Que trata de España.
Se trata de un conjunto de textos que pretende sintetizar nuestras ideas sobre el tema de España, siguiendo un criterio didáctico y un enfoque actual.
Cuaderno editado por Veteranos OJE - Cataluña, en septiembre de 2017. Ver portada de Trocha en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir actualizaciones de Trocha.
Que trata de España
Siguiendo con nuestra tarea difusora los veteranos de la OJE de Cataluña hemos editado este nuevo cuaderno, que hace el número nueve de su colección y es obra de Manuel Parra Celaya, doctor en Filosofía y Letras (pedagogía) y activo escritor y conferenciante que, en esta ocasión, nos ofrece un compendio de breves anotaciones nacidas –como dice él– del dolor de España.
El presente trabajo, que abarca 12 páginas, pasa revista a los conceptos fundamentales que pueden aclarar la interesada confusión que hoy estamos viviendo entre nacionalismo y patriotismo.
Se adentra en el estudio de los elementos que, estima, pueden constituir un verdadero proyecto nacional, superador de las divisiones humanas y territoriales, que tanto daño están causando hoy en nuestra Patria, y termina con una verdadera propuesta de futuro con la vista puesta en la Hispanidad.
Este estudio cobra más interés en estos días y pretende ser aclaratorio sobre nuestra postura.
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Introducción
Tomo prestado –que no plagiado– este título del gran poeta Blas de Otero, acaso ajeno en perspectivas pero no en inquietudes, para recoger, a modo de folleto, una colección de artículos numerados que, por diversos azares, nunca vieron la luz.
Se trata de breves anotaciones, casi telegráficas alguna de ellas, nacidas del dolor de España, esa fuerza que impulsó a tantos pensadores y poetas y que representa un verdadero patriotismo, frente, tanto a la negación del mismo –tan de moda en nuestros días- como al patrioterismo anclado en el pasado o en el folclore.
Se advertirán en ellas las huellas inequívocas de tantos como nos precedieron en ese dolor, pero, en todo caso, están escritas desde el presente y para el futuro. Sus destinatarios deben ser, por ello y principalmente, aquellos a quienes, en sus aulas o espacios de ocio, no se ha concedido la oportunidad de pensar en esta realidad histórica llamada España. Porque tengo para mí que, para ser sentida, España tiene antes que ser pensada, ya que el verdadero patriotismo –españolidad y no españolismo– nace, ante todo, de lo intelectual y no de lo sensible: si es verdad que el corazón tiene razones que la razón no entiende, también la razón tiene alcances que acaso no puede percibir el corazón.
Manuel Parra Celaya
Índice.
- ¿Un debate rehusado?
- Nacionalismo y patriotismo
- Actualización del proyecto nacional
- La espiral de la Historia
- Psicoanálisis del nacionalismo
- ¿Monopolios del patriotismo?
- Patriotismo social
- Más nuestra hija que nuestra madre…
- Hispanidad
I. ¿Un debate rehusado?
Parece que hoy en día nadie en la esfera política debate ya el concepto de nación. Ello puede obedecer a dos causas: primera, que los problemas prácticos y urgentes han obligado a posponer el debate teórico o, segunda, que se renuncia d antemano a dicho debate.
En el primer caso, podemos admitir, por una parte, que la realidad en que se vive justifique esta dilación y, por otra, que quizás no sean los políticos actuales las personas más preparadas para trabajar en este campo, pero, en el segundo caso, la consecuencia de que se estén concediendo a priori las tesis de los nacionalistas que se niegan a aceptar la evidencia de España o se obstinan en no ser españoles.
Años atrás, en un asomo de debate de este tema en el Senado, el señor Rodríguez Zapatero, a la sazón Presidente del Gobierno, no anduvo muy desencaminado al espetar a su auditorio que el concepto de nación era complejo; yo prefiero decir que es polisémico, según las interpretaciones. Lo cierto es que, como expresión, su aplicación en lo político es relativamente reciente y no va más allá de finales del XVIII, pero no así la realidad que se quiere expresar con ella.
De entre las variadas definiciones de nación, me refiero aquí a las dos que están, al parecer, en litigio en nuestro momento: entenderla como realidad dada por la naturaleza o como proyecto que, en un momento dado de la historia, se configuró como una realidad fundacional y que precisa ser actualizado en cada circunstancia. Trataré de explicarme.
Si acepto la primera interpretación –una realidad dada por la naturaleza– cualquier grupo humano dotado de características naturales diferenciadas (raza, lengua, geografía…) sería una nación. Esta es la tesis de los nacionalistas, y el abanico comprende, entre otras, desde la Gran Alemania del nacional-racismo a las delirantes teorías de Sabino Arana o del primer Valentí Almirall y sus actuales y respectivos herederos.
Si me atengo a la segunda interpretación –un proyecto que se configuró esencialmente en un momento histórico– me encuentro con la realidad de España a lo largo de los siglos, y aquí no cabe un presunto nacionalismo español, pues si algo nos caracterizó en los mejores momentos fue una vocación de universalidad, que llegó incluso al olvido de sí misma en su tarea ecuménica. Por eso me gusta hablar de un personalismo aplicado a los pueblos, en confrontación con el egoísmo colectivo, que es la mejor definición de nacionalismo.
Por ello, la españolidad (que no el españolismo), si quiere ser fiel a su propia esencia, no puede caracterizarse jamás ni por el racismo ni por el nacionalismo, ya que ambos serían una negación de la raíz de España.
Ahora bien, no basta con que ese proyecto fundacional tuviera lugar en un momento determinado; debe ser actualizado –insisto– en cada circunstancia histórica. Y hacerlo corresponde a quienes tengan cualidad de estadistas, más que de simples administradores o gestores coyunturales de la cosa pública.
Cuando falta esta concreción del proyecto en un determinado momento –por ejemplo, ahora mismo–, brotan los nacionalismos separadores: son a modo de un sálvese quien pueda, pues los lazos más primarios prevalecen entonces sobre los más decisivos, bellos y, por tanto, difíciles, que han servido para unir y configurar a las verdaderas naciones de la historia, como esta España de nuestros pecados.
II. Nacionalismo y patriotismo
En mi artículo anterior, señalaba el carácter polisémico del término nación y, tras simplificar las diversas interpretaciones, me decantaba por la clásica, es decir, como proyecto histórico, frente a la romántica o naturalista, esto es, como algo derivado de lo nativo, de lo dado por la naturaleza.
Con todo, la palabra nación, por su etimología, siempre parece traernos a la memoria el verbo nacer; por ello, nuestro Eugenio d´Ors, en su Política de Misión del Nuevo Glosario, sitúa como principios iniciales lo siguiente: En la Naturaleza hay pecado. En la Nación –es decir, la versión política de la naturaleza– hay pecado. El espíritu debe redimir la naturaleza, La Cultura debe redimir la Nación. El órgano de la Cultura para redimir la Nación se llama Estado.
Con ello, nos situamos en el ámbito de la moderna Nación-Estado, entendiendo este como instrumento jurídico-político que hace superar lo estrictamente natural o nativo.
Con la palabra patria puede ocurrir otro tanto. Desde su sentido etimológico de tierra de los padres, podemos observar su evolución clásica para significar la concreción de un proyecto nacional. Hay patria, por lo tanto, en el momento en que existe ese proyecto; la ausencia del mismo equivale a una reducción, una vez más, a los vínculos afectivos que unen a lo nativo, Esta puede ser una de las raíces del problema de la España moderna, que no atina a concretar ese proyecto de vida en común, por lo que cada parte se siente insolidaria del resto.
Siguiendo con esta interpretación, la patria vendría a ser la proyección de una nación entre el conjunto de las naciones. Y, de nuevo, el Estado es el instrumento al servicio de ese proyecto. Si el Estado –sus cabezas– no aciertan en ese servicio, pueden originar la dispersión del cuerpo nacional.
Si ponemos hincapié en la palabra nación, tenemos siempre el regusto de estar mirando de fronteras hacia dentro; por el contrario, poner el acento en el término patria nos lleva a mirar de fronteras hacia afuera. ¿Por qué?
Una comparación puede sernos útil para entenderlo: cada ser humano, considerado en sí mismo, es un individuo, pero, gracias al Derecho, adopta la condición de persona. Del mismo modo, la nación adquiere la categoría de patria gracias a la Historia, a su vocación histórica. Al mirarse mucho a sí mismo lo llamamos individualismo, que está rayano al egoísmo; abrirse a los demás, entender al hombre como ser-en-relación-con-los-demás-seres humanos es personalismo.
Todo nacionalismo no es más que la primera de estas actitudes aplicada a lo colectivo: es un individualismo de los pueblos, una forma de egoísmo. El patriotismo, por el contrario, equivaldría a la actitud personalista, abierta al universo: es un personalismo social e histórico.
Para definirse nacionalista, simplemente hay que dejar fluir los instintos elementales, sentir afección por la tierra nativa, miedo y rechazo por lo ajeno, afán de conservación y de supervivencia… Para definirse patriota, hay que arar los campos sin lindes, ver las fronteras como una tentación, en vez de como un límite o una protección, al decir también de Eugenio d´Ors.
España nunca se justificó en la historia por adoptar ninguna actitud nacionalista; al contrario, se volcó y obtuvo su sello y su grandeza al negarse a sí misma, al acometer empresas exteriores: imperio europeo, defensa de la Catolicidad, América… Por eso decíamos que no tiene explicación lógica un nacionalismo español como oposición a los nacionalismos interiores identitarios. Conceptualmente, es un error; estratégicamente, es una tontería, porque también sabemos que, cuando entran en colisión dos sentimientos, siempre prevalece el más primario.
Por todo ello, mucho antes de que los términos nación y patria adquirieran sentido político, nuestros clásicos ya se referían a España con esta idea de proyecto, proyección, aventura universal; acaso la expresión servicio del Rey, contenida en las impagables novelas de Alatriste, indica mejor ese sentido de la misión española en el mundo. Lástima que –seguimos con Alatriste y su siglo, claro– el rey no fuera acaso digno de ese servicio esforzado… Pero ese ya es otro tema.
III. Actualización del proyecto nacional
Las naciones no surgieron por acuerdos plebiscitarios o por pactos voluntaristas, sino por decisión de minorías –a veces, en torno a una dinastía, otras, por representantes casi visionarios, otras, por acción de un líder– que configuraron un proyecto de convivencia que resultó atractivo para una amplio sector social.
Esta es la tesis de José Ortega y Gasset y sus discípulos, que puede incluirse en lo que hemos denominado teoría clásica de la nación. Y, como dice el propio Ortega, en estas integraciones históricas en torno a un proyecto, la fuerza, si la hubo, tuvo valor adjetivo, pero lo que dotó de sustantividad al ente histórico constituido fue precisamente lo atractivo del proyecto, es decir, su configuración como patria.
La gestación de una nación tiene, pues, carácter aglutinador. Ello no es óbice para que puedan darse tendencias disgregadoras, más o menos esporádicas; estas son el contrapeso, cuasi físico, la reacción a la fuerza de acción de todo proceso humano. Es importante destacarlo, pues hoy parece que los términos se han invertido y lo progresista sea la insolidario y lo reaccionario lo integrador… ¡Paradojas que tiene nuestro particular pensamiento único!
La constante histórica de integración en círculos cada vez más amplios lo será hasta el final de los tiempos, y Europa se constituirá como, llamémosle, nación de esta forma o no será. Por muchas instituciones y estructuras con que se dote la Unión Europea, será preciso un proyecto atractivo para que deje de ser una agrupación de Estados más o menos mancomunados en lo económico, siempre en discusión y con creciente euroescepticismo dentro de sus fronteras. Entonces –quizás nuestros nietos lo vean– alguien tendrá la suficiente clarividencia para avalar ese proyecto europeo como progresista y afeará las tendencias antiunitarias como reaccionarias…
Pero hablemos del hoy… Las naciones –así, España en su realidad histórica como Europa es el porvenir vislumbrado– han nacido como auténticas fundaciones, normalmente con carácter irrevocable, en función de unos fines, a pesar de los vaivenes y tentaciones fraccionarias; en ocasiones, ha costado una guerra el mantener la unidad, como en el caso de los EEUU.
Y, como todas las fundaciones, su proyecto tiene que especificarse en forma de objetivos temporales; dicho de otro modo: tiene que ser objeto de revisión, reestructuración y actualización; se mantiene la idea fundacional, básica, pero varían los objetivos en función de las circunstancias.
Por lo tanto, las naciones no pueden anclarse en su historia, en un pueril repetirse sin más; la verdadera tradición no es imitación, sino creación, o, dicho en términos griegos, poética.
Ya que hemos hablado de los griegos, acudamos a Aristóteles: el proyecto nacional debe permanecer como potencia, pero debe transformarse en acto (esto es, actualización) en cada época histórica. Este pudo ser uno de los grandes errores de España en el pasado: no atinar entre la suficiente dosis de fidelidad al proyecto fundacional y la necesaria actualización en cada momento. En palabras de Laín Entralgo, el drama de nuestro siglo XIX fue la división entre quienes se sentían tan españoles que se olvidaban de ser modernos y quienes querían ser tan modernos que se olvidaban de ser españoles.
La actualización del proyecto sugestivo de vida en común requiere, por una parte, fidelidad a las líneas maestras de su origen; España se ha configurado de una manera determinada a lo largo de los siglos, del mismo modo que lo han hecho a la suya otras naciones. Pero, por otra parte, se requiere adaptar ese proyecto al tiempo. Es suicida romper la cadena, como es estúpido no diseñar nuevos eslabones.
Como todo proyecto fundacional que requiere actualización, el nuestro, el español, precisa de una acción enérgica y responsable de una minoría; el proyecto europeo precisará, asimismo, de la acción de otra minoría. Si estas minorías –la española ahora y la europea mañana– abdican de su obligación o no son capaces de tomarle el pulso a la propia esencia nacional y, al mismo tiempo, a la época en que viven, no se puede esperar que los pueblos, por sí mismos, las sustituyan. De ser así, podría ser a la desesperada, en acción irreflexiva de consecuencias inútiles o imprevisibles.
IV. La espiral de la Historia
Cataluña, España, Europa. Tres realidades históricas, sólidamente engarzadas en una espiral abierta al universo, nunca recogida sobre sí misma; porque, cuando una comunidad histórica ha sufrido el espejismo nacionalista, ha intentado cerrar la espiral y transformarla en circunferencia, al mismo tiempo la espiral se ha disparado, como un muelle contenido, y ha deshecho ilusiones.
Cataluña nunca fue un reino como tal, sino denominador común de marcas hispánicas; su personalidad alcanzó el pleno desarrollo dentro de la Corona de Aragón, pero tampoco era ese su definitivo asiento. Aragón, como Castilla, como Portugal (error de la historia para Salvador de Madariaga)…, eran los pedazos disgregados y combatientes de la Monarquía Visigótica, herencia a su vez de una provincia del Imperio Romano llamada Hispania.
La invasión sarracena dividió lo que estaba unido, pareció que yugulaba la espiral, pero no pudo acabar ni con la nostalgia del reino perdido ni con el proyecto de volverlo a reunir; esta reunificación se convirtió en acto en el siglo XV.
De nuevo, España fue la concreción unitaria (que no es lo mismo que uniforme) de un proyecto, pero su vocación no era configurarse como algo cerrado en sí mismo, sino ser Monarchia Cathólica, a modo de nuevo imperio romano. Tanto se sobrepasó en este intento que consiguió desdoblarse acá y allá del Océano; como diría la Constitución de Cádiz siglos más tarde y tras varios avatares y cambios de rumbo, la nación estaba formada por los españoles de los dos hemisferios.
España siempre tuvo vocación europea y, por ella, vocación americana, asiática y africana, es decir, universal. La herencia romana, la visigoda y, sobre todo, la Catolicidad, le impedían ver las fronteras como un obstáculo.
En nuestros días, estamos asistiendo a una nueva vuelta de la espiral: se trata de rehacer Europa, de re-construirla, y de ello han tomado conciencia todas las realidades históricas de las Naciones-Estado, que han sido sobrepasadas en el tiempo por la marcha de la espiral. El proyecto de Europa no es algo nuevo para los españoles: forma parte de su origen y personalidad. Claro que es importante atinar con las líneas maestras de la construcción, y esto ha sido escamoteado por vocaciones sectarias…
Por lo tanto, Europa está en potencia, no en acto, a la espera de su concreción. A ello nos aprestamos muchos europeos, intentando superar, por elevación, las maniobras de las sectas y los escepticismos.
Pero, además, España pasa por un momento particularmente difícil; se ve sacudida por quienes pretenden que la dirección de la espiral sea retroactiva, reaccionaria, en lugar de proseguir su línea de integración del género humano; se trata, otra vez, de convertirla en circunferencia, cerrada, forzando una involución histórica hacia un momento anterior –e ilusorio– de su concreción unitaria.
Es decir, si Europa, para construirse, debe superar las tentaciones escépticas de los Estados-Nación que pueden formarla, España, a su vez, tiene que vencer los embates nacionalistas interiores, que minan su Estado-Nación.
Por supuesto que la espiral de la historia es imparable; pero puede ser retardada por quienes se obcecan en no seguir su marcha.
Así, en nuestro caso, si Europa encuentra obstáculos en su creación, España también los tiene en su concreción, y gasta gran parte de sus energías, no en proyectarse hacia el mañana, sino en debatir sobre su ayer.
Todo nacionalismo es un freno, al igual que lo es toda actitud egoísta personal a la hora de convivir y de trabajar en equipo. Cuando, además, este nacionalismo actúa sobre un cuerpo nacional verdadero, es un suicidio; al igual que cuando el egoísmo de las personas se vuelca sobre su propia familia.
Cataluña fue, como conjunto de marcas; lo fue como parte de la Corona de Aragón; lo es, como Comunidad española. España fue una provincia romana; como reino visigodo; como Nación-Estado en la edad moderna; será, como parte de Europa. Y Europa se concretará, se actualizará, superando todos los nacionalismos –grandes o pequeños– que pretendan dificultarla.
V. Psicoanálisis del nacionalismo
Podríamos limitarnos a identificar, en la línea del título, al nacionalismo –a todo nacionalismo– como un sueño morboso. En efecto, son imágenes oníricas casi todas las que podemos relacionar con este ámbito ideológico: mitos que ocupan el lugar de realidades históricas; idiomas o rasgos étnicos elevados a la categoría de dogma nacional identitario; sentimientos, posturas o imágenes clonadas, férreamente homogéneas; manía persecutoria de un enemigo permanente que nos persigue sin conseguir alcanzarnos ni que permita nuestro avance; caídas en el vacío sin final o elevación hacia las nubes; obsesiones…
Pero no se trata de trazar una caricatura, sino de usar del psicoanálisis para analizar el fondo de los nacionalismos, aunque corramos el riesgo de convertir esbozos en conclusiones definitivas; con todas las prevenciones, vamos a intentarlo.
Como ya se ha dicho en otro artículo, el nacionalismo considera que una nación une su etimología de nacer con la acepción política moderna de ese término; para esta teoría, la nación viene determinada por aquellas características físicas, naturales, que dan cohesión de origen, de permanencia y de futuro a quienes participan de ellas: se es de determinada nación si se habla determinado idioma, si se ha nacido (o identificado, por lo menos) en un territorio, si se tienen determinados rasgos faciales, si se han atesorado unas determinadas costumbres… Estas características naturales marcan la diferencia entre ciudadano y extranjero, entre nosotros y ellos.
Tracemos ahora un paralelismo con lo que ocurre con los niños de sexo masculino.
Naturaleza, nativo… madre. Esa afección extrema a lo nativo representa el retorno al seno materno, a la seguridad absoluta. Es una fijación, que equivale a una regresión en el proceso de maduración los hombres y de los pueblos.
El nacionalismo parte de un miedo inconsciente a la inseguridad del avance hacia lo extraño, lo desconocido, hacia el progreso, hacia lo que se considera como aventurado, hacia lo que representa una dificultad. Es la misma sensación inconsciente que experimenta ese niño cuando debe ir superando todas las etapas que le van alejando de su nacimiento (para los pueblos, de su nacimiento en la historia como entes diferenciados) y debe llegar a la madurez, que implica reconocimiento del otro, aceptación de una relación de convivencia adulta.
La ´madre’ es el símbolo, pues, de la niñez, de la inmadurez, del apego a una supuesta edad de oro, símbolo nacionalista por excelencia. El terruño cumple el papel de esa madre protectora y nutricia.
Por el contrario, el niño verá en la figura paterna la tentación de la aventura, un ir hacia lo desconocido: la maduración, en suma, que le permitirá ejercer su papel de adulto, al identificarse con ese padre en un momento dado.
Padre… patria, patriotismo. El pueblo que supera sus apegos naturales, espontáneos y se proyecta hacia otros pueblos se puede simbolizar con esa figura paterna. Ya no estamos ante la nación=nativo, sino ante la nación=patria, proyecto de vida en común, en la historia, junto a otros pueblos.
Al igual que ocurre con los individuos, hay un momento crítico, de ambivalencia, de duda en la elección de la figura con la que identificarse; es lo que los psicoanalistas denominan complejo de Edipo, durante el cual el padre es el rival al que se odia y se desea eliminar. La superación del sentimiento edipiano es la actitud sana, la más generalizada, que da lugar al avance, al superarse la tentación de la regresión.
Los pueblos que sienten y sufren el complejo nacionalista llegan a odiar a esa figura paterna que es la patria común y, lejos de identificarse con ella, la tienen como rival. Se entabla una lucha entre la tierra, lo nativo, y la patria, el proyecto común, entre lo espontáneo y lo difícil.
Propugnamos, pues, actitudes sanas, no patológicas, sin despreciar, por supuesto, el apego instintivo y natural, sentimental, sensitivo, hacia la madre, que no dio la vida pero que no puede garantizarnos la madurez si es dominadora; identifiquémonos con la tarea adulta y difícil que representa lo paterno.
Padre, patria: hoy, España; mañana, Europa.
VI. ¿Monopolios del patriotismo?
En este momento, hemos regresado a una triste situación en la que hacer gala de una bandera española se considera por la común bellaquería, en expresión orteguiana, como actitud de derechas, cuando no de fascismo, y el rechazarla o sustituirla por la enseña de la II República, como de izquierdas, de progresismo. Para más dislate, las posturas separatistas, antiespañolas, también se asimilan al campo de la izquierda o del progreso, sin más.
Estos sinsentidos no son nuevos en nuestra historia, ni reciente ni lejana, y tienen tufo a demagogia, a manipulación sectaria o a pura estupidez, lo que a veces nos lleve a desconfiar de que los hallazgos paleontológicos de estos lares se acerquen al homo sapiens…
El patriotismo no es, por definición, ni de izquierdas ni de derechas, ni fascista ni demócrata. Puede ser (recuérdese la necesidad de su actualización permanente) de carácter más conservador, más reformista o más revolucionario –ejemplos sobrados hay en nuestro pasado– pero no dejará de ser patriotismo, esto es, identificación racional y emotiva –por este orden– con un proyecto sugestivo de convivencia, en relación con otros proyectos paralelos de otras patrias. Pasaron los tiempos en que la izquierda, siguiendo la utopía marxista, se definía por su internacionalismo; hoy en día, neomarxismo y socialdemocracia son, al igual que el neoliberalismo, modelos de gestión, más o menos acertadas, del mismo Sistema a escala nacional o global.
Patriotismo es universalidad, que no es lo mismo que internacionalismo, y podemos encontrar muchísimos testimonios de personajes de izquierdas que han mostrado y muestran este patriotismo; al igual que los encontraremos en personajes de derechas; y también, por supuesto, en personajes que no se consideraban ni lo uno ni lo otro…
Quienes pretenden monopolizar o privatizar el patriotismo o quienes lo pretenden usar como arma arrojadiza no tienen en cuenta una de sus características intrínsecas: su carácter integrador, superador de posiciones personales o de partido. Un verdadero patriotismo se debe sustentar en ese proyecto de vida en común hacia la sociedad, hacia la historia y hacia el futuro; es decir, de la aceptación a priori de una convivencia y no de una mera coexistencia entre rivales.
El proyecto –si se acierta con él– debe atraer a todos o, por lo menos, a la mayor parte, si descontamos a quienes se obstinan en seguir ejerciendo de particularistas o insolidarios, o a quienes se muestran indiferentes, que de todo habrá en la viña del Señor…
Y entiendo que, para ser integrador, el proyecto debe recoger elementos válidos de cuantas posturas existan en la vida política, no a modo de sincretismo, sino de síntesis, y ahí estriba la dificultad y el acierto. Ahora bien, ¿es una cuestión plebiscitaria? Pueden serlo aspectos concretos del proyecto, pero no su estilo o líneas maestras. Y aquí cabe una osadía, nada políticamente correcta: si esa vida en común debe garantizar una vida democrática de contenido (y no meramente formal), su definición corresponderá, como siempre ha ocurrido en la historia de todas las naciones, a una gestión aristocrática, en el sentido etimológico del término (aristos=el mejor). A las mentes más lúcidas de la comunidad, en su aquí y ahora, sean de izquierdas o de derechas, corresponde la formulación, la concreción o la actualización del proyecto de convivencia llamado España. Por supuesto que, al referirme a estas minorías como motores de la historia, no me centro en las estrictamente políticas, que suelen identificarse con oligarquías.
Parece que algo así se quería decir con aquella formulación del patriotismo constitucional, pero el grave error fue querer identificar a España con una determinada constitución o ideología, la del Sistema vigente, cuando España es anterior y previa a todas las constituciones y regímenes, y quizás la verdadera esencia nacional no coincide con los términos de su articulado actual. Porque España sobrevivirá a la Constitución del 78, como ya lo hecho con respecto a sus muchas precedentes, y a las que le sucederán.
VII. Patriotismo social
De nada sirve invocar el nombre de la patria o evocar su historia cuando, en el presente, viven ciudadanos carentes de unas condiciones de vida digna, entre estrecheces de pan, de vivienda o de posibilidades de acceso a la cultura; viene a ser como aquel sarcasmo cruel del primer liberalismo cuando concedía a todos pomposamente la libertad y glosaba la igualdad y la fraternidad, cuando solo podían ser titulares de estos bellos conceptos los que detentaban la riqueza de las naciones. Del mismo modo, el nombre de España ha servido en ocasiones para ocultar los andrajos de sus hijos.
Un verdadero patriotismo que merezca el nombre de tal debe integrar, en forma de binomio indisoluble, la seguridad de esas condiciones de vida digna para todos, en búsqueda constante y perfectiva de la justicia social y de la equidad, por una parte, y la plasmación actualizada, también constante y perfectiva, del proyecto nacional entre otras colectividades históricas, por la otra. Dicho de otro modo: lo social es inseparable de lo nacional, si queremos autentificar el concepto del patriotismo.
Históricamente, no siempre ha sido así por desgracia; en innumerables ocasiones, un conservadurismo interesado defendía, más que el nombre de España que no se apeaba de sus labios, la salvaguarda de unos privilegios, al mismo tiempo que una gran parte de la población sufría atroces carestías. ¡Cómo iba a sentirse esta población desheredada identificada con proyecto nacional alguno!
De alguna forma, este es el origen de la maniquea división en los viejos términos de izquierdas y de derechas, aquellas atentas teóricamente a la defensa de los aspectos materiales imprescindibles para vivir y estas, también en teoría, persistentes en defender un statu quo injusto, poniendo como coartada a los grandes valores, entre ellos la religión y el patriotismo.
Por el contrario, todo enfoque actual del patriotismo debe tender a superar esta situación hemipléjica del hombre español, y la única forma de hacerlo es mediante una interpretación integradora de ambas perspectivas. De ello se trata en la definición de patriotismo social, en el que ambos tipos de valores pudieran cobijarse, sin exclusiones, bajo el concepto de España. Estamos ante una asignatura pendiente secular, de cuyo aprobado radica mucha parte de la resolución del llamado problema de España, ese que viene dificultando la convivencia entre nosotros.
De este modo, serían objeto de ese patriotismo social no tanto las interpretaciones gruesas del pasado histórico o los fervorines de los políticos como el estudio de políticas fiscales justas y equitativas, la búsqueda de modelos de empresa solidarios, las reformas imprescindibles en todos los sectores de producción, la promoción del cooperativismo y todas aquellas medidas que contribuyeran a que el proyecto nacional fuera asumido como verdaderamente sugestivo.
Es indudable que la situación de injusticia está latente en la propia entraña del sistema socioeconómico occidental, por no decir globalizado. En estas condiciones, se hace muy difícil lograr esa armonización de valores indicada, porque persistirá la sesgada, pero lógica, división de los hombres entre quienes tienen por prioritarios los aspectos sociales, con despego de los nacionales, y quienes consideran solo esenciales estos últimos, con menosprecio u olvido de lo social. El patriotismo social preconizado debe tener el suficiente arrojo para ensayar caminos de transformación de estructuras y de mentalidades, tan rápidas y radicales como, desde la realidad, lo permitan los condicionantes de un contexto internacional.
Acaso a estas alturas del siglo XXI, resulte anacrónico el término revolución en la Europa en la que vivimos; no obstante, se puede ser revolucionario en los fines y reformista en los medios. Si bien se deben rechazar, desde la perspectiva de los estadistas, las utopías, por engañosas en sí mismas, no es menos cierto que, en ocasiones, estas se han mostrado como horizontes hacia los que tender; solo mediante el alcance paulatino de hitos sucesivos, que también parecían utópicos de entrada, el camino puede aproximarse a los ideales lejanos, aunque estos se reputen como inalcanzables. También en este punto se puede advertir la cualidad dinámica y nunca estática de un verdadero patriotismo.
VIII. Más nuestra hija que nuestra madre…
Somos responsables de España. Lo han sido, lo son y lo serán todas y cada una de las generaciones, ya que una patria es una tarea ininterrumpida en la historia y corresponde a cada generación entregarla a la siguiente en mejor situación de la que la heredó de su predecesora. Por este motivo esencialmente, ninguna generación puede considerarse propietaria, tan solo usufructuaria de un legado histórico; no puede disponer de ella en exclusiva, porque se debe a quienes la usufructuaron en el ayer y, especialmente, a quienes lo harán en el futuro. Legítimamente, no caben plebiscitos, referéndums o votaciones algunas si es que ponen en juego el ser nacional y su unidad; dicho de modo más concreto: aunque todos los españoles de un momento dado estuvieran de acuerdo en trocear España o disolverla como nación, ello constituiría un crimen histórico.
Se hizo tópico en el pasado la metáfora consistente en identificar la patria con nuestra madre común; independientemente de las connotaciones psicológicas que ello encierra (ver apartado V), creemos que es más certera la imagen unamuniana de considerarla nuestra hija.
En efecto, la imagen de la patria como madre puede encerrar la interpretación de algo acabado y cerrado, tendente a la decrepitud o a la decadencia vital; asimismo, de una madre se disculpan todos los errores (así como de una patria se debe asumir toda la historia), pero con dificultad a la hora de enmendarlos.
Por el contrario, la patria como hija encierra siempre una idea de creación, de crecimiento atendido con amor y esfuerzo, de educación correctora de lo negativo que se vaya observando; el verso España no está hecha y queda por hacer expresa este modelo de patriotismo, así como el de patria no es el suelo que pisas, sino la tierra que labras; en ambos, el poeta atiende, más al proyecto como incentivo de la unidad que a la evocación del pasado.
La exaltación de las grandezas de este puede encerrar una complacencia estéril que hace ineficaz el patriotismo, mientras que la crítica positiva de los defectos lo hace más certero y auténtico. De este modo, existe una larga tradición de pensadores egregios en cuyos textos encontramos la visión dolorida de la España d su tiempo; posiblemente, ellos hicieron más por ella con sus críticas que los aplausos y las glosas de satisfacción o de recuerdo épico: es la línea del patriotismo crítico, inaugurado por Francisco de Quevedo y sabiamente definido por Unamuno con su me duele España. No dudamos de que en nuestro siglo XXI también hay quienes apuestan por esta línea, aunque hayan sido tildados injustamente de antipatriotas por ello.
La labor del patriota crítico puede asemejarse –por seguir con las metáforas– a la del cirujano, que empuña el bisturí y el escalpelo para hacer sangre, pero obedeciendo a la razón de amor de sanar al enfermo; por supuesto que su tarea es más meritoria –y difícil– que la del simple curandero, que se limita a aplicar emplastes y remedios que calman momentáneamente el dolor o los síntomas, pero dejan intacta la raíz del mal.
IX. Hispanidad
Ya nos hemos ocupado de afirmar la ecuación exacta España=universalidad, y de rechazar, asimismo, toda interpretación chauvinista o nacionalista en la esencia de lo español. También hemos plasmado la inequívoca vocación europea de España a lo largo de su historia, pero quizás convenga ahora insistir sobre un nombre propio que se puede aplicar al ser de España: Hispanidad.
La Hispanidad nace con los hitos fundacionales de la historia y se proyecta en el mundo entero; su realidad más conocida es Hispanoamérica, aunque no conviene soslayar la existencia de una Hispanoasia y de una Hispanoáfrica. Podría definirse como la extensión y arraigo de un conjunto de valores, de una interpretación propia del hombre y de la vida netamente española.
La Hispanidad, como todo lo español, ha sido negada, combatida y tergiversada desde otras perspectivas; valga como ejemplo la popularización del subrepticio término de Latinoamérica, nacido en el siglo XIX y divulgado con clara intención de menosprecio de nuestra colonización americana; no es menos espuria la llamada Leyenda Negra, a la que se ha querido rebatir, ingenuamente, con una meliflua Leyenda Rosa… No obstante, la Hispanidad como concepto, como idea y como realidad, ha sobrevivido a todos los ataques, aunque no pueda decirse que, en ocasiones como la presente, haya prendido precisamente en muchas capas de españoles…
La Hispanidad reside en un mensaje que se proyectó a todo el orbe; su fundamentación religiosa, católica, es indiscutible: todos los hombres, sin distinción de razas, son iguales en dignidad, como hijos del mismo Dios, y, también como don divino, gozan de un libre albedrío, por el que son capaces de optar entre el bien y el mal; sus obras, más que se nacimiento o linaje, les dan carácter entre los demás hombres, y la primera vinculación humana con el entorno se debe encaminar a su trascendencia.
Desde estas bases, la Hispanidad conforma toda una cultura, que se funde armoniosamente en otros pueblos, teniendo como vehículo el de una lengua y el de una historia.
Ahora bien, ¿cómo enfocar este vínculo hispánico en el presente? ¿Aduciendo el pasado como mérito y razón de prioridades y supremacía? Creemos que no. Más que acudir a la añeja expresión madre patria (véase apartado VIII), habría que inventar la nueva de patria hermana, para contemplar e integrar, sin recelos, en esa Hispanidad la evidencia variopinta de naciones que proceden del tronco común de lo hispánico.
Por supuesto, que, por derecho propio y en primerísimo lugar, debe incluirse a la vecina Portugal, tan hispánica como nosotros, al decir de Camoens.
La Hispanidad puede llegar a ser uno de los ejes culturales, socioeconómicos y, aun, políticos, del mundo del futuro, porque lleva inmersa en sus raíces la integración de todos los hombres.
Viene a ser la originalidad española de la europeidad, y, por ello, se engarza con la otra realidad supranacional de la Europa unida del futuro a través de España, continental y oceánica. Sirva esta última afirmación como breve apunte para ese proyecto sugestivo de vida en común que sobrepase fronteras.