Ser o no ser romántico: he aquí la cuestión
Me aventuro a teorizar sobre si estamos sufriendo en Occidente las consecuencias de un revival romántico o si, efectivamente, el romanticismo es esa constante de la que solo se puede librar el ser humano a duras penas y con un tremendo esfuerzo de la voluntad.
Ser o no ser romántico: he aquí la cuestión
1. Recojo la invitación que me lanza mi presidente y amigo Luis Fernando de la Sota, en el número anterior de la revista, para terciar en su cordial polémica con un amigo común, el incombustible director de esta, Emilio Álvarez Frías, sobre el Romanticismo y la aplicación o no de este término a quienes venimos colaborando en estas páginas.
Por supuesto que mi intervención no obedece a que me considere persona más cualificada ni la escribo como profesional de nada; ni, mucho menos, maestro de nadie: humilde profesor de Secundaria en Lengua y Literatura española, aficionado a la historia y a la filosofía, educador de vocación y siempre modesto aprendiz y alumno cuando me hallo frente a personas de la talla de ambos polemizadores y amigos.
A la hora de poner título a esta intervención, se me ocurrió, quizás por el mismo contenido, un parafraseo de Oscar Wilde: La importancia de ser o no ser romántico; no obstante, derivando hacia mi vertiente clasicista, me incliné por plagiar descaradamente a Shakespeare, ya que la cita contenía la palabra cuestión (algo así como problema) en su seno: porque definirse con precisión sobre el Romanticismo, asumir o rechazarlo como definición personal o colectiva encierra un problema de bastante calado.
Y ello, en primer lugar, porque la palabra romanticismo es uno de esos términos descontextualizados por completo, capaz de contener numerosas interpretaciones, hasta el punto de haberse convertido en una palabra polisémica; lo mismo ocurre con muchos otros términos, especialmente referidos a lo ideológico, que, sacados de su contexto histórico y de su primitiva acepción, pueden ser entendidos como piropo, como menosprecio, como acusación, como insulto e, incluso, con tintes demonizadores. Claro que, en este caso y conociendo a los amigos protagonistas de la polémica, me apresuro a otorgarle la primera intención de las mencionadas.
2. Debo empezar por reconocer que, durante mi vida profesional al frente de un aula, mantuve cierta antipatía por lo romántico, llevado por mis gustos personales; así se lo aclaraba a priori a mis alumnos de Bachillerato con el fin de que no se dejaran influir por mis fobias y mis filias. Lo cierto es que, cuando me tocaba tratar de Garcilaso de la Vega, de Francisco de Quevedo o de Pedro Salinas, se me hacía la boca agua y encandilaba –eso creo– al auditorio, mientras que, al leer y explicar a Gustavo Adolfo Bécquer o a José de Espronceda, se advertían a la legua cierto desdén y no pocos sarcasmos. La objetividad de un profesor no está reñida con la libertad de cátedra, siempre que se pongan a salvo los conocimientos culturales y quede clara la distancia abismal que existe entre educación y manipulación.
Como Luis Fernando de la Sota, soy adicto a los diccionarios, y, en este caso, no he dejado de acudir a ellos, Así, el de la RAE, en la entrada romántico, cuarta acepción, pone la trilogía de sentimental, generoso y soñador, que no está nada mal. El diccionario de Sinónimos y Antónimos de Espasa cita los de sensiblero, fantástico, enamorado y tierno; adelanto que discrepo rotundamente de los dos supuestos sinónimos del final, pues uno se considera enamorado y, a veces, tierno, pero escasamente romántico. Finalmente, echo mano del diccionario mexicano de Julio de la Canal, que amplía bastante la supuesta sinonimia: idealista, sentimental, sensible, impresionable, iluso, soñador, ideólogo (¿) y visionario.
¿Qué pensar de estas consultas? Me vienen a dar la razón en cuanto a la descontextualización del término y su polisemia en nuestros días. Mi intención, a partir de ahora, es tirar por elevación para ofrecer algo de luz en la cuestión.
3. Vamos a diferenciar tres posibles alcances del término romanticismo, algo indispensable para saber de qué estamos hablando: 1) el sentido popular o vulgar; 2) el sentido estético, artístico y literario, y 3) el sentido ideológico. Y profundizaremos en este último, que parece el más complicado.
De este modo empezaba por clarificar ante mis alumnos la palabra; les decía que a todos nos gusta pasear a la luz de la luna por una playa paradisíaca de la mano de una bella señorita (o de un guapo galán en el mismo contexto, claro); que a todos nos evocan bellos recuerdos unas canciones determinadas, o nos elevan hasta el séptimo cielo los compases de una melodía o la contemplación de un atardecer desde una montaña; que nos apresuramos a regalar una flores a la amada (o una corbata al amado en su día de días)…, pero que eso no era el romanticismo.
Explicaba entonces la significación estética, y aquí desglosaba, sin desmerecer la intención del artista, la búsqueda de la belleza, la libertad del creador de la obra, la carga de emotividad o sentimiento que sentía…; ponía como ejemplos al propio Bécquer de las Rimas, al Wagner de la sublimidad de sus walkirias o la llamada al corazón de los coros del Nabucco de Verdi; pero también les decía que no olvidaran la Desesperación atribuida de Espronceda o los inevitables y simpáticos ripios del Tenorio de Zorrilla. En resumen, que por los caminos del sentimiento se podía llegar a los escalones más altos de la Estética (lo sublime, lo grandioso, lo bello), a los intermedios (lo bonito, lo gracioso, lo humorístico, lo cómico) o los más bajos (lo grotesco, lo deforme, lo repugnante).
Pero, como decía, el romanticismo es, sobre todo, una ideología, cuyas características, velis nolis, se imbrican con su carácter estético, ese que puede gustar o no gustar. Y esa ideología, nacida a finales del siglo XVIII y triunfante en la primera mitad del XIX, tiene unas connotaciones muy claras, que han llegado incluso a nuestros días. Como luego intentaré defender, de aquellos polvos vinieron estos lodos…
4. Su primer rasgo es el individualismo, un culto al yo que desdeña toda norma y toda verdad preexistente; no es extraño, por ello, que este individualismo aísle al hombre de su contorno vital, lo desarmonice de sus fines naturales; la desilusión, la falta de resiliencia (que diríamos ahora) ante las inevitables adversidades, conduce a la angustia, a la depresión; históricamente, a esto se le llamó el mal del siglo, que encuentra su perfecta correspondencia en nuestros días, incluso en el extremo del suicidio, también considerado entonces como patrón romántico.
La idea de la libertad en el romanticismo se inspira en las ideas roussonianas: el ser humano hace en estado de bondad y libre, y es la sociedad la que lo pervierte y encadena; de este principio se deriva, en lo político, el pacto social, que supuestamente firman unos hombres para convivir; la noción de democracia queda limitada a esta interpretación, se prescinde de los cuerpos sociales intermedios y naturales –que se consideran obstáculos para el ejercicio de la libertad individualista– y la máxima un hombre, un voto deviene en dogma.
Otro rasgo del romanticismo es, como consecuencia de lo anterior, un ansia de retorno a lo natural; si, literariamente, esto se plasma en el exotismo y en el mito del buen salvaje, políticamente da lugar al nacionalismo, esto es, a volver la vista a las realidades naturales, la raza, la lengua, las costumbres ancestrales, la geografía… Lo primario, lo inmediato, lo local, lo espontáneo, se alza frente a lo construido por el esfuerzo de la inteligencia.
Según esta interpretación, la nación es, exclusivamente, la tierra donde uno ha nacido, y la patria, la tierra de tus padres; no hay que recordar que los significados políticos de estos términos provienen de la Revolución francesa, hija de la Ilustración y del Romanticismo.
El nacionalismo romántico se basa, pues, en el sentimiento; de ahí la popularidad que pueden obtener los movimientos nacionalistas entre las masas; en unos casos, el nacionalismo sirvió para unir lo disperso (Italia, Alemania), pero en la mayoría para separar la unido por la historia, las leyes y el sentido común.
Tampoco hay que olvidar que, su versión decimonónica, el romanticismo se escindió en dos vertientes: la revolucionaria liberal y la tradicionalista católica, ambas sustentadas, como es lógico, en la emotividad.
5. Véanse los grandes nombres del romanticismo en el siglo XIX… En Alemania, Fichte con sus Discursos a la Nación alemana; más tarde, a finales del siglo, el movimiento de Las Aves de Paso recogería toda la mística romántica, con sus hogueras en las cumbres, su invocación a la juventud (¿herencia del Sturm und Drang?), su antisemitismo y su mitología wagneriana de fondo. En Inglaterra, el estrambótico Lord Byron moriría luchando por la independencia de la nación griega frente al Imperio Otomano; posteriormente, otra representación del romanticismo sería la vida disipada de Óscar Wilde o la falsificación de la historia, en concreto de la Edad Media, en Walter Scott,
En Francia, tenemos a un Chateaubriand en el lado tradicional y católico o, en otro extremo, a un Víctor Hugo, sin dejar de mencionar a Aurora Dupin (Jorge Sand) en su aventura mallorquina con el también romántico Chopin. En Italia, Manzoni y Leopardi, como inspirador de los garibaldinos este último. En EE.UU., el tenebrismo morboso de Edgar Allan Poe o la grandilocuencia poética de Walt Whitman.
No se trata en absoluto de desmerecer las cualidades literarias de todos estos personajes, ni su ímpetu revolucionario en algunos casos o sus méritos personales en otros; lo importante es reconocer en ellos la impronta nacionalista como consecuencia de su filiación romántica.
Y, en el caso de España, bastante más conocido por nosotros como es lógico, no hay que olvidar los orígenes románticos de los nacionalismos separatistas interiores: el vascongado, con el racismo de Sabino Arana, el catalán con su, en principio, inocua Renaixença en torno al idioma (aunque también hay abundantes casos testimoniales de racismo); el gallego, igualmente de base idiomática o, escasamente, étnica.
El romanticismo, como ideología, sustenta el siglo XIX, si bien en la segunda mitad entra en colisión con el positivismo realista. Es cuestión de preguntarnos si no llega también al XX en algunas de sus manifestaciones ideológicas y, también, si nos alcanza a nosotros, como intentaré demostrar más tarde; acaso, en teoría de Eugenio d'Ors, se trata de una constante en la historia, en oposición a la fortaleza presidida por el clasicismo.
6. Al llegar a este punto, y al aludir al clasicismo, no está de más que traigamos a colación algunos testimonios que se han opuesto ideológicamente al romanticismo y a sus secuelas en lo ideológico y en lo cultural. Empezamos por Ortega y Gasset, que lo define como «una voluptuosidad de infinitudes, un ansia de integridad ilimitada. Es un quererlo todo y ser incapaz de renunciar a nada».
Debe constar como su principal debelador el mencionado Eugenio d'Ors, que llega a decir que «el suicidio de la cultura recibirá el nombre genérico de Romanticismo» y que «lo romántico suprime la historia y pretende volver, en un rapto nacionalista, a una sociedad que jamás ha existido» (tomemos nota que lo dice precisamente un catalán que vivió el fenómeno de cerca); y, en referencia a la nota individualista, esa soledad ansiada por el romántico, nuestro Xenius la tildará de «una forma de enfermedad del espíritu».
El orsiano Guillermo Díaz-Plaja, afirma, siguiendo a su maestro: «No hay arte producido por la embriaguez superior al arte producido por la razón. Los juegos de la inteligencia son infinitamente más ricos que los de la locura […]. No hay que valorar la bohemia, sino la civilidad. No exaltemos al irresponsable, sino al artesano. Estimemos, frente al mundo de la Natura, el mundo de la Cultura».
Claro que tampoco debemos dejar de citar al orteguiano y orsiano José Antonio Primo de Rivera, del que entresacamos dos citas oportunas al caso; la primera de ellas, en una intervención en el Parlamento, el 3 de julio de 1934, precisamente rebatiendo el apelativo de romántico por parte de Indalecio Prieto: «El romanticismo es una actitud endeble que precisamente viene a colocar todos los pilares fundamentales en terreno pantanoso; el romanticismo es una escuela sin límites constantes, que encomienda a cada minuto, a cada trance, a la sensibilidad, la resolución de aquellos problemas que no pueden encomendarse sino a la razón».
La segunda cita es de la conferencia en el Círculo Mercantil de Madrid, el 9 de abril de 1935, y se centra en su crítica a Rousseau (al que había llamado tiempo atrás «hombre nefasto»): «El filósofo ginebrino es un hombre enfermizo, delicado, refinado; es un filósofo al que, como dice Spengler que acontece a todos los románticos –y este es un precursor ya directo del romanticismo– fatiga el sentirse viviendo en una sociedad demasiado sana, demasiado viril, demasiado robusta. Le acongoja la pesadumbre de una sociedad ya tan formada y siente como un apremio de ausentarse, de volver a la naturaleza, de librarse de la disciplina, de la armonía, de la norma».
7. Hago examen de conciencia y considero que me he excedido o, si lo prefieren, que me he ido por las ramas en mi particular fobia hacia el romanticismo, especialmente en su dimensión ideológica. Con todo, por aquello de mantenella e non enmendalla, me aventuro a teorizar sobre si estamos sufriendo en Occidente las consecuencias de un revival romántico o si, efectivamente, el romanticismo es esa constante de la que solo se puede librar el ser humano a duras penas y con un tremendo esfuerzo de la voluntad.
Los síntomas de este –llamémosle neorromanticismo ideológico– son curiosamente equivalentes a los de la postmodernidad o modernidad líquida (Bauman): todo aparece como líquido, producto de la libertad sin límites, de la espontaneidad y del individualismo, sin el menor asomo de solidez en la que basarse: el amor tiene fecha de caducidad, muy corta en el aquí te pillo, aquí te mato o de corto recorrido en las parejas de hecho o en la rapidez de los divorcios, como aquellos amores románticos que terminaban en la amargura, la soledad o el llanto del poeta; la familia adopta múltiples formas cambiantes, a cual más provisional; la religión es a la carta o salpicada de buenismo, ambos rasgos producto de la emotividad y escasamente del dogma o de la teología.
Los nacionalismos incendian las sociedades históricas más sólidas, como en el caso de España sin ir más lejos; los indigenismos contribuyen a la fragmentación de los veinte pueblos tristes del Sur, y ni el pueblo alegre del Norte se libra de las convulsiones (¿no representan estos datos una vuelta a la Naturaleza o un retorno al mito del bon sauvage); la Pachamamaes sacralizada por el ecologismo radical que enfrenta la Natura romántica con el ser humano a costa de un pretendido cambio climático de responsabilidad social.
Ya pasó la moda del hipismo, pero ¿no encontramos su herencia en la marginalidad voluntaria o en la okupación en nuestras ciudades? La confusión característica del Romanticismo ideológico alcanza los territorios de la antropología y de la ética, y los movimientos LGTBI, Trans y derivados desafían la racionalidad, al igual que el curioso animalismo, que cada día nos sorprende con una nueva apuesta más curiosa.
Se objetará que, en lo estético, poco hay de romanticismo; pero no olvidemos que, junto a la belleza de la lírica de antaño (y, a veces, de la cursilería), en el siglo XIX imperaba también el gusto por lo sórdido, lo sobrenatural, lo fúnebre (Drácula es la mejor novela romántica que se ha escrito); sin llegar a esos extremos, el feísmo nos proporciona otra clave romántica en nuestros días.
Quizás es que, en medio de la turbamulta producto de la aceleración histórica, los caracteres y las notas se entremezclan, difuminan, sobresalen y confunden, sin adquirir tintes precisos que antaño eran modas consolidadas.
8. Y, para el alivio del lector, estoy llegando al final de mi argumentación o diatriba en contra del romanticismo. Mi conclusión es que el Club de Opinión Encuentros, tanto por su origen como por su recorrido y su actualidad, no obedece en modo alguno a la impronta romántica. Hay mucho de racionalidad, de inteligencia, de esfuerzo, para que podamos calificarlo de clasicismo sin fracturas.
Quizás si le sean de aplicación algunos de aquellos sinónimos que procedían de los diccionarios, y, aun, con toda prevención: soñador, idealista, generoso, quizás algo visionario. El que me parece más acertado, como común denominador de sus asociados y colaboradores es el de enamorados, pero, en este caso, de profundamente enamorados de España.
La amigable polémica entre Luis Fernando de la Sota y Emilio Álvarez puede resolverse así. O, a lo mejor, aplicando a ambos aquellos versos de Antonio Machado:
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera
mi verso, como deja el capitán su espada:
famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
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- En cuestión de ideologías o de cosmovisiones, la historia suele ser cíclica, y uno confía en que, tras esta época de romanticismo pleno, llegará a instaurarse otra en que la guía sea el clasicismo reparador.
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