Éxitos y limitaciones de una protesta.

Una manifestante enarbola las banderas de España y Cataluña en Barcelona.
¿Se trata de resistir o de rebatir, de rechazar, de refutar, de afirmar… de vencer? Cabe preguntarnos sobre la actitud de muchos de los manifestantes en su vida diaria, en los días laborables, en el seno de sus familias, en el trabajo, en las improvisadas tertulias del café...

Publicado en Cuadernos de Encuentro, (núm. 155, de invierno de 2023/24). Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP

Éxitos y limitaciones de una protesta


1. Yo, manifestante y observador

Asistí, por supuesto, a la gigantesca manifestación de Barcelona, el día 8 de octubre, en protesta ciudadana por las inminentes concesiones de Pedro Sánchez a los condenados por el golpe de Estado de 2017. En ese año, las convocatorias a salir a la calle fueron numerosas y constantes, con el importante matiz que las nuestras nunca quemaron contendores ni mobiliario público, ni asolaron las avenidas y plazas, ni cristalizaron en forma de violencia alguna contra los portadores de esteladas y lazos amarillos.

Ahora, en 2023, de nuevo, se ha tocado a rebato, en clara rebelión contra la amnistía, el retorno de rositas del fugado Puigdemont, la autorización de referéndums de autoderminación, la cesión de las oficinas tributarias y de la Seguridad Social, y Dios sabe cuántas cosas más, todo por un puñado de votos para reanudar la funesta experiencia de un gobierno Frankenstein. Cuando escribo estas líneas (10/2023), es imposible conocer cuántas muestras de rechazo ciudadano se irán convocando si se cumplen los agoreros pronósticos en la política nacional, pero me malicio que pueden ser varias y de que el paisanaje será incapaz de aguantar en silencio y persistirá en la protesta callejera. Otra cosa es que esta presión de la sociedad civil influya en los propósitos y designios de la sociedad política, tanto autonómica como general. Será cosa de ver cuando se publique este artículo…

De momento, el día 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar, de la Hispanidad y Fiesta Nacional de España, se repitió una manifestación –algo más menguada por el puente– y volví a darme un baño de masas y de ondear de banderas.

La manifestación del día 8 fue un éxito: ciudadanos de todas las edades y condiciones, familias enteras y, sobre todo, muchos jóvenes, adolescentes algunos de ellos, me imagino que supervivientes de la inmersión ideológica escolar; en definitiva, un público entusiasta y variopinto, entre indignado y festivo, portador de enseñas nacionales y catalanas, algunas enarboladas en astas improvisadas y otras a modo de capas o indumentos complementarios.

En estos casos, me suele ocurrir que desdoblo mi personalidad, por decirlo así; una de ellas está integrada con la multitud; la otra es observadora, como testigo circunspecto y poco dado a corear las improvisaciones de algunos manifestantes.


2. Las razones de mi protesta personal

Con las manifestaciones, me ocurre lo mismo que con la propaganda, la cual, según un viejo dicho nunca hay que fiarse, y menos de la propia; a estas alturas de la vida, no me siento cómodo entre multitudes, pero ello puede achacarse a una manía, a la añoranza permanente de la organización metódica, a la disciplina y a la ordenación casi ritual. Me ocurre otro tanto con los grandes espectáculos e incluso con las procesiones religiosas, salvo aquellas en que los cofrades y capataces desfilan armoniosamente con cirios y oraciones previstas, al compás de tambores.

A pesar de estos condicionantes intransferibles, he asistido y asistiré a las convocatorias que se me formulen en nombre de valores concretos y definidos, en esta caso, la unidad de España, la igualdad de los españoles y el cumplimiento de las leyes justas. Me desazona el panorama que estoy viviendo, y valoro especialmente qué sociedad y qué nación puedo legar a mis hijos y a mis nietos de persistir estas situaciones como las vigentes.

Comparto, por todo ello, las motivaciones que han sacado de sus apacibles hogares a miles y miles de ciudadanos como yo, como no podía ser menos, pero me asalta la duda, sin embargo, de si me integro plenamente en las expresiones de su entusiasmo; por supuesto, acostumbro a hacer omisión (vigilante) de los convocantes, en tanto que confío en que coincidan –en lo fundamental– con mis propios valores y criterios. En todo caso, el panorama de tantas rojigualdas en mi Cataluña es sobremanera gratificante de entrada.

Mi yo observador y crítico se fija muchas veces, y en el caso concreto que comento, en aspectos que suelen pasar desapercibidos para otros. En primer lugar, desdeño de todo corazón, las expresiones aisladas de mal gusto y chabacanería, inevitables en todo acto de multitudes: lo festivo o lo indignado, la alegría y la protesta, no tienen por qué ser correlativos ni equivalentes a lo tosco y lo vulgar; este repudio descansa, lo sé, en pruritos muy íntimos, que en este caso de llaman estilo

En segundo lugar, he observado que la mayoría de eslóganes y de gritos espontáneos se centran en la negatividad, en el «no» (a la amnistía para los condenados, a Pedro Sánchez por sus trucos de trilero, a Puigdemont…), con escasa relevancia de las afirmaciones positivas y rotundas. En punto al estilo al que he aludido, observé con alegría que unos cuantos jóvenes portaban banderas españolas en las que se había escrito, con fuertes trazos en negro, el lema Viva la unidad de España, quizás en clara (o desconocida) evocación de aquella histórica pancarta que portaba el catalán Roberto Basas en la manifestación madrileña de octubre de 1934 y que presidía un tal José Antonio Primo de Rivera.

En cuanto al resto, traduje que los españoles que desfilaban por las calles barcelonesas estaban de acuerdo en lo que no querían, pero difícilmente se podía adivinar qué era lo que querían como alternativa válida; cada uno tenía sus ideas y su alma en su almario recóndito.


3. Simplificaciones y señuelos

Sí, de acuerdo, España era lo primero para todos, según se deducía; pero, ¿qué proyecto de España? También, por supuesto, la defensa de la Constitución amenazada y que estaba a punto de ser conculcada por el propio Gobierno español, según todos los indicios, y por un puñado de españoles malgré lui, los que precisamente intentaban romper España.

Pero un texto legal, por muy perfecto que sea, no puede ser el desiderátum final de una mayoría de ciudadanos que, presumiblemente, no la ha leído, al modo de aquellos manifestantes decimonónicos cuyo grito de guerra era un ¡Viva la Pepa!, y que tenían vagas noticias de lo acordado en las Cortes de Cádiz de 1812.

Estamos de acuerdo en que, en las circunstancias actuales, parece que no queda más remedio que aferrarse a la del 78 y a las instituciones que consagra, pero habría mucho que hablar sobre ese texto constitucional. Por mi parte, no dejo de pensar que de aquellos polvos vinieron estos lodos; quiero decir que el revival del nacionalismo separatista a estas alturas y muchos de los problemas que nos aquejan en este momento, incluidos los que motivaron el procés, la declaración de la fugaz república catalana y la consiguiente aplicación meliflua del artículo 155, provienen de una Ley de Leyes que fue redactada apresuradamente y que contenía, además, el caballo de Troya del disparate de introducir el término nacionalidades junto al de regiones; no olvidemos que voces previsoras, eruditas y patriotas –como la del recordado Julián Marías– ya advirtieron del dislate; si a ello añadimos las incongruencias del redactado del título VIII, ya tenemos la madre del cordero.

Tengo para mí que, desde ese momento, España quedó inerme ante los proyectos de su disolución en taifas autonómicas gobernadas por los nacionalistas, que fueron creciendo en influencia y poder a medida que los sucesivos gobiernos, de derechas y de izquierdas, sin excepción, fueron alimentando los despropósitos secesionistas con silencios y omisiones culpables (cuando no complicidades inexplicables), con concesiones y dádivas en busca siempre de los apoyos parlamentarios.

En ningún momento se plantearon esos gobiernos la superación de los nacionalismos regionales por elevación, es decir, mediante la construcción de un Estado verdaderamente democrático, fuerte, creyente en sí mismo y gestor y motor de un atractivo proyecto de vida en común, que asegurara la justicia y la igualdad entre los españoles, la integridad territorial y la libertad para cooperar al bien común, y no para disolver España y romper la convivencia.

De este modo, la clasificación oficial entre independentistas y constitucionalistas suena a falsedad, en tanto a los primeros –que así se autodenominan– les conviene mejor el rotundo apelativo de separatistas, mientras que parece que los segundos tienen recelo y temor (¡ay, el respeto ajeno!) de llamarse, llana y sencillamente, patriotas españoles. Recuerdo que, en los años de plomo de la ETA y de Terra Lliure, los medios consagraron la clasificación entre demócratas y violentos, mientras el arma arrojadiza de unos contra otros y viceversa era el de fascistas


4. La mística de la protesta ciudadana

Vuelvo a mis impresiones como manifestante de a pie y como observador crítico. El día 8 de octubre, a lo largo de la carrera, grandes altavoces intercalaban los eslóganes mencionados con canciones que pretendían ser sugerentes del espíritu del día: España, camisa blanca de mi esperanza, de Ana Belén y Víctor Manuel, Para la libertad, de Serrat (desde 2017, bête noir para los separatistas), Resistiré, de Carlos Toro, cantada por el Dúo Dinámico.

¿Resistir? Flaca consigna. Me hace recordar aquel lema histórico del Frente Popular en la guerra civil: Resistir es vencer, o el mucho más cercano de los momentos álgidos de la pandemia, cuando esta canción pretendía ser una invitación al optimismo. ¿Se trata de resistir o de rebatir, de rechazar, de refutar, de afirmar… y de vencer? Escasa moral de victoria puede encerrar un simple resistir en unas trincheras ciudadanas, que, por otra parte, no son apoyadas económica y estratégicamente por la mayor parte de la sociedad política, que solo asiste o convoca manifestaciones con un afán partidista.

Los manifestantes, por su parte, coreaban el futbolero ¡Español, español, soy español…! (esta vez no escuché el estribillo del y viva España de Manolo Escobar); extemporáneos gritos a favor de la Guardia Civil o de la Legión completaban el panorama, pero, por encima de todos ellos, los eslóganes oficiales de No en mi nombre׃ o Amnistía no, que poco eco iban a tener en los oídos de Pedro Sánchez.

En ningún momento quiero ser negativo o juzgar a los convocantes y, mucho menos, al pueblo catalán, que acudió a la llamada con el entusiasmo que he mencionado. Pero mi última reflexión me llevó a terrenos que, según algunos amigos con quienes los comenté mientras caminábamos bajo la sombra de las banderas, estaban cercanos a lo utópico. Trataban de la necesidad de trasladar el espíritu de la manifestación al día a día; de no quedarse en sacar la rojigualda del fondo del armario en un caluroso día festivo de octubre, sino de que lo que representa fuera un testimonio vital, diario,

Bien estaba y está ese salir a la calle (y no solamente para comprobar que tu coche no ha sido rayado, Pérez-Reverte dixit); bien está la protesta popular cuando comprobamos que la dirección que llevan nuestros políticos no se corresponde con nuestras aspiraciones y necesidades, o, como en este caso, cuando están en juego supremos valores que afectan a nuestra convivencia o a la misma existencia de España como nación unida; pero pueden resultar poco útiles, insuficientes, si no se dan otras acciones.


5. Importancia del día a día

En efecto, cabe preguntarnos sobre la actitud de muchos de los manifestantes en su vida diaria, en los días laborables, en el seno de sus familias, en el trabajo, en las improvisadas tertulias del café, o en los recreos de los colegios e institutos, en el caso de los adolescentes y de la multitud de jóvenes ardorosos en la manifestación.

Se me ocurren una serie de consideraciones, que no alcanzan la categoría de consejos, pues no soy nadie para darlos y menos si entran, según algunos amigos, en el fácil ámbito de la utopía.

  • Asociarte a tus afines. No estar solo, rumiando protestas. Actualmente existe en Cataluña (y en el resto de España) un abundante tejido social formado por asociaciones cívicas, nacidas precisamente al margen de los partidos políticos, que han probado su utilidad para la protesta, y, además, para la afirmación de unos valores. El asociacionismo de este tipo es variado y multiforme; su carácter variopinto puede resultar, por una parte, un hándicap, pues los acuerdos y desacuerdos están a la orden del día (es difícil aplicar entre españoles aquello de la unión hace la fuerza), pero, por la otra, al basarse en tendencias o ideologías distintas, permite que cada ciudadano pueda adscribirse a una o a otra entidad de su preferencia. La pluralidad de opciones puede ser positiva, siempre y cuando sus dirigentes y representantes tengan la suficiente generosidad para advertir dónde están las coincidencias en lo fundamental.
     
  • Dentro de este asociacionismo cívico, cobra importancia el estrictamente juvenil; la formación en valores, en este caso, nacionales, es esencial; existen –nos consta– grupos y entidades que precisamente están teledirigidas por el nacionalismo separatista, alguna de ellas bajo coberturas a lo divino; pero también nos consta la existencia de unas en cuyas sedes y actividades sigue persistiendo, teórica y prácticamente, la bandera nacional y cuyos valores son la antítesis del egoísmo particularista.
     
  • Hay que tener el valor de que nuestras afirmaciones o nuestras discrepancias con lo que nos ofrecen desde los medios no se queden en el círculo de los propios, en forma de endogamia; he mencionado la palabra valor en el sentido de valentía, pues sigue pesando mucho aquello del respeto ajeno, del temor a que te señalen con el dedo o te adjetiven de buenas a primeras con fáciles despectivos, al oponerse a esa supuesta mayoría. Muchas sorpresas nos llevaríamos al comprobar cuántas personas nos apoyarían, primero tímida pero luego apasionadamente… No hay que bajar la voz cuando comentamos nuestras opiniones.
     
  • Quienes tienen hijos en edad escolar no deben permanecer callados o pasar desapercibidos (quien calla otorga) en reuniones de asociaciones de padres de alumnos o en las convocatorias del propio centro escolar. Este fenómeno del silencio me fue dado observarlo hace algunos años, y la disconformidad existía, pero solo se manifestaba en los corrillos posteriores a la reunión.
     
  • Siguiendo con el tema de la educación de los hijos, quizás sea el momento de que, a la obligada ayuda paterna o materna a la hora de los deberes escolares (cuando existan) o en el repaso de las lecciones impartidas en el aula, se de una educación familiar propia que sea capaz de contradecir y contrarrestar, planteando dudas o mostrando evidencias, la mediatización que pueden ofrecer algunos libros de texto u opiniones vertidas por intelectuales orgánicos en forma de profesores; si existe la libertad de cátedra, también existe el derecho de las familias a educar a los hijos según sus valores.
     
  • Es conveniente no perder la ocasión que te ofrezcan las diversas normativas para dirigirte a las administraciones públicas, siguiendo los cauces formales y exigiendo tus derechos cuando sean conculcados, por ejemplo en el ámbito lingüístico. Este aspecto se ha puestp de manifiesto infinidad de veces, cuando las prácticas impunes del nacionalismo gobernante han hecho mangas y capirotes de los decisiones de los tribunales con respecto al uso del español en las comunicaciones a los ciudadanos.
     
  • Hacer uso de las redes sociales a nuestro alcance para crear o ayudar a difundir contenidos serios y adecuados a cada ocasión. De momento, el control de estas redes está en pañales y solo se ejerce cuando los mensajes son delictivos, y no es este el caso; también en estos casos, el criterio personal –en mi caso, aconsejado por la racionalidad y el estilo– evitaremos las fake news, la chabacanería o el insulto.
     
  • Dejo en último lugar el recurso de las cartas a los periódicos, sin desestimarlo del todo, pues muchos sabemos por experiencia que la selección de lo publicado obedece a instrucciones rígidas y severas de la línea editorial o del grupo de presión económico o político que esté detrás de la publicación a la que dirijamos nuestras opiniones. La censura siempre está al acecho…

Todos estos puntos, y aquellos que puedan quedar a disposición de cualquier ciudadano, componen ese día a día que completa el sentido de una manifestación callejera. Lo importarte lo componen algunos conceptos claros que no se dan por desgracia: el sentido crítico, el valor de manifestar una disconformidad y una rebeldía, la afirmación de unos valores y el disentir de una corriente impuesta en lugar de consentir calladamente.

Entonces sí tendrá sentido y eficacia salir al aire, corear eslóganes o canciones, hacer ondear banderas y contribuir, así, a transformar una sociedad paciente y sumisa.