La ley de memoria democrática.
La ley de memoria democrática
Después de meses anunciándola y haciendo referencia a los concienzudos estudios, análisis e informes que iban a fundamentar su ecuanimidad y su solidez, el 21 de octubre ha entrado en vigor la Ley 20/2022, de 19 de octubre, de memoria democrática. No puedo comentar aquí las trece páginas de su prolijo preámbulo ni las cuarenta y una que ocupa el texto legal, pero sí puedo hacer constar, de entrada, que me parece tan merecido como natural el recuerdo de que el Partido Popular se sumó el 20 de noviembre de 2002 a la condena del Régimen de Franco, con una torpeza difícil de justificar.
Mi opinión sobre esta Ley puede resumirse diciendo que, compartiendo muy sinceramente el propósito de que todas las víctimas de la guerra civil encuentren su digno enterramiento, el principio de verdad, invocado en el artículo segundo como uno de los fundamentales de la Ley, podría más bien haberse denominado el principio de las verdades a medias. Las pruebas no son escasas.
El último período democrático anterior a la Constitución de 1978, protagonizado por la segunda República Española y sus avanzadas reformas políticas y sociales –dogmatiza el legislador– fue interrumpido por un golpe de Estado y una cruenta guerra civil que contó con el apoyo de unidades regulares de las Fuerzas Armadas de Italia y Alemania.
Algo después se reconoce también la participación de la Unión Soviética como potencia extranjera, pero es manifiesta la pretensión de convertir la guerra civil en un ataque a la democracia respaldado por nazis y fascistas, mientras los comunistas la defendían. La consideración de la segunda República como un período democrático no pasa de ser una ensoñación. La Ley de memoria democrática no recuerda que en los sesenta y tres meses y cuatro días que duró, España conoció dieciocho gobiernos, veintiún estados de excepción, veintitrés estados de alarma, y dieciocho estados de guerra y no recuerda tampoco la declarada intención de construir una República exclusivamente de izquierdas. Lo proclamó abiertamente Manuel Azaña, cuando era ya ministro de la Guerra, en su discurso del 17 de julio de 1931:
Ante las derechas republicanas, nosotros nos desplegamos en frente de batalla y por todos los medios lícitos en la lucha política estorbaremos su advenimiento al poder.
Tampoco puede aceptarse sin matizaciones la legitimidad del Frente Popular. Ni de origen, ni de ejercicio. En cuanto al origen, nunca se publicó el verdadero resultado de las elecciones de febrero de 1936 y sólo en el año 2017 se demostró terminantemente el fraude [1] y, respecto del ejercicio, valgan por todos dos testimonios nada sospechosos: El nacionalista vasco Manuel de Irujo, que aceptó ser ministro de Justicia en el gobierno de Negrín, de 1937, describía en marzo de 1936 una situación escalofriante, en la que se mascaba el estampido:
En Madrid, Extremadura, Andalucía y Levante se queman iglesias, conventos, fábricas, almacenes, casinos, casas particulares, archivos del Juzgado y del Registro. Se hace salir desnudas a las religiosas y se las somete a un trato que no se da a las mujerzuelas profesionales. Después de deshonrar a las hijas y a las esposas, son paseadas en pica las cabezas de sus maridos y padres por oponerse al «regocijo»… Se asaltan y ocupan fincas por alcaldes, asociaciones o bandas de pistoleros y se asesina a la Guardia Civil.
Nadie, en fin, se atreverá a cuestionar el inapelable testimonio del presidente del Gobierno. El 17 de marzo de 1936, Manuel Azaña escribe a su cuñado:
Antes de contar más cosas, intercalo mi negra desesperación. Hoy nos han quemado Yecla: Siete iglesias, seis casas, todos los centros políticos de derecha y el Registro de la propiedad. A media tarde, incendios en Albacete y Almansa. Ayer, motín y asesinato en Jumilla. El sábado, Logroño; el viernes, Madrid: Tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas… Han apaleado, en la calle del Caballero de Gracia, a un comandante vestido de uniforme, que no hacía nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño acorralaron y encerraron a un general y cuatro oficiales… Lo más oportuno. Creo que van más de doscientos muertos y heridos desde que se formó el gobierno –es decir, desde un mes antes– y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado iglesias y conventos.
La referencia a un único golpe de Estado ignora el que dos años antes habían preparado los socialistas y sus líderes Prieto y Largo Caballero. Su detenida programación está publicada por el propio Partido Socialista [2], excluyéndose así cualquier suspicacia calumniosa. La Ley de memoria democrática ignora el acuerdo explícito del PSOE y de la UGT de organizar un movimiento revolucionario y que Largo Caballero se inspiraba en el modelo bolchevique y anticipó reiteradamente su propósito de ir a la guerra civil. ¿Cómo puede negarse que se intentó un golpe de Estado? ¿Cómo puede negarse que la proclamación del Estat catalá por Companys, a quien condenó a treinta años de reclusión mayor el Tribunal de Garantías Constitucionales, fue un verdadero golpe de Estado? No son opiniones sectarias de los adversarios del socialismo: El Tribunal Supremo, en su sentencia del 16 de febrero de 1935, consignó que...
el propósito de los revolucionarios era el de reemplazar el gobierno republicano establecido por la Constitución por otro gobierno anticonstitucional.
La pretendida defensa de la democracia por las fuerzas soviéticas enviadas a España, no resiste el más superficial análisis. Bastaría reproducir la fotografía de la Puerta de Alcalá con el escudo de la URSS y sus tres arcos centrales ocupados por gigantescas fotografías de Stalin y dos de sus jerarcas, en homenaje al xx aniversario de la revolución soviética, para que nadie tuviera el impudor de sostener que quienes defendían Madrid al grito de ¡no pasarán! estaban defendiendo democracia alguna. Nadie solvente niega que la victoria del Frente Popular hubiera supuesto la instauración en España de un régimen comunista.
El Komintern –escribió Willy Brandt, luchador en el bando republicano– tenía el insensato objetivo de aniquilar a todas las fuerzas que no quisieran unirse a él.
Naturalmente, si los combatientes republicanos no luchaban por la democracia, es una superchería añadida que las Brigadas Internacionales, a cuyos integrantes se otorga la nacionalidad española, vinieron a luchar también por la democracia y contra el fascismo. El desmontaje de esta falsedad tampoco requiere gran esfuerzo, porque está terminantemente claro que vinieron a colaborar en la implantación de la dictadura del proletariado.
Las Brigadas Internacionales –dijo Manfred Stern, el comunista austriaco jefe de la XI Brigada, a quien llamaban general Kleber– son parte integrante del verdadero Ejército Rojo soviético; son su fuerza de asalto. Estas brigadas están a disposición del Komintern y al terminar la guerra española serán utilizadas en la forma que el Komintern juzgue oportuno.
Aunque los redactores tampoco lo recojan, en el Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, adoptado en París el 17 de marzo de 2006 y cuya autoridad invocan, se reconoce precisamente que las Brigadas Internacionales fueron organizadas y dirigidas por el Komintern.
El sectarismo del referido Informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa queda de manifiesto con el solo dato de que reduce la terrorífica revolución de 1934 a una insurrección de los mineros de Asturias que fue aplastada por las tropas al mando de Franco. Es una manipulación inadmisible considerar la revolución de 1934 como una insurrección de los mineros de Asturias, ignorando su repercusión en Cataluña, en Santander, en Madrid, en Ciudad Real, en Alsasua, en La Carolina… Por poner un ejemplo, en Guardo y en Barruelo (Palencia) se produjeron varios asesinatos, entre ellos el del director del Colegio de los Maristas, Plácido Fábrega Juliá, beatificado como mártir en el año 2007. Por lo demás, el nombre de insurrección es muy poco adecuado para una revolución de cuyas atrocidades hay testimonios estremecedores: En Mieres mataron a todos los guardias de asalto que estaban en su cuartel, y según informó el Nuncio Apostólico en Madrid, Federico Tedeschini, al secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Pacelli, en Asturias fueron asesinados treinta y un sacerdotes y religiosos, además de los ocho hermanos de las Escuelas Cristianas de Turón.
Parecía –escribe el Nuncio– que, en vez de seres humanos, hubieran salido de la profundidad de las minas furias infernales. Melquíades Álvarez dejó dicho que en aquella revolución se cometieron crímenes de tal naturaleza y de tal ferocidad que, con solo recordarlos, el sentimiento de la piedad se ahuyenta de las almas más generosas y clementes y el socialista Fernando de los Ríos la definió como la más violenta perturbación social de que tiene noticia la historia del mundo moderno.
No hay, sin embargo, en el proyecto de Ley la menor alusión al punto nº 14 de ese mismo Informe del Consejo de Europa en el que se dice que...
en vísperas de la guerra civil, el país estaba sumido en el caos; las huelgas eran frecuentes, la violencia endémica y la situación en vías de radicalización. Según las fuentes oficiales, durante este período trescientas treinta personas fueron asesinadas y mil quinientas once heridas en enfrentamientos políticos. Se cuenta en la misma época doscientas trece tentativas de asesinato, ciento trece huelgas y la destrucción de ciento sesenta edificios religiosos.
Considerar que estábamos en un período democrático no se compadece con la verdad. Tampoco se compadece con la verdad que la época objeto de análisis y estudio comience el 18 de julio de 1936 y excluya así algo tan trascendental como el asesinato del jefe de la oposición parlamentaria, José Calvo Sotelo, por fuerzas de orden público, tres días antes del alzamiento. Lo oculta también el reiteradamente aludido informe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa que, en su punto 15, admite que Franco, después de haberse negado durante algún tiempo a conspirar contra el gobierno, se aproximó a los rebeldes en el verano de 1936, pero no explica el motivo.
Los autores del proyecto demuestran gran interés en involucrar a la Organización de las Naciones Unidas en los propósitos del Gobierno y de ahí su referencia a la Resolución 39 (1) de la Asamblea General de 12 de junio de 1946. Cualquier lector poco avisado, sobre todo si es joven, aprenderá que en tal Resolución se condena a España y se la excluye de la ONU, por considerar que su Régimen es una dictadura de carácter fascista, impuesta al pueblo español por la fuerza con la ayuda de las potencias del Eje, pero –de nuevo la verdad a medias– no sabrá por qué ese mismo Régimen, el mismo, fue admitido en la ONU por la Resolución 995 (X), de 14 de diciembre de 1955. A los redactores de la Ley de memoria democrática les resulta útil subrayar el primer dato y prescindir absolutamente del segundo.
Por otra parte, la también invocada Resolución 60/147, de 16 de diciembre de 2005 es traída a la cuestión porque conviene a los redactores, pero tiene un carácter absolutamente general y la palabra España no aparece ni en el texto ni en su anexo.
Algo parecido ocurre con el sobrevalorado Informe del activista Pablo De Greiff, que no pasa de ser un relator especial de Naciones Unidas, que visitó España del 21 de enero al 3 de febrero de 2014 y cuyo Informe se distribuyó en la Asamblea General el 22 de julio de ese mismo año, sin que conste que alguna autoridad, individual o colegiada, de la Organización haya adoptado decisión alguna. Resulta pintoresco que siendo absolutamente infrecuente que se citen nombres propios en los preámbulos de las Leyes españolas vaya a ser una excepción ese oscuro funcionario colombiano.
También es una verdad a medias que el exilio que se desea reparar se produjera durante la guerra civil y la dictadura. Ya expliqué en otro artículo que Pedro Salinas, Ortega, Pérez de Ayala, Clara Campoamor, Marañón, García Morente, la familia Carande, Juan Ramón Jiménez y miles de ciudadanos anónimos se habían ido al exilio huyendo del Frente Popular. Algo parecido puede concluirse respecto de la afirmación de que los símbolos públicos deben tener como finalidad el encuentro de los ciudadanos en paz y democracia y nunca una expresión ofensiva o de agravio. ¿Podría el Gobierno precisar a quien ofende o agravia el recuerdo del heroico Moscardó y por qué la estatua de Largo Caballero es símbolo de paz y democracia? No puedo menos de recordar que yo mismo la consideré expresiva del espíritu reconciliador de la transición, espíritu que destruyó Zapatero derribando la de Franco. No hay palabra distinta de la revancha para calificar la retirada de condecoraciones o títulos nobiliarios, rectificando cuarenta y tres años de historia. ¿Puede considerarse ejemplo de lealtad al Rey obligarle a derogar disposiciones libérrimas de su augusto padre? ¿Qué clase de participación en la sublevación o en la represión tuvo la condesa del Castillo de la Mota? ¿Por qué su título supone una exaltación de la guerra o de la dictadura?
Por fin, la obsesión con el Valle de los Caídos: A tenor del artículo 54.3 del proyecto, las criptas adyacentes a la Basílica y los enterramientos existentes en la misma tienen carácter de cementerio civil. ¿Cree el Gobierno que se puede adoptar tal decisión, despreciando el criterio de las familias de miles de católicos sepultados allí, que son sin duda la inmensa mayoría? ¿Sería aceptable que un hipotético y alucinado gobierno de derechas decidiera convertir al catolicismo el cementerio civil de Madrid, donde reposan Pablo Iglesias Pose, Besteiro o Largo Caballero? Va a ser un singular cementerio civil, coronado por la mayor cruz del mundo. ¿O es que la piensan destruir?
Aquí es inevitable recordar la Carta Apostólica Stat Crux, de Pío XII, de 1958 en la que se reconoce que Franco inspiró tan prodigiosas obras a fin de levantar un monumento a la memoria de cuantos, por una causa o por otra, entregaron su vida y sucumbieron en la guerra civil. Es inevitable recordar el Breve Pontificio de Juan XXIII Salutiferae Crucis, de 1960, que eleva a Basílica la primitiva Abadía y el muy expresivo mensaje con que saludó su bendición como tal y en el que ruega por las almas de cuantos fraternalmente unidos duermen en el Santuario su último sueño.
En definitiva, contra lo que dispone el artículo 1.2 del proyecto, que anuncia medidas destinadas a suprimir elementos de división entre la ciudadanía, el proyecto incide precisamente en resucitar tales elementos de división. Si, como proclama en su preámbulo, el consenso de la transición ha sido la base de la época de mayor esplendor y prosperidad que ha conocido nuestro país, ¿qué ventajas tiene revisar aquel consenso intentando desfigurar elementos esenciales de la historia? Si el Gobierno Sánchez piensa que los historiadores presentes y futuros van a dar por definitiva su versión de los acontecimientos, comprobará su error más pronto que tarde, pero mientras tanto habrá vuelto a introducir en nuestra convivencia factores de división y no de concordia.
Ya me he referido al nuevo carácter de cementerio civil de la Basílica del Valle de Cuelgamuros y añado ahora que la Ley dispone también que se procederá a la reubicación de cualquier resto mortal que ocupe un lugar preeminente en el recinto. Es notorio que, trasladado a la capilla del cementerio de El Pardo el féretro de Francisco Franco, el único resto mortal que ocupa en aquel templo un lugar preeminente es el de José Antonio Primo de Rivera. Se da, sin embargo, el caso, de que el impresionante testamento redactado el 18 de noviembre de 1936, al día siguiente de ser condenado a muerte, contiene en su primera cláusula el deseo de ser enterrado conforme al rito de la religión católica, apostólica, romana que profeso, en tierra bendita y bajo el amparo de la Santa Cruz.
La pregunta es inevitable: ¿Cree el Gobierno de España que tiene atribuciones para ignorar de modo tan explícito la voluntad expresa de un difunto? Por lo demás, si es verdad que el legislador tiene voluntad de reconciliación y su propósito es fomentar la cohesión y solidaridad de los ciudadanos y evitar la división entre la ciudadanía, no parece muy coherente la humillación que para muchas familias españolas supone la nueva norma.
No estoy seguro de que la Ley de memoria democrática me permita decirlo, pero un español de mi edad, aun no habiendo sido militante falangista, no puede aceptar en silencio que José Antonio Primo de Rivera sea hoy un elemento de división, un motivo actual para la discordia o un símbolo que constituya para nadie expresión ofensiva o de agravio.
José Antonio, joven aristócrata, guapísimo y seductor (Imperio Argentina), un perfecto caballero (Victoria Kent), enamorado de las bellas artes (Mariano Benlliure), abogado y verdadera gloria del Foro español (Francisco Bergamín), entró en la vida política para defender la memoria de su padre, el dictador calumniado después de muerto. Magnífico jefe (Georges Bernanos), pese a su atención inicial al movimiento de moda en Italia, se negó a ser el líder fascista que muchos deseaban. Como ha explicado Maurice Bardèche, no perdió ocasión alguna de decir que él no era fascista, en el sentido que los italianos y los alemanes entienden esa palabra y, en efecto, en un artículo de abril de 1936, proclama José Antonio que su movimiento jamás se ha llamado fascismo, ni en el más olvidado párrafo del menos importante documento oficial, ni en la más humilde hoja de propaganda.
Si es fascista quien considera que está en posesión de la verdad, es imposible atribuir ese carácter a Primo de Rivera, una de cuyas más altas virtudes era su reacción de generosa cordialidad frente a los que no pensaban como él (Gregorio Marañón Posadillo). Fue la figura española que hizo realidad nacional el pensamiento de Ortega (Pío Baroja).
Escribió en tres años –entre los treinta los treinta y tres de su edad– más de dos mil doscientas páginas de artículos y discursos de singular elocuencia y de un castellano espléndido, fue condenado a muerte en un implacable crimen político (Lerroux), se enfrentó al fusilamiento con templanza perfecta (Julian Zugazagoitia), redactó un testamento impresionante, lección de virilidad (Pedro Cantero Cuadrado), rara muestra de literatura sublime (Blanca de los Ríos), en el que desea que sea la suya la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Le dedicaron sonetos Marquina, Manuel Machado, Pemán y Gerardo Diego. ¿Alguien conoce a un español de treinta y tres años que se le pueda comparar?
Lo curioso y significativo del tema es el respeto que suscitó, no ya de sus seguidores, sino de sus más importantes adversarios. En el Laberinto español escribe Gerald Brenan que hasta sus enemigos, los socialistas, no podían por menos de tenerle cierto afecto y en La guerra civil española repite Hugh Thomas que hasta sus enemigos «marxistas» se veían obligados a reconocer su encanto personal. Es bien conocido que Indalecio Prieto, que se opuso a que el Congreso de los Diputados concediera el suplicatorio para procesarle por supuesta tenencia ilícita de armas, dijo literalmente, en la sesión parlamentaria del 3 de julio de 1934:
El señor Primo de Rivera ha venido a esta Cámara en condiciones verdaderamente excepcionales. Tienen que darse cuenta todos los señores diputados de la pesadumbre que sobre este joven diputado representa la historia de su apellido… Hubiera irrumpido en la vida pública sin llamarse José Antonio Primo de Rivera como un muchacho vigoroso, vehemente, de temperamento belicoso, si se quiere, y su actuación sería infinitamente más desembarazada; le traba la responsabilidad que yo considero una pesadumbre de su apellido… La política del señor Primo de Rivera –sigue diciendo Prieto– no tiene encaje posible en la realidad: Hay una posición plenamente romántica, teñida de amor patrio, de un españolismo, quizá excesivo desde mi punto de vista, que le quiere conducir a soluciones fraternales, amorosas, de una cordialidad que pudiéramos considerar suprahumana y, sin embargo, el señor Primo de Rivera enfoca su principal actividad a la organización de grupos armados propensos a todas las audacias.
En su agradecida respuesta, José Antonio, aparte de negar ser un sentimental, o un romántico, o un hombre combativo, y recordar que España necesitaba una justicia social y un sentido nacional profundos, rechaza de manera terminante haber iniciado la violencia:
Mis primeras actuaciones fueron completamente pacíficas; empecé a editar un periódico y empecé a hablar en unos cuantos mítines y, con la salida del periódico y con la celebración de los mítines, se iniciaron contra nosotros agresiones cada vez más cruentas…
José Antonio aseguran que ni él ni sus compañeros buscaron nunca la violencia y que fue la violencia la que vino a buscarlos a ellos. Prieto, que no replicó a nada de esto, había empezado por reconocer que tal y como se estaban poniendo las cosas, había que extremar los casos de defensa personal y de prevención y que si hicieran un registro en su casa, no encontrarían menos armas que las que consideraban ilícitas en manos de Primo de Rivera. Habría que recordar también que un tercio de siglo después, en carta al entonces ministro británico de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, Indalecio Prieto recuerda que debía la vida a ese joven impetuoso y bien intencionado, porque él y su gente me custodiaron hasta mi domicilio una noche en que algunos, que se decían correligionarios míos, habían acordado «abolirme».
Concluyo reproduciendo palabras de Prieto:
Es necesario un esfuerzo generoso en busca de puntos de concordia que hagan posible la convivencia, tratándonos como hermanos y no peleando como hienas… [3] Conviene a todos leer y releer el Evangelio, a unos para recordarlo y a otros para aprenderlo. Desde luego bastan sus máximas para componer plegarias conmovedoras impetrando la reconciliación de los españoles. Con amor verdadero se logran cosas que parecen más imposibles. Pero no se podrá dar un solo paso en firme antes de que todos confesemos, arrepentidos, nuestras culpas, sin importarnos que éstas nos anulen, porque los hombres –vencedores y vencidos– pasan y España queda. O debe quedar. Y a fin de que quede España, la concordia ha de extinguir los rencorosos afanes de mutua venganza [4].
[1].- Álvarez Tardío y Villa García, 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, Espasa, Barcelona, 2017.
[2].- Largo Caballero, Escritos de la República. Edición, estudio preliminar y notas de Santos Juliá, Editorial Pablo iglesias, Madrid, 1985.
[3].- Convulsiones en España, Oasis, México, 1967, pág. 153.
[4].- Palabras al viento, Oasis, México, 1969, pág. 252.