Libelo por la vida, contra el aborto y la eutanasia.
En nombre de un humanitarismo hueco, de un positivismo exacerbado, nos permitimos como sociedad legislar sobre el fin de la vida. (...) Se ha consagrado y normalizado el uso del aborto como un método anticonceptivo más y su reconocimiento como un derecho inalienable, que es en lo que, tristemente, ha devenido a ser.
Artículo publicado en el núm. 143 de Cuadernos de Encuentro, de invierno de 2020/21. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal).
Libelo por la vida, contra el aborto y la eutanasia.
Una persona interesada en lo que está sucediendo con las cuestiones éticas de defensa de la vida desde su concepción hasta su final puede encontrar una ingente cantidad de escritos, manifiestos, pronunciamientos y declaraciones de personalidades de relevancia social, científicos, médicos, legisladores y otros haciendo proclamas rotundas, sensatas y razonadas en defensa de la cultura de la vida, oponiéndose a desarrollos legislativos y propuestas de los defensores de la eutanasia y del aborto.
Sin embargo, esto no se traduce en la vida real. Cuando uno lee la prensa, ve la televisión, escucha la radio o consulta en internet estos pronunciamientos no tienen cabida como tales, no son reproducidos por los grandes medios de difusión, no forman parte de la agenda de los opinadores, de los hacedores de la conciencia social. Es más, si algo se reseña, la mayoría de las veces es para criticarlos, sino ridiculizarlos. Eso sí, cualquier noticia sensacionalista o sensiblera que refuerce la tesis de los bienpensantes en favor de la «urgente» necesidad de una legislación sobre la eutanasia, o el derecho de las adolescentes al aborto, tendrá grandes titulares y mucho espacio en los medios.
Todo hace creer que esa persona interesada puede sentir, que cuando se preocupa por leer, estudiar estos temas se está convirtiendo en un ser marginal, que vive en un submundo oscurantista y retrógrado, que forma parte de la periferia de la sociedad. No es políticamente correcta, no es una defensora del progreso, no defiende la libertad del individuo... y unas cuantas cosas más. Todo ello en nombre de una presunta superioridad moral que impone que el derecho al aborto y la práctica de la eutanasia forman parte de los derechos de los individuos y que la sociedad tiene que, no solo que reconocerlos, sino que protegerlos y legislarlos.
Todos estos escritos de personas con autoridad moral y científica son, lamentablemente, sistemáticamente ignorados por una gran parte de la población, incluso por los que pudieran estar interesados, y seriamente preocupados por estos supuestos. Es el muro del silencio, se escucha el silencio en la sociedad, es más, puede que ese silencio este colonizando las conciencias, sino es que ya están colonizadas hace tiempo. El terreno está abonado para que la sociedad acepte sin apenas oposición y reflexión que, en el mundo de hoy, la cultura de la muerte tiene que ser aceptada por todos, y es defendida, primordialmente, por los que les horrorizaría oír los chillidos de un cerdo en el matadero.
Hay una distorsión moral evidente, estamos entrando en una distopia, o más bien decir en «roman paladino» una tragicomedia... aterradora. Aterradora no solo por las consecuencias, sino por lo que implica de deterioro de la percepción del ser humano como eje de la creación y de la vida, como bien a proteger y de la que la sociedad civil no tiene ningún derecho a disponer según su conveniencia o distorsión moral. En nombre de un humanitarismo hueco, de un positivismo exacerbado, nos permitimos como sociedad legislar sobre el fin de la vida, perdón, sobre la terminación de la vida de forma no natural, en su fase inicial o final. No tenemos otra cosa que hacer que programar nuestra propia destrucción, legalizar la última expresión de YO por encima de todo y del sacrosanto poder de la sociedad: poder poner fin a la vida a capricho y conveniencia.
Por eso cuando hablamos de la interrupción voluntaria del embarazo, ya no es tiempo de discutir cuando se produce una nueva vida, cual es el momento en que este hecho biológico se produce. No existe duda de que es desde el mismo momento de la concepción, como se ha comprobado y demostrado por activa y por pasiva. Les da igual, ya no se habla de eso; aunque fuera una vida, el egoísmo pude acabar con ella en el ejercicio del derecho de la madre de disponer de su propio cuerpo.
El problema es que ya no estamos en el debate, en el tema del aborto, de aborto si, aborto no, en las causas que lo justificarían, ni siquiera en los plazos en que se pueda aplicar, ni siquiera en su despenalización. Estamos en el reconocimiento de que el aborto es un derecho, no un fracaso, en que se pueda ejercer sin conocimiento y menos con consentimiento paterno desde una edad increíble y de que se penalice y no se reconozca la objeción de conciencia. A eso vamos y eso va a pretender el nuevo desarrollo legislativo propuesto, en nombre del gobierno, por el Ministerio de Igualdad.
El buscar soluciones que apoyen la maternidad, aliviar los dramas humanos que seguro que se producen y llevan a algunas madres a pensar en abortar, a apoyar a las familias para que puedan criar a esos hijos, o darlos en adopción etc. no requieren ningún esfuerzo. La pereza moral, la insidia de nuestros gobernantes, no olvidemos, reflejo de nuestra sociedad, no tiene tiempo para pensar otra soluciones a situaciones no agradables que el de determinar el no nacimiento de ese ser. Se ha consagrado y normalizado el uso del aborto como un método anticonceptivo más y su reconocimiento como un derecho inalienable, que es en lo que, tristemente, ha devenido a ser. Todo esto inserto en lo que ha venido en llamarse salud reproductiva, forma de enmascarar la agenda más o menos oculta de organismos internacionales para la difusión y normalización de esta praxis, a la vez que en un suculento negocio para algunas corporaciones que se enriquecen con estas prácticas.
Las propuestas que se quieren introducir en la modificación de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva y de la Interrupción Voluntaria del Embarazo van encaminadas a: permitir la práctica del aborto a partir de los 16 años sin el conocimiento ni consentimiento de los padres y a reforzar legislativamente la figura de que el aborto es un derecho inalienable, afirmando, en palabras de la ministra que «quiere asegurar que todas las mujeres tienen derecho a decidir sobre su cuerpo». Así como introducir la educación sexual, se habla desde los 6 años, como una pieza clave en estas políticas. De ahí a saltarse los plazos establecidos y permitir la realización de abortos hasta prácticamente el mismo momento del nacimiento, lamentablemente, como ya ocurre en otros países, mediaran unos pocos años, sino meses. Este es el panorama que nos ocupa con el aborto.
Si esto sucede con la disposición al derecho a la vida de los no nacidos, más maniqueo, sensiblero y frío, es el presunto derecho a acabar una vida como causa de la enfermedad y el sufrimiento. Los argumentos, las trampas dialécticas y morales, los chantajes emocionales que esto lleva se convierten en insoportables para muchos, sociedad civil y profesionales, en vez de, de nuevo, pensar, ayudar y todo lo que haga falta, para acompañar con la mayor humanidad, mitigando el dolor y el sufrimiento del final de la vida, del tránsito al más allá.
Hablar de cuidados paliativos, de una real gestión de los últimos momentos de la vida, con humanidad, con delicadeza, con respeto y ayudando a este tránsito desde posturas impecablemente éticas, que se puede, no casa con la pereza de la sociedad, de los legisladores y, lamentablemente de muchos sanitarios, para los que –autoridades y cuerpo social– es más fácil y, ojo, económico, el poner fin a ese proceso de forma activa, sabiendo conscientemente que persiguen un fin: no de facilitar una muerte realmente digna, sino de acabar activamente con una vida.
Tan fina línea, ojo, no seamos simplistas, difícil de discernir a veces, trabajosa, arriesgada, es demasiado para esta sociedad. Y además, que la hagan otros, que se obligue a los que han hecho de la defensa de la vida y el cuidado de la salud, los ejecutores de ese designio social.
El final de la vida no es fácil, no se puede ser reduccionista en los planteamientos. En la lucha contra la eutanasia o el suicidio asistido, hay que ser muy rigurosos, hay que tener una gran sensibilidad, no se puede actuar con maximalismos. Primero porque no existen, nadie sabemos a ciencia cierta en cada caso dónde puede estar el limite preciso. Y luego si actuamos con ese maximalismo estamos poniéndonos al mismo nivel que los defensores de la cultura de la muerte. Esto no significa que no se tenga la certeza moral de donde reside el límite: la línea precisa está en la proactividad, clara y señalada, y en el conocimiento de que una acción, médico-terapéutica o humana, sepamos a ciencia cierta de sus consecuencias, en esta caso, la muerte.
Aun existiendo situaciones particulares muy dolorosas hay que realizar un esfuerzo para ayudar a los pacientes a dotarlas de sentido. No existen variantes benignas de la eutanasia, por tanto no se pueden admitir excepciones. La lástima que pueda provocar esa situación, no justifica quitar intencionalmente la vida de un hombre. Es un homicidio deliberado que presentado como acto altruista y benevolente encubre la necesidad propia de olvidar el sufrimiento y la muerte, y la incapacidad de aceptar la muerte ajena.
Es necesario que la medicina, el médico, acepte la muerte como parte de la condición humana, reconocer la imposibilidad de tratar procesos irreversibles en una enfermedad que deriva en la muerte. No se puede pensar en la vida física como algo que hay que conservar a toda costa, cosa que es imposible, huyendo del encarnizamiento terapéutico y aceptar que la muerte forma parte de la naturaleza y de la existencia humana. Esta imposibilidad de curar y la proximidad de la muerte no implican el final del obrar de los sanitarios. Incurable no es incuidable.
Esta reflexión no solamente tiene que hacerla el personal sanitario, que ya la hace, sino que lo que es más necesario es que lo haga la ciudadanía en su conjunto y sobre todo los poderes públicos, que, sin una reflexión profunda, desde el punto de vista moral, parece que ya han decidido que lo incurable no es cuidable. Tiran por la calle de enmedio y van a la solución fácil: aprobar leyes, de muerte digna y otros trampantojos, les llaman, que consagran este principio, envolviéndolo en frases engañosas que apelan al sentimentalismo y encubren la dejación de funciones de la sociedad en su conjunto ante el críticamente enfermo y sus circunstancias. Lo valiente, lo moral y humano en estos casos, que es la apuesta firme decidida, comprometida y arriesgada por los cuidados paliativos, no parece estar en la mente de nuestro servidores públicos y, lamentablemente, en buena parte de los seres humanos. El rendirse ante la enfermedad, el sufrimiento y la muerte, es un signo de cobardía social. El precipitar activamente la llegada de lo inevitable, sin proporcionar alivio, consuelo, soporte y ayuda tanto física, terapéutica como emocional y espiritual constituye la esencia de la cultura de la muerte, en contraposición a la figura del buen samaritano que se ladea de su camino para socorrer al necesitado que representa la cultura de la vida, al final de esta.
Cuando el hecho de la inmediatez de la muerte o de la enfermedad incurable es conocido se produce con facilidad por parte del enfermo y de la familia el miedo al sufrimiento y a la propia muerte, el desánimo, la desesperanza que induce a la tentación de controlar y gestionar anticipadamente la llegada de la muerte con la petición de la eutanasia y/o del suicidio asistido.
La libertad, en estos momentos, se ve condicionada por el dolor e induce al enfermo y a sus seres queridos a adoptar posturas y hacer peticiones que en, en otras condiciones, no se plantearían. Es de sobra conocido y ampliamente investigado con estudios serios y rigurosos que la aplicación de unos cuidados paliativos eficaces, serios y rigurosos disminuye drásticamente el número de peticiones de eutanasia y de suicidio asistido.
El enfermo en esos momentos tiene que ser escuchado; ante la inevitabilidad de la muerte, tiende, humanamente a sentirse solo, abandonado, angustiado ante la perspectiva del dolor y el sufrimiento, cuando nuestra sociedad todo lo mide en términos «calidad de vida» y llega a sentir que es una carga para el desarrollo vital de otras personas, en concreto su familia y cuidadores. Es aquí donde los cuidadores y el entorno del que sufre, tiene que apoyar al enfermo y ser apoyados ellos mismos para proporcionar conveniente y eficazmente los cuidados que ayuden a que ese tránsito y ese final se produzca de la forma más natural posible, aliviando física y espiritualmente al doliente.
Todo esto requiere un personal altamente cualificado, comprometido y bien formado. Requiere unas instalaciones, una infraestructura, unos equipos modernos y eficaces. Requiere un compromiso por parte del sistema. No es barato, es complicado y es difícil, pero en absoluto es imposible. Y se hace, y se está haciendo, y está dando resultados muy beneficiosos. Hay magníficas unidades de cuidados paliativos en la sanidad pública y privada que trabajan con ahínco y perseverancia en el cuidado de estos enfermos. Faltan algunas, podrían estar mejor dotados en algunos caso, pero esta es la vía. Lo que sucede es que se quiere optar por lo simple, se opta por lo fácil. Se podría decir que por lo cobarde: no enfrentarse a la realidad del dolor físico y psicológico, sino huir de ella cortando por lo sano, de manera activa para acabar con ese proceso, esa transición natural hacia el final.
Y no es todo lo malo lo que las nuevas leyes que se pretenden aprobar introducen en estos aspectos y en estos momentos del final de la vida. Es que pretenden contemplar otras situaciones de unas implicaciones gravísimas que podrían llevar a que una persona que esté pasando por un momento vital y personal complicado, desesperanzado pueda pedir, en función de su pérdida de «calidad de vida», el suicidio asistido para terminar con esa situación que, con un buen apoyo social, un tratamiento y apoyo en ese proceso mental patológico, posiblemente días después podría estar disfrutando de una vida lo más normal y plena posible.
La justicia social y el bien común exigen que ningún ciudadano pueda cooperar o ejecutar la eliminación de otro aun cuando éste preste su consentimiento y hasta lo solicite. Al igual que en otros derechos fundamentales el Estado debe legislar protegiendo a los ciudadanos en su derecho a la vida. Una situación concreta, por muy dramática que sea, y que no representa la situación más frecuente de los enfermos al final de la vida no puede elevarse como norma, máxime si además conlleva consecuencias negativas para el bien común: debilitamiento de la actitud de respeto a la vida de los más débiles y empobrecimiento del quehacer sanitario.
La necesidad de que la petición de intervención por parte de la misma persona, de forma consciente y reiterada, con la supervisión de expertos y el control de comités, que a buen seguro recogería la legislación que se pretende aprobar, no son en absoluto garantía de que el proceso se lleve a buen fin y con dichas garantías.
En los países donde, lamentablemente, ya está aprobada la práctica de la eutanasia bajo la excepcionalidad de aplicarla en casos extremos de sufrimiento insoportable se está produciendo una insensibilización paulatina del personal que interviene en su práctica, terminando por aplicarla en otros casos de enfermos similares pero que no cumplen con esa condición. La evolución de la ley de la eutanasia acaba tarde o temprano en la ilegalidad al banalizarse las condiciones iniciales bajo las cuales se legalizó. En este sentido, la experiencia recogida por estudios independientes y rigurosos nos hablan de una aplicación en muchos casos unilateral y sin garantías de estos procedimientos. Esto está llevando, realmente, a un elevado recelo de los ancianos y de enfermos crónicos y con enfermedades degenerativas, traducido en miedo a una aplicación inadecuada de estas leyes.
En nuestra patria ya existe legislación desde el año 2010 sobre la muerte digna. Han sido las comunidades autónomas las que mayoritariamente han legislado en este sentido. Muchas han incluido textos relativos a testamento vital y pocas sobre cuidados paliativos. Un análisis crítico de estos textos, y su aplicación práctica, nos llevarían a las siguientes conclusiones:
Establecen, en general, un inexistente «derecho a la sedación» sin tener en cuenta las dosificaciones y situaciones clínicas concretas en las que solo se debe aplicar la sedación como tratamiento. No diferencian las retiradas de soporte que pueden ser desproporcionadas, de los soportes vitales básicos como la hidratación y nutrición, considerando que todos ellos pueden ser igualmente rechazados. Y obligan a los profesionales, a través de sanciones, al cumplimiento de estos «nuevos derechos» para «congregar los derechos de autodeterminación decisoria al final de la vida», aunque puedan ser contrarios a la lex artis (buena práctica clínica) y no conformes a la ética profesional. Con estos tres elementos, y en nombre de la muerte digna, se dan cabida a actuaciones de eutanasia encubierta.
Este es el panorama que nos acompaña. El tema es complejo y extenso. No admite solo consideraciones legislativas y sociales. El gran asunto son sus implicaciones éticas y morales. Y para otros hay que añadir las deontológicas. Y para muchos las espirituales y religiosas. Las siete en el caso del autor. Ninguno de esos condicionantes deben tomarse de forma aislada, y, salvo el deontológico, que solo nos compete a una parte de la sociedad, tienen que formar parte del análisis y de la solución del problema. Una sociedad que es capaz de consentir que unos decidan sobre la vida, al principio o al final de esta, sin la participación en condiciones de normalidad de la persona sobre cuya vida se decide, que prescinde de su consideración y no tiene en cuenta la trascendencia de esa vida, está seriamente herida.
Tres mensajes básicos para terminar:
- El buen samaritano (Lucas 10, 30-37); la referencia.
- Incurable no es Incuidable.
- Debemos eliminar el dolor y el sufrimiento no a las persona con dolor y sufrimiento.