Habermas y la dialéctica de la secularización
El diálogo como fuente exige unos ciudadanos cultos, prudentes, con capacidad crítica ponderada, con proceso educativo que permita ese aprendizaje de opinión y voluntad inclusiva y discursiva.
Habermas y la dialéctica de la secularización.
En algún otro momento he hablado del encuentro entre el filósofo Jürgen Habermas y el cardenal Joseph Ratzinger que dialogaron sobre el tema: «sí el Estado liberal secularizado necesita apoyarse en supuestos normativos prepolíticos, es decir, en supuestos que no son el fruto de una deliberación y decisión democrática, sino que la preceden y hacen posible». En este encuentro que se llevó a cabo en la Academia Católica de Baviera la tarde del 19 de enero de 2004, encontramos los puntos esenciales de la dialéctica de la secularización, que, en este caso, está llevada por un concepto de razón operativa que busca el camino adecuado para el funcionamiento y desarrollo de las sociedades, o sea, de la convivencia de los humanos. En un momento como el actual en que por doquier se pronostica la decadencia de Occidente, hasta el grado de pensar la derrota total de la Civilización alcanzada, tras miles de años de búsqueda y luchas cruentas o dialécticas de profundo contenido filosófico y teológico, es necesario examinara los distintos puntos de vista en pugna que amenazan el ordenamiento liberal democrático.
El significado de esta controversia es que en ella tanto Habermas como Ratzinger han de afrontar la realidad político social, explicando debidamente la estructura funcional de su teoría. Efectivamente, al referirnos exclusivamente, en este trabajo, a Habermas, vemos al filósofo y sociólogo alemán, que forma parte de la segunda generación de la Escuela de Frankfurt, como su planteamiento teórico trata de aplicarlo a la realidad y circunstancias del momento. Habermas formula una teoría que se denomina ética del diálogo o discursiva, dando una importancia decisiva para la convivencia humana a una razón práctica capaz, mediante el diálogo, de encontrar soluciones adecuadas a los problemas que surgen de la convivencia. Frente al positivismo científico o cientificismo positivista, que reduce todo conocimiento al modelo de las ciencias empíricas y al dominio de la técnica, presenta el diálogo como medio de buscar soluciones. El conocimiento, el proceso de investigación en la formación y desarrollo de las sociedades y sus relaciones humanas son consecuencia de intereses vitales que producen problemas que conducen a un intento necesario de resolución. En su obra Conocimiento e Intereses, tal como cita Tomás Lobato en su monumental Historia del Pensamiento, señala: «llamo intereses a las orientaciones básicas que son inherentes a determinadas condiciones fundamentales de la reproducción y la auto-constitución posible de la especie humana, es decir, al trabajo y a la interacción. Estas orientaciones básicas miran, por tanto, no a la satisfacción y necesidades inmediatamente empíricas, sino a la solución de problemas sistemáticos en general».
El modelo de esta dinámica es una acción comunicativa en una «comunidad ideal de hablantes donde se da la comunicación verdadera, al menos como deseo utópico». Entiende que «la validez de las normas sociales solo se fundan en la inter-subjetividad de acuerdo sobre intenciones y solo bien asegurada por el reconocimiento general de obligaciones». Este acuerdo se logra mediante el diálogo, mediante una acción dialógica (del griego «día», a través de y «lógica», discurso o razón), es decir, a través del discurso o a través de la razón, por eso su planteamiento se entiende como una ética discursiva o comunicativa, del consenso comunicativo entre varias personas. No es una ética de valores sino una racionalidad inter-subjetiva, en que prevalece lo concreto con prioridad de lo bueno. Una razón práctica. Como dije anteriormente este encuentro obliga a Habermas a bajar a la arena de la realidad, para explicar la aplicación de su propuesta, ante una situación como la planteada.
Si nos preguntamos si el Estado liberal y secularizado se alimentaba de presupuestos normativos que le vienen determinados, Habermas entiende que «esta pregunta pone en duda la capacidad del Estado constitucional democrático de recurrir a sus propias fuentes para generar sus presupuestos normativos», lo que representa la cuestión de si se puede llegar a alcanzar un poder político «de justificación secularizada, es decir, no religiosa o postmetafísica», por lo que propone «entender el proceso de secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje que exige tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las enseñanzas religiosas a una reflexión sobre sus respectivos límites». El ordenamiento liberal democrático que propone en estas sociedades secularizadas, se basa en la fuente representada por la solidaridad de sus ciudadanos. Su teoría «se sitúa en la tradición de un derecho racional que ha renunciado a las enseñanzas del derecho natural y religioso». Se trata, pues, de sustituir los planteamientos religiosos y metafísicos, anclados en sus posiciones cosmológicas o relativas a la salvación, por un derecho secularizado, racionalmente propuesto. En este planteamiento, Habermas, desde el punto de vista católico, no ve nada que «impida justificar la moral y el derecho autónomamente, es decir, independientemente de las verdades reveladas».
Como punto de partida y referencia está un poder estatal constituido, que se concreta en una Constitución que se otorgan a sí mismo los ciudadanos asociados, lo que representa un orden jurídico que, por este proceso democrático, posee una «justificación autónoma de los principios constitucionales, con la pretensión de ser aceptable racionalmente para todos los ciudadanos». Parece claro, desde este planteamiento, que una sociedad y Estados secularizados exigen el abandono de los planteamientos tradicionales religiosos, especialmente del cristianismo, y sustituirlos por una razón y razonamiento de los ciudadanos que, sin valores previos, se otorgan una Constitución y un orden jurídico democrática y autónomamente. Lo ratifica Habermas cuando afirma: «parto de la base de que la Constitución del Estado liberal tiene la suficiente capacidad para defender su necesidad de legitimación de forma autosuficiente, es decir, recurriendo a existencias cognitivas de un conjunto de argumentos independientes de la tradición religiosa y metafísica». Esto exige una actitud y un comportamiento y participación no solo por un interés propio bien entendido, sino también en interés del bien común; se les exige una disponibilidad para asumir sacrificios por el bien común. Por consiguiente, el «estatus de ciudadano está insertado en una sociedad civil que se alimenta de fuentes espontaneas». Pero aclara, recalcando, entiendo, la espontaneidad y la autonomía que la «motivación de los ciudadanos no puede imponerse por vía legal. En un Estado democrático de derecho una ley que hiciera el derecho al voto una obligación sería, en cualquier caso, un elemento tan extraño como una solidaridad impuesta por la ley».
La solidaridad ciudadana, exige en los ciudadanos un mínimo de virtudes políticas, pues estas son esenciales para la existencia de una democracia y forman parte de «prácticas y modo de pensar en una cultura liberal política». En todo este proceso de solidaridad es necesario un vínculo unificador que mueva a los ciudadanos a participar en el debate público, sobre temas que afectan al conjunto de la sociedad. Este «vínculo unificador […] estará en la comprensión correcta de la Constitución». Como ejemplo histórico, presenta el análisis crítico de la República Federal de Alemania y la creación de una conciencia republicana consciente del logro que supone la Constitución. Mediante esta autocrítica «se crean y renuevan vínculos de “patriotismo constitucional” en el ámbito de la política. El término “patriotismo constitucional” significa que los ciudadanos hacen suyos los principios de la Constitución, no solo en su contenido abstracto, sino sobre todo en su significado concreto dentro del contexto histórico de su respectiva historia nacional. No basta el proceso cognitivo para lograr que los contenidos morales de los derechos fundamentales se transformen en conciencia»; lo que para él representa una conciencia republicana superadora de las ataduras del trasfondo religioso común de antaño.
Esta solidaridad ciudadana, base de la cohesión social, puede romperse. Según Habermas no porque «la naturaleza laica del Estado democrático constitucional presente ningún punto débil interno […] que suponga, en sí mismo, un peligro para la propia estabilidad del sistema desde el aspecto cognitivo o motivacional. Pero con esto no están excluidas las razones externas». Se puede producir lo que llama una modernización descarrilada, que ocasionaría la quiebra del lazo democrático y el tipo de solidaridad en que se apoya. Entre las razones externas señala la dinámica políticamente incontrolable de la economía mundial, la circunstancia de los mercados, que no pueden someterse a un proceso democrático, la pérdida de las funciones de una educación democrática de la opinión y la voluntad o la incapacidad política de la comunidad internacional. Todos estos aspectos externos, no controlados, contribuyen a un desanimo que conduce, cada vez más, a aspectos privados que se orientan al propio beneficio y las preferencias privadas amenazan las comunitarias, aumentando la despolitización ciudadana. En una sociedad mundial fragmentada, con conflictos e injusticias sociales, crece el descontento y puede surgir una crisis, desde el punto de vista de la razón crítica, no por el agotamiento del potencial de la razón inherente a la «modernidad occidental, si no como el resultado lógico de un programa de racionalización espiritual en sí mismo destructivo». Ello le lleva a plantear la cuestión de que ante la ruptura de la cohesión social, producto de una modernidad desgastada, se abre paso la idea de que «solo podía ayudarla a salir del atolladero el que se encuentre una orientación religiosa hacia un punto de referencia trascendental». Hay que afrontar, cree que sin dramatismo, sí una modernidad ambivalente, es decir con ciudadanos creyentes o no creyentes, puede «llegar a tener estabilidad solamente mediante sus fuerzas laicas, es decir, no religiosas, procedentes de una razón comunicativa». Ante esta situación plantea la secularización como un doble y complementario proceso de aprendizaje.
«El pensamiento postmetafísico se caracteriza por su moderación en lo que concierne a lo ético y por la ausencia de cualquier concepción universalmente vinculante acerca de lo que es una vida buena y ejemplar». Es, precisamente, lo contrario de lo que sucede en las escrituras sagradas y las tradiciones religiosas. Sin embargo, en Habermas, no hay un rechazo de estas tradiciones y afirma que si las comunidades religiosas evitan un dogmatismo y un moralismo, en su género de vida, «pueden mantener intacto algo que en otros lugares ya se ha perdido y que tampoco puede recuperarse solo con los conocimientos profesionales de expertos». De los modos y conceptos de la forma espiritual y religiosa, de la mutua compenetración de cristianismo y metafísica griega, han surgido contenidos genuinamente cristianos de mucho peso, que pueden y deben ser apropiados por la filosofía y, por ende, por el pensamiento postmetafísico. Así, valiosos conceptos de «responsabilidad, autonomía y justificación, historia y memoria, reinicio, emancipación y cumplimiento, desprendimiento, interiorización y materialización, individualismo y comunidad». Estos diferentes entramados y afirmaciones cristianas, pueden ser apropiados por el pensamiento postmetafísico, transformando el sentido originalmente religioso. Como ejemplo práctico de esta apropiación que salva el contenido original, sería, según Habermas, «la traducción del hecho de que el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios al concepto de igual y absoluta dignidad de todas las personas. Abre el contenido de los conceptos bíblicos, más allá de los límites de la comunidad religiosa a gentes de otras confesiones y a los no creyentes». Esta experiencia de separación secularizada de significados que estaban enquistados en lo religioso, permite, según Habermas, buscar un sentido realista a la integración social fortaleciendo, frente a los peligros de desintegración social, la solidaridad social, mediante la coordinación en la actuación en campos de «valores, normas y uso del lenguaje dirigido a entenderse». Esta apropiación interesa al Estado constitucional en orden a «cuidar la relación con todas las fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa y la solidaridad de los ciudadanos». Todo ello en pro de la comprensión en el trato entre ciudadanos no creyentes con ciudadanos creyentes, puesto que «en la sociedad postsecular se impone la evidencia de que la modernización de la conciencia pública abarca de forma desfasada tanto a las mentalidades religiosas como mundanas y las cambia reflexivamente».
En este Estado democrático, liberal y secularizado, Habermas se afana, ante la ineludible realidad y, por otra parte, como hemos visto, necesaria de comunidades religiosas, en como deberían relacionarse entre sí los ciudadanos creyentes y no creyentes. Evidentemente, a través de todos sus planteamientos, Habermas, aunque habla de religión y de comunidades religiosas, cuando concreta se refiere al cristianismo y, con frecuencia al catolicismo, que representa el ámbito religioso que ha impregnado el mundo occidental y origen y contenido de los derechos humanos. Así lo reconoce expresamente: «Naturalmente la historia de la teología cristiana en la Edad Media, en especial la escolástica española tardía, pertenece ya a la genealogía de los derechos humanos». Hay un proceso de cambio, doble aprendizaje, por parte de creyentes y no creyentes que exige un proceso de adaptación. En la conciencia religiosa se ha producido, pues «la religión tuvo que renunciar a esta pretensión de monopolio interpretativo y de total estructuración de la vida a medida que la secularización del conocimiento, la neutralización del poder estatal y la generalizada libertad religiosa fueron imponiéndose». La consecuencia es la separación funcional del sistema de ciudadano y el de creyente, de forma que «el papel de miembro de una comunidad religiosa queda así separado del papel de ciudadano». El Estado liberal democrático secularizado necesita la integración política de los ciudadanos, por lo que esta adaptación ha de ser insertada e interiorizada profundamente. La adaptación, por parte de los creyentes, esta tolerancia en sociedades pluralistas, implica que también «se espera la misma capacidad de reconocimiento de los no creyentes en su trato con los creyentes». De la misma forma el Estado, dentro de su hacer normativo basado en la razón práctica, permite a las comunidades religiosas «influir, a través de la opinión política pública, en el conjunto de la sociedad», aunque reconoce que «las consecuencias de esta tolerancia no están repartidas simétricamente entre creyentes y no creyentes», como se manifiesta en la legislación sobre el aborto. En todo caso, los no creyentes, sin sensibilidad hacia lo religioso, tienen la obligación de «determinar autocríticamente la relación entre fe y conocimiento desde la perspectiva de su conocimiento mundano», pero sin que la opinión pública política, las imágenes naturalistas del mundo, tengan preferencia, frente a concepciones de vida cosmovisivas o religiosas con las que compiten.
En este su diagnóstico y propuesta del Estado liberal democrático secularizado, Habermas, termina con el sustancioso párrafo siguiente:
«La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con las generalizaciones políticas de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas. Es más, una cultura liberal política puede incluso esperar de los ciudadanos secularizados que participen en los esfuerzos para traducir aportaciones importantes del lenguaje religioso a un lenguaje más asequible para el público en general».
En definitiva, en contestación al tema planteado, la respuesta del Habermas es terminante: La naturaleza laica del Estado democrático constitucional, basado en el pensamiento postmetafísico, la secularización y la razón práctica, tiene capacidad y autonomía para recurrir a sus propias fuentes, en orden a su legalidad y legitimidad, sin presupuesto normativo de cualquier concepción universalmente vinculante, procedente de escrituras sagradas y traducciones religiosas. Por lo tanto, el Estado liberal secularizado no necesita apoyarse en presupuestos prepolíticos, en supuestos que no son fruto de una deliberación y decisión democrática, sino que la preceden y hacen posible. Está clara la moderación y el equilibrio de su planteamiento, tratando de conseguir una convivencia, incluso entre posiciones contradictorias, armónica y de buena voluntad, pero sus dificultades también parecen claras y terminantes.
El planteamiento y las afirmaciones de Habermas, hasta aquí expuestas, permiten una glosa reflexiva de amplio alcance, que no corresponde a este momento, ni a este trabajo, pero creo conveniente hacer una aclaración final por pequeña que sea. El diálogo como fuente exige unos ciudadanos cultos, prudentes, con capacidad crítica ponderada, con proceso educativo que permita ese aprendizaje de opinión y voluntad inclusiva y discursiva. Pero este proceso de modernización secularizada, como él mismo nos ha dicho, puede descarrilar, si no por razones internas, por razones externas y una de estas es la pérdida de las «funciones de una educación democrática de la opinión y la voluntad». La ignorancia, la muerte del pensamiento y actitud crítica puede dar al traste con el autónomo Estado democrático secularizado. El propio Habermas pone de manifiesto la fragilidad de la democracia. Al respecto, salvo que se imponga radicalmente un pensamiento único y comportamiento determinante, tal como sucede en los países comunistas o neocomunistas totalitarios, también puede ocurrir en las democracias de países avanzados, puesto que si los ciudadanos dejan de ser responsables y crédulos de paraísos inmediatos, entregando el poder en manos equivocadas y sectarias, ponen en peligro la democracia que puede terminar en dura autocracia. De Donal Trump a Pedro Sánchez y los resultados de las recientes elecciones en Cataluña, como ejemplos inmediatos, podríamos contemplar desgraciados casos. Sigo creyendo, desde mi esperanza cristiana, que la maldad, a la postre, no triunfará.