El factor religioso en la historia contemporánea de España.
El factor religioso en la historia contemporánea de España
Los historiadores del siglo XX han manifestado una tendencia, casi general, a poner en duda la influencia de la religión en el desarrollo de las políticas desarrolladas desde 1648 y especialmente en lo que se refiere a la política exterior de las naciones europeas y de sus soberanos. Esta actitud, bastante simplista, está siendo cuestionada en la actualidad por nuevas corrientes historiográficas. Existen muchos ejemplos en España de este nuevo enfoque, entre los que la figura más conocida es Elvira Roca. Fuera de nuestras fronteras ha aparecido recientemente un interesantísimo libro, obra de Cristopher Storrs, prestigioso hispanista y profesor de la Universidad de Dundee. Se trata de El resurgir español 1713–1743 que aborda en profundidad este tema desde esta nueva óptica, mucho más abierta e integradora, que no excluye, sino todo lo contrario, los factores religiosos y morales que informan de forma decisiva el devenir de la historia
Este nuevo enfoque tiene indudable interés en el caso español, en el que la presencia de las motivaciones religiosas en los asuntos públicos, incluyendo los internacionales, ha sido casi siempre bastante más que significativa.
Ya el desenlace de la contienda sucesoria entre Austrias y Borbones se debió al impulso religioso del pueblo español, especialmente el de la corona de Castilla, alentado por la caracterización de Felipe V como guerrero de la religión, que combatía a los musulmanes y a un candidato, que aunque católico, pretendía imponerse en España sentado sobre las bayonetas de las potencias protestantes (Inglaterra y Holanda) y apoyado por la traicionera intervención portuguesa.
El apoyo decidido de los españoles a la conservación de las posesiones del norte de África es otra manifestación de esa actitud que se tradujo en el entusiasmo ante la expedición que terminó con el tremendo asedio marroquí de Ceuta, el más largo de la historia. Solo Ceuta y Melilla sobrevivieron a la marea musulmana protagonizada por el sultán Muley Ismail de Marruecos, que conquistó todas las posesiones cristianas de la costa: La Mamora, Larache, Tánger y Arcila. Antes de poner sitio a Ceuta. El asedio duró 33 años, desde 1694 hasta 1727 y solo pudo ser levantado por una gran expedición dirigida por el marqués de Lede para la que no se escatimaron esfuerzos.
El mismo entusiasmo se puso de manifiesto con motivo de la reconquista por el marqués de Montemar de Orán y Mazalquivir, perdidas en 1708 como consecuencia de la yihad islámica iniciada más o menos en 1680 en el occidente musulmán. La pérdida fue facilitada por la deserción de las galeras españolas a favor del pretendiente Carlos, que abandonaron a su suerte a la debilitada guarnición. Este apoyo contrasta con la indiferencia, cuando no hostilidad, con la que fueron acogidas en España las exitosas campañas italianas de nuestro primer Borbón. La opinión española interpretó estas acciones como producto de los intereses dinásticos de las sucesivas esposas de Felipe V, acusadas de manipular la débil voluntad del monarca.
No se puede ignorar el elemento religioso, de cruzada incluso, de esta política española en el norte de África. Este factor explicaba y justificaba la necesidad de una prórroga de los impuestos para cubrir los costes de las amenazadas guarniciones. Los presidios de la costa norteafricana eran calificados de «antemurales o bastiones de la cristiandad». Tales argumentos indicaban la persistencia de una poderosa mentalidad religiosa, esto es cristiana, que Felipe y sus ministros explotaron. Y que tuvo continuidad con Carlos III y su fracasada expedición contra Argel y en el apoyo que encontró en toda España el mallorquín Barceló en su infatigable combate contra los piratas berberiscos.
La defensa de la presencia española en la costa marroquí se mantuvo durante el siglo XIX a pesar de todos los pesares, con sucesivas intervenciones que siempre encontraron apoyo interior, incluso entusiasmo generalizado, como el que suscitó la guerra con Marruecos de 1860.
La recuperación católica tras los desmanes progresistas de los años treinta y cuarenta del XIX también influyó en la sociedad, la cultura y, por ende, en la política española. La brutal represión de las órdenes religiosas, expulsadas de España por los sucesivos gobiernos liberales, o como mínimo condenadas a la extinción al prohibirse la admisión de nuevos profesos, tuvo que atemperarse ante las demandas populares que forzaron al desarrollo de políticas más tolerantes. Muchas órdenes que se habían mantenido en la clandestinidad pudieron volver a la actividad y florecieron rápidamente, especialmente, las hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul y los Escolapios. También se asistió a la creación de nuevas órdenes de matriz española, como los Misioneros del Inmaculado Corazón de María (claretianos), fundados por el padre Claret en 1859 y las Adoratrices, destinadas al rescate de las mujeres de vida pública, que comenzaron su actividad en el Madrid de 1856 y experimentaron un rápido crecimiento. Aunque las revoluciones liberales de 1854 y 1868 retomaron por breve tiempo su sectaria persecución a las órdenes, esta presencia creciente nunca pudo ya ser detenida.
Donde mejor se percibió este renacimiento fue en la expansión misionera. El Estado, por intereses políticos, permitió, como excepción, la existencia de colegios de órdenes religiosas destinadas a formar misioneros para ultramar. A partir de estos colegios se crearon otros que canalizaron un continuo río de vocaciones hacia Filipinas, el sudeste de Asia, Micronesia, la América española, el Golfo de Guinea y el Norte de África. Este río fue en gran parte de ida y vuelta, lo que facilitó una presencia creciente de miembros del clero regular en multitud de actividades y lugares de la geografía española.
Paralelamente se acentuó la acción política exterior española en defensa del catolicismo y de la Iglesia. Esta presencia tuvo una de sus máximas manifestaciones en la intervención española en Italia en 1849 en defensa del papa Pío IX, el famoso Pío Nono, destronado de forma brutal por los progresistas italianos a pesar de su fama de bondad y su temperamento liberal. El gobierno de Narváez, al tener noticias de la huida del papa ordenó se hicieran durante tres días rogativas en todas las iglesias de España para «implorar del Altísimo que tuvieran pronto término las tribulaciones del Sumo Pontífice». España, a pesar de tener a la mayor parte de sus fuerzas armadas empeñadas en la segunda guerra carlista, envió un ejército de 8.000 hombres, apoyado por una flotilla de buques de guerra y encabezado por Fernando Fernández de Córdoba.
Aunque calificada de «política sentimental» por los opositores al gobierno, la expedición contribuyó a la restauración del Pío IX y a recuperar cierto protagonismo español en el concierto de las naciones europeas. Las tropas españolas realizaron varias intervenciones por los Estados Pontificios, aunque siempre subordinadas al mucho más nutrido ejército francés. A pesar de su pequeño tamaño, los italianos tuvieron ocasión de ver un ejército bastante lucido modelo de marcialidad y disciplina.
Filipinas no podía quedar al margen de esta experiencia histórica. Su carácter de «última frontera de España» le confería, además, la posición estratégica de cabeza de puente cristiana en un contexto cultural dominado por el islam de los piratas malayos y el confucianismo de los estados de tradición sínica cercanos, como la propia China y Vietnam, con los que existían intensas relaciones de todo tipo y condición, no siempre amigables. En aquellas costas, tan alejadas cómo es posible imaginar, los españoles encontramos de nuevo al enemigo que hemos afrontado durante más de mil años: el integrismo islámico en sus variadas formas. En este caso se trataba de los cinematográficos piratas de Malasia, idealizados por los novelistas decimonónicos, pero que constituían, y aún hoy siguen constituyendo, una de las puntas de lanza del islam más agresivo.
Las depredaciones de aquellos piratas fueron una de las razones fundamentales por las que los filipinos aceptaron, de forma generalizada, el predominio de los españoles y su gobierno. La cristianización posterior de la mayoría de los habitantes de las islas contribuyó a consolidar los lazos que les unían con su lejana metrópoli. Pero la defensa de aquellos súbditos, pacíficos e inermes, obligó a librar un cruento e interminable combate de más de tres siglos de duración, que no finalizó hasta el abandono de las islas en 1898.
Ya desde el principio se produjeron historias variadas y casi inverosímiles en aquellos alejados y anárquicos parajes, en los que la piratería era la actividad económica predominante. Se sucedieron batallas increíbles en las que los escasos defensores españoles afrontaron, y derrotaron a los feroces piratas japoneses, a las episódicas incursiones de los no menos feroces piratas chinos, a los que se persiguió hasta sus bases en Formosa. Pero sobre todo, y de forma continuada, contra la piratería islámica, endémica desde las incontables bases de las que disponía en los millares de islas de la zona.
Los primeros asentamientos españoles en las islas centrales del archipiélago se convirtieron en un nuevo foco de expansión. Primero hacia los mares que bordean el Asia Oriental, con propuestas tan atrevidas como la de enviar una expedición a la conquista del Imperio Chino, sabiamente rechazada por nuestro rey prudente. Luego también como centro de expansión misionera hacia Japón, China y el sudeste asiático. Los altares de nuestras iglesias están cuajados de santos de nombres olvidados martirizados en aquel empeño.
Pero la complejidad de la geografía filipina, la dispersión de la población y la escasa presencia de fuerzas españolas, hacían muy difícil ejercer un control adecuado de tan extensa región, por lo que la piratería de los «moros» siguió siendo un problema endémico que excedía de los reducidos recursos de los representantes de la Corona. Pese a ello España no cejó de combatir la salvaje piratería musulmana por medios militares, ni de buscar la promoción humana de las poblaciones de la zona mediante la evangelización y la acción de gobierno.
La acción misionera desde Filipinas nunca había cesado en todas direcciones, pero se incrementó sensiblemente tras la independencia de los estados de la América española. Y posteriormente por el renacimiento religioso que se produjo en toda Europa con posterioridad a las revoluciones de 1848. En España esta renovación se tradujo en una intensa actividad apostólica y misional, que tuvo como protagonistas a las órdenes religiosas activas, pues las contemplativas habían quedado prácticamente extinguidas como consecuencia de las inexorables desamortizaciones.
La combatividad misional española se desparramó con intensidad en todas direcciones, tanto hacia las sociedades confucianas, como hacia el mundo islámico y las oceánicas islas de la Micronesia. Pero tuvo especial éxito en las cercanas costas vietnamitas. Hacia 1850 las florecientes misiones en el entonces denominado imperio de la Conchinchina habían logrado más de 300.000 conversos. Existía también un pujante clero indígena formado por las órdenes religiosas. Este crecimiento no había sido del agrado del mandarinato confuciano que controlaba este imperio, donde los conversos eran objeto de una permanente discriminación y de frecuentes malos tratos, al tiempo que la vida de los misioneros siempre estaba pendiente del tenue hilo de la arbitrariedad de los gobernantes.
A partir de 1855 el maltrato se intensificó, convirtiéndose en una brutal persecución. Se martirizó a varios millares de conversos y a un centenar de sacerdotes, bastantes de ellos misioneros llegados de las Filipinas. Murieron allí nada menos que cinco obispos españoles, entre ellos Melchor García Sampedro y Valentín de Berriochoa primeros santos de Asturias y Vizcaya, respectivamente. Finalmente el cruel asesinato de monseñor Díaz Sanjurjo, vicario apostólico del Annam central, ordenada expresamente por el emperador anamita, agotó la paciencia española.
El gobierno del general O'Donnell tuvo ciertos aspectos de campeón del catolicismo, parte por convicción y parte para buscar el apoyo de la influyente opinión católica. En este papel, y de acuerdo con Napoleón III, decidió colaborar en una expedición franco-española destinada inicialmente a imponer a la corte annamita un tratamiento más humano hacia la comunidad cristiana local. La participación española corrió a cargo de la guarnición de Filipinas. Integrada por 1.200 infantes españoles y tagalos, fue dirigida por el coronel Carlos Palanca, un oficial pundonoroso e inteligente, que dio un constante ejemplo de gallardía y capacidad, tanto en la dirección de las tropas españolas como en la coordinación, nada fácil, con sus homólogos franceses.
Las fuerzas españolas tuvieron un destacado papel en el largo conflicto (1858–1862) a pesar de sus exiguas proporciones. Esto se debió tanto a la eficacia de su jefe, bien secundado por sus oficiales, como a la bizarría de las tropas hispano-filipinas. Estas fueron decisivas en el asalto a las fortificaciones que protegían a Saigón, capital del sur de Annam, que fueron tomadas de forma fulgurante, y eficaces durante todas las intervenciones que debieron afrontar durante la campaña.
La actuación más destacada se produjo durante la épica defensa de la pagoda de Clochetons, situada en el interior de Saigón, que constituyó un ejemplo señero de la combatividad de las tropas españolas y debería haber pasado a la historia, como uno de los episodios más increíbles de nuestra historia militar. Durante tres días enteros, una pequeña guarnición de menos de doscientos hombres extenuados, repelió una veintena de asaltos consecutivos por parte de oleadas de annamitas enfurecidos por la ocupación de este templo budista.
Con fortificaciones improvisadas a base de empalizadas y barricadas; sin posibilidad de descanso por la persistencia de los asaltos; sin capacidad de atender a los heridos que se iban produciendo; debiendo recurrir a contrataques cuerpo a cuerpo, en terrible inferioridad numérica; y, finalmente, casi sin municiones, el destacamento español sobrevivió dejando constancia de hasta donde se puede extender la resistencia humana.
Con el habitual quijotismo, un poco ingenuo que caracterizó una gran parte de las iniciativas españolas durante el siglo XIX, España se retiró de Vietnam una vez creyó conseguido su objetivo de protección a las comunidades católicas locales, sin aspirar a más. La Francia de Napoleón III aprovechó la situación para extender su influencia en la zona y finalmente sentó las bases para una colonización total de lo que pronto constituyó la Indochina francesa.
Es imposible resumir en un simple artículo las empresas que afrontaron nuestros antepasados, por ello procede recurrir a los ejemplos. Como podría ser, entre otros muchos, el de Carlos Cuarteroni Fernandez, gaditano, marino y aventurero, que acabó su carrera como prefecto apostólico para Borneo.
Inicialmente marino militar destinado en Filipinas, se dedicó posteriormente a la marina mercante, efectuando numerosos viajes desde Luzón a numerosos puertos de Asia. Con los ahorros conseguidos adquirió una goleta, a la que bautizó con el nombre de Mártires de Tonkin. Solo el nombre constituía todo un programa. Tras dedicarse con su goleta a la pesca de perlas, en 1842 encontró, por, suerte perseverancia o buena información, un buque inglés hundido cerca de la isla de Labuán, principal base británica en Borneo. Resultó que el barco portaba un inmenso tesoro procedente del saqueo franco–inglés de Pekin durante las segunda Guerra del Opio, lo que le hizo inmensamente rico.
Sus navegaciones por los archipiélagos indo-malayos, especialmente en el entorno de la gigantesca e inexplorada isla de Borneo, le pusieron en contacto con el sufrimiento de los cautivos, cristianos o animistas, esclavizados por los piratas musulmanes. El trato bárbaro al que estaban sometidos le conmovió hasta el punto de que decidió profesar en la Orden de los Trinitarios y dedicar su vida y su riqueza a la liberación de estos cautivos.
Esta tarea le llevó hasta los puertos más peligrosos de Asia, al mando de su goleta, para rescatar de la esclavitud a miles de cautivos sin distinción de religión ni origen, aunque eran filipinos en la mayoría de los casos. En 1849 fue ordenado sacerdote en Roma por el papa Pio IX dentro de la congregación de Propaganda Fide, a la que presentó un elaborado proyecto para la creación de nuevas misiones católicos en la zona de Borneo, por lo que fue designado prefecto apostólico, tarea a la que dedicó el resto de su vida y lo que le quedaba de su fortuna.
Convencido de los derechos y obligaciones de España sobre la zona dedicó sus mayores esfuerzos a impulsar a las autoridades españolas de Filipinas para que diesen protección a los filipinos esclavizados, con no demasiado éxito inicial. Sin embargo, finalmente sus esfuerzos contribuyeron a la reacción hispana, que llevó a la ocupación de Palawan y Joló, últimas conquistas españolas en el continente asiático, aunque esa ya es otra historia.
Enfermo, fracasado y arruinado regresó a su ciudad natal, donde falleció al poco tiempo de su regreso. Sus restos, olvidados, reposan en la cripta de la catedral de Cádiz. Sirvan de epitafio sus palabras al rechazar alguna de las condecoraciones que se le propusieron: «Jesucristo mi maestro no llevó más cruz que aquella en que le crucificaron y siendo yo su discípulo debo seguir su ejemplo de pobreza y humildad».