Monarquía, república, rey, jefe de Estado
Con motivo de lo sucedido con el rey emérito este verano, pone sobre la mesa la ocasión de abordar con responsabilidad y seriamente el debate intelectual y político sobre el dilema entre monarquía y república.
Monarquía, república, rey, jefe de Estado
En el mes de agosto de este año 2020 se ha producido en España uno de esos episodios a los que se suele aplicar el calificativo de ‘histórico’, a pesar de que todavía sabemos poco sobre su génesis y circunstancias. Un calificativo que, en este caso, puede ser acompañado de algunos otros, tales como esperpéntico, bochornoso, deleznable, y todos los que se podrían añadir para poner de relieve el estado de postración que padece nuestro país. Me refiero a la saga/fuga del rey emérito Juan Carlos I.
Son varias las facetas que presenta este hecho. La primera de ellas, que a pesar de la irritación que nos produce no es precisamente la más importante, corresponde al espectáculo miserable que ha ofrecido la ultraizquierda asentada en el Gobierno, la cual ha visto la posibilidad no solo de cargarse al emérito, sino también a su hijo, el rey reinante, y a la propia institución de la monarquía parlamentaria consagrada en la Constitución.
Serían éstas, sobre todo la última, tres piezas de caza mayor conseguidas de un solo golpe, que sirven a su objetivo de destruir a España como proyecto común. Podrían optar por fortalecer ese proyecto corrigiendo y sancionando, en su caso, las conductas impropias que se puedan haber producido, pero lo suyo no es eso, sino, simple y llanamente, suplantar el orden constitucional vigente. Ya lo sabemos.
La segunda faceta corresponde a la propia figura del emérito, que, aun siéndolo mucho, tampoco es la parte más importante del asunto. Con respecto a aquél, hay que decir que para la práctica totalidad de los españoles, hablar de decepción con este hombre no es suficiente. Más que decepción, tendríamos que hablar de indignación. Todo lo que se va sabiendo sobre algunos hechos protagonizados por él repele aun a los espíritus menos rectos.
El episodio de su saga/fuga ha traído consigo toda una pléyade de informaciones sobre su vida y ‘milagros’, la mayor parte de las cuales eran desconocidas para el pueblo español. Sus llamativos asuntos de faldas, los regalos millonarios a sus ‘amigas’ con fondos dudosos, sus trasiegos de dineros opacos, e incluso conductas poco edificantes para con la reina emérita, pintan un cuadro que recuerda mucho a las descripciones que de la peor tradición palaciega hizo don Ramón María del Valle-Inclán en su serie sobre su tatarabuela Isabel II, titulada genéricamente ‘Farsa y licencia de la Reina Castiza’.
A día de hoy nadie sabe qué curso legal, de intervención de la justicia digo, podrá tener todo esto, si es que llega a tenerlo. Hasta entonces, faltaría más, habremos de atenernos al principio de presunción de inocencia en relación con los actos de Juan Carlos I que pudieran constituir conductas legalmente reprochables. Pero eso es, digo, es con relación al aspecto legal, no desde el ejemplo moral, que debiera ser el principal motor de sus actos para un jefe de Estado. En cuanto a esto, el daño para la sana vida de la Nación ya está hecho, y ese daño se llama reacción censora de la opinión pública.
Algunos, ante los hechos que han salido a la luz, han intentado compensar o nivelar la imagen de Juan Carlos arguyendo un desempeño correcto en otras facetas de sus funciones como jefe del Estado, desde su actuación en el golpe de Tejero en 1981 (¿pero sabemos todo de aquellos hechos?), hasta su labor como portador y representante de la imagen de España ante el mundo, así como su capacidad de captar inversiones y clientes para nuestro país aprovechando sus dotes de empatía (la famosa ‘campechanía’).
Me temo, sin embargo, que ese intento de blanqueo no sirva de nada. Para salvaguardar ese legado positivo y contrabalancearlo con lo que se va sabiendo de sus actos ‘oscuros’, si el rey emérito fuera inteligente –¡y honrado!– de verdad, haría bien en someterse cuanto antes al escrutinio de la opinión pública y contestar a los muchos interrogantes que su conducta ha generado; eso significa ‘desnudarse’ ante la Nación. Es éste un compromiso necesario de cumplir, y, aunque arriesgado, ineludible.
La tercera faceta a considerar –ésta sí la más importante, y con mucha diferencia–, es la constitucional. En relación con ella, no debemos eludir ya, a estas alturas, la pregunta de si es necesaria y buena para el país, o no, una jefatura de Estado en forma de monarquía parlamentaria de base dinástica.
A este respecto, el primer item dialéctico nos concierne a nosotros, herederos y albaceas del pensamiento de José Antonio Primo de Rivera.
Mi opinión es que no deberíamos dejarnos impresionar por las palabras de éste referidas a la monarquía como institución política, a la que declaró gloriosamente fenecida para España tras las elecciones del 14 de abril de 1931. O fenecida, sin más aditamento. Esta palabra ha marcado, todos lo sabemos, un cierto sustrato antimonárquico, vaporoso y nada sometido tradicionalmente a crítica en el mundo ’azul’.
Aun tengo vivos en la memoria aquellos cantos de marchas y campamentos que se remataban con la sonora afirmación de que la Corona de España no es para ningún Borbón (que muchos cambiábamos con alegre espíritu ‘revolucionario’ por aquello otro de …no es para ningún cabrón). ¡Qué tiempos! ¡Éramos jóvenes y ardorosos, y creíamos de verdad que el mañana era nuestro! Pero eso, ahora lo sabemos, eran entelequias.
Ahora vivimos otro tiempo histórico, y no podemos ni debemos perder de vista que la España de 1931 no era, ni por asomo, la España de 2020, aunque algunos se empeñen en devolvernos a aquellas calendas. Ni España, ni Europa, ni el Universo Mundo. Debemos, pues, poner en perspectiva las cosas y juzgar cada época en su propio contexto, teniendo siempre presente el interés de España, que es lo único que interesa.
El segundo item dialéctico a considerar en el dilema entre monarquía y república es el de considerar si debe haber, o si fuera mejor que lo hubiera, una jefatura de Estado, sea ésta monárquica o republicana, como institución política distinta y separada de la jefatura de Gobierno. Ésta es otra dimensión del asunto. Entre quienes abogan por una solución republicana a nuestro sistema político, algunos propugnan unificar en una sola persona ambas instancias, señaladamente entre quienes están contra la idea de España como proyecto común.
Hay otros también que, entendiendo la república como una opción patriótica –como el fallecido Antonio García-Trevijano–, abogan por la reunión unipersonal de ambos títulos, siguiendo en ello el prototipo constitucional de los Estados Unidos. Personalmente, disiento absolutamente de esta posición. Estado y Gobierno son dos entes completamente diferentes en esencia y cometido. El Estado es permanente por naturaleza porque representa a la Nación, que es el sujeto permanente de nuestra Historia: el Estado es la corporeización de la Nación; de toda y una Nación. No así el Gobierno o los gobiernos, que son transitorios y parciales, por su origen e instrumentación partidista.
El Estado permanece, los gobiernos cambian: equipararlos unificando sus respectivas jefaturas en una sola persona es confundir gravemente las cosas. Al representar a la totalidad de la Nación, el jefe del Estado no puede ser a la vez el jefe de un Gobierno, de cualquier Gobierno, por cuanto cualquiera de los que se van formando en un sistema de concurrencia de partidos políticos, representan solamente a una parte (partido = parte) de la Nación aunque su acción de gobernanza recaiga sobre la totalidad de aquella; en definitiva, es inconcebible (y abominable) que un jefe de una parte del cuerpo nacional asuma la representación de toto ese cuerpo. Allá los Estados Unidos, o quien sea, con su sistema unipersonal (que, por otro lado, presenta cada vez más vías de agua; véase como chirrían las costuras de su traje constitucional en la actual presidencia de Donald Trump).
No debemos caer, pues, en esa trampa, tan anhelada por jefes facciosos de ciertas formaciones políticas en la España actual que no hace ni falta nombrar porque todos sabemos de quiénes se trata.
El tercer item dialéctico a dilucidar reside en el sofisma que pretenden hacer creer a la opinión pública de que la dudosa conducta de un rey (en nuestro caso, del rey emérito) tiene causa y se residencia no en su responsabilidad como individuo, sino, precisamente, como rey. El sofisma es tan grosero que hasta haría reír si no fuera por las pretensiones nefastas que esconde: si es rey –vienen a decir–, es porque es malo, y, si es malo, es porque es rey. Maldad y realeza vienen a ser, así, la misma cosa.
En el caso español, además, el guiso se adereza con otras especias: no sólo la monarquía es antidemocrática por naturaleza, sino que tiene, además, un origen nefando: Franco. ¡Vade retro, Satanás!… ¡Pero es todo tan burdo!... ¿O es que en un sistema republicano acaso no podrían darse conductas anómalas en quien en algún momento ostentara la jefatura del Estado? ¿Y si acaso viniera a nosotros una república, ¿habría de abolirse ésta si el presidente o jefe de Estado de la misma resultare ser un bribón?
¡Cuánta necedad se practica en tu nombre, Democracia!, diríamos rememorando el ¡Oh, Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!, de Madame Roland. Pero a los enemigos de España les interesa mixtificarlo todo, y ofrecen un trágala tras otro a nuestro pueblo.
Sentado, pues, el principio de la necesidad y la conveniencia de mantener una jefatura del Estado independiente y diferenciada de la jefatura del Gobierno, se habrá de examinar, como cuarto item dialéctico, si el jefe del Estado es mejor que provenga de un principio monárquico predeterminado (dinastía) o de un principio republicano (elección vez a vez). No tengo ningún reparo en declarar paladinamente mi opción por una monarquía dinástica, y ello desde una perspectiva absolutamente utilitarista.
A mi modo de ver, el principio monárquico (o dinástico) tiene una (real, y nunca mejor dicho) ventaja sobre el republicano, cual es la de la evitación de confrontaciones electorales por mor de la sucesión en la jefatura del Estado; su principio regulador se expresa muy bien en el viejo y sabio apotegma de a rey muerto, rey puesto, y no hay nada más que decir. Además, en el sistema de jefatura hereditaria del Estado, al evitarse las luchas partidistas y producirse la sucesión automáticamente, se plasma mejor el principio de continuidad, unicidad y permanencia de la Nación.
Por su parte, el principio republicano tiene una (presunta) ventaja sobre el monárquico dinástico, cual es su (presunto de nuevo) carácter ‘democrático’, según el cual se supone que cualquier ciudadano, fuera cual fuere su condición personal, podría ocupar la jefatura del Estado. Pero ¿responde esto a la verdad de las cosas? No; en absoluto. Porque, en la práctica, todos sabemos que tal posibilidad es un cuento chino (además de una aberración política y un hervidero de calamidades). La Historia, magistra vitae, está repleta de ejemplos que nos enseñan que la colación de las jefaturas de los Estados por elección vez a vez sólo engendran contiendas. Entonces, ante la disyuntiva que plantean estas dos opciones, monarquía o república, ¿qué hacer, pues? ¿Por cuál decantarse? ¿Podría ser propuesta una tercera vía? Yo creo que sí.
En los trabajos, aun no concluidos, que se están llevando a cabo en el Foro 2018-2019 de la Hermandad del Frente de Juventudes Doncel - Barcelona –que versa sobre la organización del Estado–, ya se apunta a esa tercera vía, que creo que resuelve el dilema. Y ello, debe recalcarse, desde la perspectiva de tratar de evitar a toda costa, desde un planteamiento estrictamente jurídico, que los partidos políticos ideológicos, que tal como están diseñadas sus funciones en nuestra Constitución son una lacra y un lastre para la sociedad, metan también sus narices y sus garras en la cooptación de la máxima magistratura de la Nación y del Estado.
La propuesta que se perfila en el Foro se plantea de la siguiente forma:
- Si, de todos modos, la Nación llegase a optar en algún momento de su historia por la eliminación de la monarquía dinástica, sería un error no cambiar las reglas de juego para la colación de la persona que ha de ocupar la jefatura del Estado, permitiendo con ello que el entramado siga en manos de los partidos políticos, que lo usarán sin duda a beneficio propio, porque ello está en su naturaleza.
- Principio fundamental es que la jefatura del Estado sólo podría ser ocupada por personalidades eximias de la Nación; es decir, personas de la máxima altura moral e intelectual personal, y con capacidad probada en los menesteres y diferentes campos en que se haya desenvuelto su vida profesional, laboral, científica, cultural, etc.
- Una ley orgánica relativa a la institución preverá la formación del organismo en que tales personalidades habrán de integrarse como miembros natos del mismo, preservando siempre, naturalmente, la aquiescencia voluntaria de las mismas a formar parte de dicho organismo; la figura del Consejo de Estado puede ser válida a tal fin.
- La colación de la jefatura del Estado deberá ser preservada de toda contaminación de lucha partidista. A estos efectos, las personas que formen parte de ese organismo no podrán haber formado parte de un partido político en el plazo mínimo de los diez últimos años anteriores a su acceso al mismo, ni haber mantenido relaciones con uno cualquiera de ellos de carácter laboral o profesional, debiéndose someter, a estos efectos, al correspondiente escrutinio. Puestas de manifiesto esas relaciones, ello será motivo para causar baja en el mencionado organismo, o para su destitución del mismo en caso de que ya hubiera accedido a la Jefatura del Estado.
- La persona que ocupe la jefatura del Estado no gozará en forma alguna del privilegio de inviolabilidad, siendo responsable de sus actos, de cualquier carácter o naturaleza que estos sean, ante la Sala que corresponda del Tribunal Supremo (esta regla debería aplicarse ya, por supuesto, en el actual sistema monárquico).
- Producida la vacante en la jefatura del Estado, los integrantes del organismo propondrán para ocupar dicha jefatura, a su propia conciencia y libre albedrío, en reunión secreta, y sin estar sometidos en modo alguno a otras instancias, a aquella persona de entre ellas que tengan por conveniente.
- El nombramiento del jefe del Estado habrá de ser ratificado por la Nación en consulta plebiscitaria.
Creo que estas bases de actuación, debidamente desarrolladas en la correspondiente Ley Orgánica, serán suficientes para regenerar la institución de la jefatura del Estado. A nosotros, como grupo de opinión, sólo nos queda impulsar esta propuesta entre la ciudadanía, con todos los medios de que dispongamos, si así se acuerda una vez profundamente debatida.