimismo insolidario de una posible entidad supranacional.
Esos impulsos insolidarios son instigados y promovidos –no lo olvidemos– para diluir tanto los Estados nacionales como para hacer inviable la construcción de una casa común europea; es una estrategia de la Globalización, entendida como proyecto de un superestado en la sombra, de un poder mundial, sostenida por minorías financieras e ideológicas. Esa estrategia no puede permitirse construcciones nacionales sostenidas por la historia y por una cultura común.
La estrategia globalizadora, por otra parte, no actúa solo en y en contra de Europa y de sus Estados, sino que lo hace del mismo modo en otras ecúmenes del mundo; a veces, utilizará motivos religiosos, en otras, impulsos raciales o tribales; no se olvide que el indigenismo en tierras americanas no obedece a otra función que a disolver Estados ya constituidos (poco o muy consolidados) y a evitar su integración en un marco común hispánico.
3. El segundo ingrediente de ese morbo lo constituyen las diversas ideologías que presiden, sin competencia permitida, el frontispicio del Pensamiento Único. Poderosos grupos de presión internacionales las sostienen, difunden y divulgan por doquier; forman parte de las agendas de la ONU, de la UE y de la mayoría de los Estados nacionales. Se legisla de acuerdo con estas ideologías y se sanciona la inobediencia y desacato a las mismas. No es ajena a esta poderosa influencia la Agenda 2030 que con tanta insistencia ha predicado el presidente Sánchez y que no creemos que revisen sus opositores…
Estas ideologías o bioideologías van mucho más allá de la política, penetran en los ámbitos de la privacidad y se extienden en los terrenos de la biología, de la antropología y de la ética. Su objetivo no es otro que alterar de raíz la propia naturaleza del ser humano y de su entorno, calificada desdeñosamente de constructo cultural que es necesario abatir.
Constituyen bandera del llamado marxismo cultural, que ya ha reemplazado al histórico, derrumbado con contadas excepciones. Obsérvese cómo estos planteamientos neomarxistas son acatados por el neoliberalismo occidental, indiscutidos por teóricas posturas conservadoras y mantenidos como dogmas por todos los organismos internacionales. Provienen, en su fondo, de las teorías de Gramsci (atacar la superestructura) y de la Escuela de Frankfurt; han dejado atrás la vetusta lucha de clases, reemplazada por sucedáneos, alguno de ellos denominado pomposamente como defensa de las minorías.
El primer sucedáneo es la dialéctica hombre-naturaleza, donde tienen cabida todas las teorías cientifistas sobre el cambio climático y la culpabilidad absoluta del ser humano en la destrucción del Planeta; algunos de sus teóricos proponen el decrecimiento como solución, consigna de inequívoca factura globalizadora.
El segundo sucedáneo es el Feminismo radical, que sustituye la antigua lucha patrono-obrero por la de varón-mujer; la desvalorización de ambas evidencias naturales viene impuesta por la ideología LGTBI+ y sus derivaciones, como el movimiento transgénero; no se oculta tampoco el trasfondo malthusiano en su propagación, lo que, unido a la embestida contra la familia, sugiere una progresiva y alarmante disminución demográfica, o su sustitución–en el caso de Europa– por masas migratorias de dudosa integración que imposibiliten la transmisión y la asunción de una cultura heredada, común a los pueblos europeos.
Se trata de una auténtica ofensiva contra los valores humanos presentes en la cultura y la ética europeas, a la que no son ajenas las butades del animalismo o la prédica constante para asumir criterios determinados de alimentación o de costumbres, tendentes a la transformación del hombre tal como nos reconocemos. Con base en las biotecnologías y en la pseudociencia, no olvidemos tampoco las perspectivas, entre utópicas u siniestras, que sostienen los partidarios del Transhumanismo o del Posthumanismo, que también son objeto de propaganda intranquilizadora.
4. Llegamos quizás al fondo de la cuestión si entramos en lo que puede ser el morbo principal, que sostiene en el fondo toda la parafernalia antieuropea: la pérdida de vista de la Trascendencia y el silencio casi obsesivo sobre Dios.
Europa ha ido renegando de haber sido la Cristiandad, y solo concede a Dios un papel limitado en lo privado, con constantes ataques a su percepción pública, cuando, en realidad, para el común de los seres humanos, es la búsqueda constante del Absoluto y, para los creyentes, el centro y el sentido de sus vidas.
El origen del descreimiento puede centrarse en el relativismo que se consagró con los planteamientos del liberalismo primitivo: el subjetivismo prevalece sobre la existencia de verdades previas, y la opinión sobre las verdades previas. La última versión de este relativismo es la prevalencia de la posverdad, donde se muestra la equivalencia entre lo falso y lo verdadero, en función de su difusión y de su acatamiento social.
Alguien dijo hace tiempo que la muerte de Dios lleva a la muerte del hombre, y lo estamos comprobando a diario en una Europa que se ha alejado de cualquier forma de humanismo. En efecto, mal se puede hablar hoy en día de un humanismo europeo, cuando se ha dejado huérfano al hombre de su perspectiva trascendente, cuando su dignidad no es más que un título jurídico, cuando la libertad es una estricta valoración política y cuando se oculta o se niega su integridad, su composición de alma y cuerpo.
Recuperar las creencias religiosas es condición indispensable para conferir seguridad; poner a Dios como principio y encabezamiento de todo lo demás es indispensable para volver a erigir la imagen del ser humano por encima de supuestas antropologías o falsas éticas. La secularización ha llevado al descreimiento; se han confundido intencionadamente laicismo y laicidad, y ha prevalecido una interpretación materialista de la vida y del mundo.
Loa valores de la libertad y de la justicia se fundamentan en la creencia de la que parece carecer la actual Europa. No es extraño que San Juan Pablo II calificara a Europa de tierra de misión y la invitara a recuperar sus raíces. Hoy en día, se promueve el diálogo interreligioso y se busca la unión de las iglesias cristianas; bien está, pero ¿serán capaces esas iglesias –empezando por la Católica–de reconstruir las bases axiológicas de Europa sustentadas en Dios?
5. ¿Qué se hizo de aquella Declaración de París, de 21 de octubre de 2017 (que transcribió la revista Altar Mayor en su número 181)? Reconozco humildemente que, de sus redactores originales, solo conocía los textos de Rémi Brague, pero, de entre los adheridos al manifiesto me conferían especial confianza varios nombres (Dalmacio Negro, Rafael Sánchez Saus, Arnaud Imatz, Ángel David Martín Rubio, García Máiquez…).
Aquella declaración constituía todo un programa de regeneración europea, de rebelión contra el orden preestablecido e impuesto, de claro disenso frente a un confuso consenso tácito o expreso, a todas luces perruno, de las instituciones europeas, de sus Estados y de sus poblaciones sumisas. Allí se distinguía claramente entre la «verdadera Europa» y la «falsa Europa».
En uno de sus puntos, se afirmaba sin titubeos que «la tarea de renovación empieza por una reflexión teológica», se abogaba por una «cultura común» y por la «identidad cristiana», y de ahí se derivaba en consideraciones en tono al matrimonio, a la familia, a la libertad y a la armonía.
Esta Europa actual –de la que no cabe desertar imprudentemente por desánimo– no es más, hoy en día, que un apéndice de la Globalización, una punta de lanza ideológica de su estrategia; en todo caso, el destino europeo actual no es otro que el de que Europa sea ninguneada en el contexto mundial por los imperios ya existentes o por los emergentes.
Confío en que sean muchos los europeos que no estén conformes con este estado de cosas; que entiendan que Europa tiene una historia propia, que debe ser asumida en su totalidad, con sus luces y sus sombras, que tiene una cultura común, diversificada en las distintas naciones que la integran, y que, en todo caso, todo descansa en una interpretación religiosa del hombre y de la vida, que constituye el fundamento de un posible proyecto de vida en común europeo.
A pesar del panorama que nos suelen presentar ahora, no existe en realidad una antinomia entre Razón y Fe, sino que se precisa –en palabras del cardenal Ratzinger–«una correlación entre ambas», pues «razón y religión están llamadas a depurarse y regenerarse recíprocamente, pues se necesitan mutuamente y debe reconocerlo».
Desde la creencia y la racionalidad, en definitiva, ojalá surja en el futuro una verdadera conciencia europea, asumida por todos los pueblos que están inmersos en su cultura. Y podamos sentirnos todos verdaderamente como ciudadanos europeos, orgullosos de nuestra tradición compartida y capaces de volver a iluminar el mundo, aunque este deseo pueda ser calificado de eurocentrista, apelativo que asumo sin ningún problema.