El totalitarismo en Orwell
Publicado en el núm. 145 de Cuadernos de Encuentro, de verano de 2021. Editado por el Club de Opinión Encuentros. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir actualizaciones de LRP (un envío semanal)
El totalitarismo en Orwell
La deriva totalitaria implícita en algunas disposiciones de nuestros actuales gobernantes presenta, aunque en grado incipiente, tales analogías con la acción que Orwell desarrolló en su novela titulada1984 que, algo alarmado, he decidido escribir este artículo para mostrar, por una parte, el depurado concepto y terribles caracteres que de un régimen totalitario maduro presenta Orwell en dicha novela y, por otra, a la vista de sus imágenes, señalar dichas analogías para que cada lector juzgues obre ellas.
George Orwell es el seudónimo asumido por el escritor y periodista Eric Arthur Blair (Motihari, India, 1903 / Londres, 1950), que ocultó así, desde su primer libro, titulado Sin blanca en París y Londres (1933), el carácter autobiográfico propio de gran parte de sus obras [1]. Según él mismo cuenta en su Homenaje a Cataluña, vino a España a finales de diciembre de 1936 «con el proyecto de escribir artículos periodísticos», pero, llegado a Barcelona, se alistó en el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) para luchar en aquella guerra civil española. Fue destinado al frente de Huesca, donde estuvo hasta que, en mayo de 1937, regresó con un tiempo de permiso a Barcelona, donde participó en las luchas intestinas promovidas por el Gobierno y el PSUC contra el POUM y la CNT. Volvió después al frente y fue herido de gravedad en el cuello, lo cual le llevó, convaleciente, de nuevo a Barcelona, de donde hubo de huir para evitar ser apresado por las citadas luchas [2]. Este conjunto de vivencias parecen reflejarse en varias de sus publicaciones posteriores como, por ejemplo, dicho Homenaje a Cataluña, publicada en el año 1938; Recuerdos de la guerra de España, en 1942; Rebelión en la granja, en 1945; y en 1949, tras su actividad periodística durante la Segunda Guerra Mundial, pocos meses antes de morir, la novela titulada 1984, su última y más prestigiosa obra, en cuyo contenido me voy a centrar especialmente aquí.
Pero antes quiero señalar, por considerarlo relevante para su formación y ulteriores preocupaciones antitotalitarias, que Orwell, durante sus estudios en la universidad de Eton, tuvo como profesor de idioma francés a Aldous Huxley [3]. Escritor éste que, ya en el año 1932 publicó su Un mundo feliz, obra en la que desarrollaba una imagen del antihumano totalitarismo a que algún día podría llegarse si los futuros gobernantes aplicaban el previsible progreso tecnológico a potenciar los indeseables regímenes políticos que entonces representaban Stalin, Mussolini y, en ciernes, Hitler. Su influencia en Orwell se hace evidente al ver que si Huxley había presentado en su Un mundo feliz una especie de granja de seres humanos, cultivados y condicionados por procedimientos bioquímicos y psicológicos hasta determinarles conductas semejantes a las de un instinto animal, Orwell presentaría en su Rebelión en la granja un mundo de animales que se comportaban de modo similar a los humanos. Por otra parte, así como Huxley deja en su Un mundo feliz una reserva en la que los humanos siguen viviendo de modo natural, Orwell, análogamente, deja menos controlado el bajo estrato social de los proles, señalando en ellos una misma esperanza de conservación de la naturalidad y valores humanos.
Dicho esto, y centrándonos ya en 1984, es notable que Orwell llamó al protagonista Winston Smit, nombre muy presente en su coetánea Inglaterra y apellido muy común en la sociedad inglesa, que se supone evolucionada e integrada en el llamado INGSOC («socialismo inglés») de 1984. Este protagonista se ve sometido a los principios de dicho socialismo, cuyo desarrollo genera una asfixiante vigilancia e intervención totalitaria entre cuyos ingredientes señala Orwell: unos omnipresentes cartelones, en los que se veía la enorme «cara de un hombre [...] con un gran bigote y facciones hermosas y endurecidas» (evocadores del bigote y facciones de Stalin), a cuyo pie se leía: «EL GRAN HERMANO TE VIGILA»; unas tele-pantallas que por todas partes vigilaban a la vez que incansablemente emitían propaganda del Partido, pues «La telepantalla recibía y transmitía simultáneamente»; unos autogiros portadores de policías que (cual si Orwell previera los actuales y versátiles drones) vigilaban a la gente por sus ventanas y balcones, en relación con los cuales, y con los demás medios, se hallaba la temible Policía del Pensamiento, que perseguía los crímenes mentales, pues «a los ojos del Partido no había distinción alguna entre los pensamientos y los actos»; había también una discrecional intervención telefónica, en cualquier momento; y, además de abundantes micrófonos ocultos, un ubicuo espionaje personal (organizado en expresas y educadoras asociaciones, que incluían niños), cuya función podía ser ejercida por quienes los espiados consideraban más fiables, incluso los hijos, educados por el Estado y conocedores de lo que ocurriera en la intimidad familiar.
En fin, medios que son reflejo, en sí mismos, de que, según resume Orwell, «Tenía usted que vivir –y en esto el hábito se convertía en instinto– con la seguridad de que cualquier sonido emitido por usted sería registrado y escuchado por alguien y que, excepto en la oscuridad, todos sus movimientos serían observados» [4]. Es decir, unos medios de propaganda, vigilancia y control que inducen a pensar lo que, dados los medios hoy existentes, podría realizarse si continúa aumentando la tendencia a intervenir que, especialmente en el ámbito electrónico y en los controles anti-pandemia, empieza a manifestarse.
Aquel asfixiante ambiente se complementa con las referencias a las sórdidas imágenes de un Londres supuestamente empobrecido por aquel régimen, con chozas o casuchas decrépitas, calles sucias y desapacibles, y carencia de casi todo. Sus imágenes contrastan con las de los ministerios de la Verdad, de la Paz, del Amor y de la Abundancia, que en la neolengua de aquel supuesto superestado llamado Oceanía se conocían, respectivamente, con los nombres de Miniver, Minipax, Minimor y Minindancia, cuyos gigantescos edificios aplastaban a todas las casas de sus alrededores. Por otra parte, el doble pensar habitual se reflejaba en «las tres consignas del Partido», que se veían desde lejos en la enorme y maciza pared de «cemento armado blanco y reluciente» de El Ministerio de la Verdad: «LA GUERRA ES LA PAZ / LA LIBERTAD ES LA EXCLAVITUD / LA IGNORANCIA ES LA FUERZA». A todo lo cual se unía la difícil entrada en aquellos ministerios, rodeados con alambre de espino, puertas de acero y ocultos nidos de ametralladoras, con pasillos intrincados e inacabables, llenos de vigilantes y controles policiales... (1984, Cit., pp. 11-12. En adelante, cuando sólo se trate de esta obra, no anotaré más que el número de la página en que se halla el texto citado).
El contexto geopolítico en que se desarrolla tal régimen lo indica Orwell diciendo que, según se había «previsto [...] antes de mediar el siglo XX» (recordemos que su novela es de 1949), el mundo se había organizado en tres grandes superestados: Eurasia, que comprendía «toda la parte norte de la masa terrestre europea y asiática, desde Portugal hasta el Estrecho de Bering»; Oceanía, que estaba integrada por «las Américas, las islas del Atlántico, incluyendo a las Islas Británicas, Australasia y África meridional»; y Asia Oriental, que incluía «China y los países que se hallan al sur de ella, las islas del Japón y una amplia y fluctuante porción de Manchuria, Mongolia y el Tibet» (pp. 143-144). Es decir, un trío (con EE.UU., Rusia y China) no muy distinto del actual, cuando tanto se habla de la conveniencia o no de la globalización.
Orwell da por supuesta la significativa e importante circunstancia de que, en 1984, estos «tres superestados, en una combinación o en otra, están en guerra permanente y llevan así veinticinco años». Pero esta guerra continua no pretendía aniquilar al enemigo de turno, ni cambiar el orden mundial, pues tales superestados «no se hallan divididos por diferencias ideológicas claras». Además, «el equilibrio de poder no se altera apenas». Lo cual no obstaba para que «el histerismo bélico» fuera «continuo y universal», con saqueos, matanzas, etc. Los tres guerreaban constantemente por los valiosos minerales y mano de obra barata existentes [escribe Orwell] en un territorio que no pertenecía «de un modo permanente a ninguno de ellos» y se extendía dentro de «un cuadrilátero, con sus ángulos en Tánger, Brazzaville, Darwin y Hong-Kong, que contiene casi una quinta parte de la población de la Tierra», así como por «las zonas polares» (pp. 144-146).
Esto no obstante, lo destacado es que los objetivos de aquella guerra se orientaban sobre todo a la conservación del orden interno en cada Estado. El estado de guerra, como el de alarma ocasionado por una pandemia (sea ésta por covid-19 o por otra enfermedad), permite muchas más acciones e intervención social a los gobernantes y muchas menos rebeldías y resistencias a los gobernados. Las analogías entre los efectos de una guerra y los de una pandemia son tales que pueden inducir a pensar que, según dicen algunos por ahí, lo que estamos sufriendo tiene algo de plandemia. Según Orwell, aquella guerra carecía de objetivos de conquista o derrota, y aquellos superestados, más que combatirse, procuraban con ella mantener sus sociedades jerarquizadas y sumisas. Se trataba de evitar un general enriquecimiento que permitiera a los más pobres estudiar, educarse y, tras ello, intentar, y quizás lograr, sustituir a los que se hallaban arriba: «El problema [explica] era mantener en marcha las ruedas de la industria sin aumentar la riqueza real del mundo. Los bienes habían de ser producidos [para mantener el dinamismo], pero no distribuidos. Y, en la práctica, la única manera de lograr esto era la guerra continua». Ella permitiría consumir todo lo que sobrase «después de haber cubierto unas mínimas necesidades de la población». Además «un estado general de escasez aumenta la importancia de los pequeños privilegios y hace que la distinción entre un grupo y otro resulte más evidente». Es decir, se refuerza la jerarquización. Y, con ello, «La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, donde la posesión de un trozo de carne de caballo establece la diferencia entre la riqueza y la pobreza. Y, al mismo tiempo, la idea de que se está en guerra, y por tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca la condición natural e inevitable para sobrevivir» (p 148). Pero, ¿acaso no se produce análogo empobrecimiento y peligro, y la consiguiente entrega de poderes especiales al Gobierno, con la pandemia, o plandemia, que sufrimos?
En cuanto a la concreta estructura social de aquel superestado llamado Oceanía, señala Orwell que: «En el vértice de la pirámide está el Gran Hermano», que «es infalible y todopoderoso». Es «la concreción con que el Partido se presenta al mundo. Su función es actuar como punto de mira para todo amor, miedo o respeto, emociones que se sienten con mucha mayor facilidad hacia un individuo que hacia una organización. Detrás del Gran Hermano se halla el Partido Interior», que es el cerebro del Estado e integra a «menos del seis por ciento de la población de Oceanía». Después «tenemos el Partido Exterior», que, análogamente, puede considerarse las manos del Estado. «Más abajo se encuentra la masa amorfa de los proles, que constituyen quizá el 85 por ciento de la población» (p 159). Y, según señala Orwell, esa estructura social y «las condiciones de vida de los tres superestados son casi las mismas» (p 152). Observemos que esa concentración de todo el poder político en el Partido se produciría también en España si el partido gobernante, que en nuestro régimen parlamentario reúne los poderes Legislativo y Ejecutivo, consiguiera, como parece pretender, controlar también el Judicial.
La situación sociopolítica de 1984 se había producido tras sucesivas revoluciones en que los Medianos desplazaban a los Altos, llevando consigo a los Bajos mediante promesas de libertad y justicia, pero en ninguna se había «conseguido acercarse ni un milímetro a la igualdad humana». Con esa experiencia, en el siglo XX se acabó aceptando que los hombres no eran ni serían nunca iguales y que las sociedades habían de ser jerárquicas, para que cada cual desempeñase en ellas las funciones adecuadas a sus capacidades. Así, «los nuevos grupos de Medianos proclamaron de antemano su tiranía», propugnaran en su asalto al poder la dictadura del proletariado o cualquier otra. Desacreditada la ya vieja idea de un paraíso terrenal por las prácticas represoras de quienes, antes de alcanzar el poder, la defendían, en «cada variante de socialismo aparecida a partir de 1900 se abandonaba más abiertamente la pretensión de establecer la libertad y la igualdad» (pp. 155-156). Resultó así que, «hacia la década cuarta del siglo XX [según dice Orwell, refiriéndose al parecer a la llamada era de las dictaduras], todas las corrientes de pensamiento político eran autoritarias» [5]. Años después, tras algunas guerras y cambios, el INGSOC y sus rivales surgieron «cómo teorías políticas inconmovibles» e hicieron más eficaces los anteriores sistemas llamados totalitarios, a los que superaban en la «consciencia de lo que estaban haciendo» y en la mayor intensidad con que se dedicaban «a aplastar a la oposición. Esta última diferencia [destaca Orwell, y algunos parecen querer imitarlo] era esencial. Comparadas con la que hoy existe [escribe Orwell, refiriéndose a 1984], todas las tiranías del pasado fueron débiles e ineficaces». Dados los medios técnicos que prevé disponibles, el Estado, dice, podía tener vigilados a sus ciudadanos las 24 horas del día, a la vez que «rodeados sin cesar por la propaganda oficial. [...] Por primera vez en la Historia existía la posibilidad de forzar a los gobernados, no sólo a una completa obediencia a la voluntad del Estado, sino a la completa uniformidad de opinión» (p 157 ). El hecho de que la tendencia a ese control se entrevea y sea técnicamente posible también hoy, 2021, hace necesarios, a mi ver, contrapesos e instituciones sociales que le impidan prosperar.
En la previsión de Orwell, el nuevo grupo de Altos que habría surgido del «período revolucionario entre los años cincuenta y tantos y setenta [...] sabía lo que necesitaba hacer para salvaguardar su posición». Era ya conocido, dice Orwell, que «la base más segura para la oligarquía es el colectivismo. La riqueza y los privilegios se defienden más fácilmente cuando se poseen conjuntamente. La llamada 'abolición de la propiedad privada', [...] quería decir que la propiedad iba a concentrarse en un número mucho menor de manos que anteriormente, pero con esta diferencia: que los nuevos dueños constituirían un grupo en vez de una masa de individuos. Individualmente, ningún miembro del Partido posee nada, excepto insignificantes objetos de uso personal. Colectivamente, el Partido es el dueño de todo lo que hay en Oceanía, porque lo controla todo y dispone de los productos como mejor se le antoja». Expropiados los capitalistas en el inicial «acto de colectivización», todo sus bienes habían pasado a ser propiedad pública y, por tanto, a manos del Partido (p 158).
Tenemos, pues, que el Partido, encabezado por El Gran Hermano, concentraba todo el poder político del Estado, lo cual se aceptaba mejor por el estado de guerra; tenía también el control de toda la propiedad, antes privada y ahora pública; y todos los medios de vigilancia, propaganda y manipulación, cuyo alcance se muestra terrible. Es una casi plenitud de la idea totalitaria, que alcanza su cenit en la intervención que ahora veremos.
Aunque, según dice Orwell, «El mundo de hoy [1984], si lo comparamos con el anterior a 1914, está desnudo, hambriento y lleno de desolación» (p 146), y en aquel Londres empobrecido se carecía de alimentos, bebidas y otros productos de uso cotidiano, que a veces se podían adquirir clandestinamente, exponiéndose al castigo, en el mercado negro, eran constantes las referencias informativas oficiales a la creciente abundancia de todo. Pero nadie podía contradecir esas referencias, puesto que los medios de comunicación estaban en manos del Gobierno. Además, no cabía comparación, pues todo escrito, documento, monumento o cualquier otra huella anterior a la Revolución iban siendo sistemáticamente borrados y reelaborados. Así, si alguien conocía o recordaba todavía algo disconforme con la información oficial procuraba que no se le notase, pues ese algo sólo tenía existencia en su mente, sería indemostrable, y se enjuiciaría por el Partido como crimen mental o falsa acusación, lo cual conllevaba interrogatorio, tormento y muerte (pp. 84-85).
De ahí las angustias atribuidas al protagonista, Winston Smit, cuyo trabajo en el Ministerio de la Verdad consistía en modificar todo tipo de documentos con arreglo a las nuevas indicaciones que se le hacían y que, como tenía edad para recordar vagamente algunos hechos de su niñez, iba conociendo aquella constante falsificación, aunque la seguía practicando aterrado ante la idea de que algún error reflejase su crimen mental (crimental en neolengua). Él sabía que toda huella o referencia a un hecho histórico había de ser actualizada de acuerdo con lo que el Partido diera por cierto en la nueva situación, y la actualización había de hacerse tantas veces como la situación cambiase, ya que el Partido se decía infalible y tenía que demostrar que lo era. Según dice Orwell (con algún eco práctico en nuestro presente), «Este proceso de continua alteración no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a los libros, revistas, folletos, carteles, programas, películas, bandas sonoras, historietas para niños, fotografías, es decir, a toda clase de documentación o literatura que pudiera tener algún significado político o ideológico. Diariamente y casi minuto por minuto, 'el pasado era puesto al día' [entrecomillado mío]. De este modo, todas las predicciones hechas por el Partido resultaban acertadas según prueba documental. Toda la historia se convertía así en un palimpsesto, raspado y vuelto a escribir con toda la frecuencia necesaria. En ningún caso habría sido posible demostrar la existencia de una falsificación» (p 41).
En esta tarea no había órdenes de falsificación, sino de rectificación o corrección de supuestos errores. Cada cual hacía su trabajo por separado, sin reunirse en grupo o equipo, lo cual habría evidenciado el fraude. Pero, «Muy probablemente [pensaba Winston], una docena de personas trabajaban al mismo tiempo en distintas versiones rivales para inventar lo que el Gran Hermano había dicho 'efectivamente'». Después, algún cerebro superior elegiría y retocaría «esta o aquella versión» y, al fin, «la mentira elegida pasaría a los registros permanentes y se convertiría en la verdad» (p 44).
Este borrado y falsificación de la historia se extendía a todo tipo de productos pretéritos. Cualquier construcción importante se decía automáticamente que había sido construida después de la Revolución, mientras que «Los siglos de capitalismo no habían producido nada de valor». De ahí que, «Era imposible aprender historia a través de los monumentos y de la arquitectura. Las estatuas, inscripciones, lápidas, los nombres de las calles, todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre el pasado, había sido alterado sistemáticamente» (pp. 81-82). Es inevitable relacionar esto con la posible intención de lo que actualmente se está haciendo en España con los nombres de las calles y con tantas otras cosas. Supongamos, por ejemplo, que se empieza a decir que las casas baratas, los pantanos, la seguridad social, etc., son realizaciones recientes, posteriores desde luego a la época del general Franco. Quienes tenemos más de 80 años sabemos, porque lo hemos visto y vivido, que dichas casas y pantanos se construyeron bajo aquel régimen y que nuestros mayores, incluso los trabajadores del campo, cobraban ya entonces sus pensiones de jubilación, sus indemnizaciones por accidentes de trabajo, etc. Por muy grave crimental que fuera en el totalitario ambiente del INGSOC nos sería imposible evitar este pensamiento, al igual que nos lo es en la España actual, aunque no falten quienes oculten estas verdades y/o las asocien a connotaciones de grave disconformidad con lo políticamente correcto.
Hoy todo eso es demostrable, y sabiéndolo debemos reconocerlo. Pero, con el tiempo, nada se podría demostrar, pues «cuando la memoria fallaba y los testimonios escritos eran falsificados [escribe Orwell], las pretensiones del Partido de haber mejorado las condiciones de la vida humana tenían que ser aceptadas necesariamente porque no existía ni volvería nunca a existir un nivel de vida con el cual pudieran ser comparadas». Sólo por casualidad se hallaba a veces en Oceanía algún objeto, ya extraño, cuyo origen se desconocía y cuya calidad y/o belleza llamaban la atención, pero interesarse por ellos generaba graves sospechas y vigilancia de la Policía del Pensamiento, pues ello sugería la creencia de que el capitalismo había ocasionado algo bueno (pp. 78 y 79-82).
Mas tal vigilancia y control no bastaba al totalitarismo que Orwell denuncia y teme. En aquel proceso no sólo se destruían los objetos materiales. Se destruía y alteraba todo lo relativo al pretérito: objetos e instituciones, gentes, personas, hechos, ideas y sentimientos. Se aspiraba a eliminar toda relación interpersonal humana y a que sólo perviviese la adhesión al Partido. No se exigía sólo la obligada sumisión pública, sino el amor y leal adhesión privada. De ahí su manipulación y empleo del instinto sexual y familiar para espiar la intimidad. Pero la disensión, mayor o menor, se muestra inevitable en la diversidad social. Winston recordaba con añoranza los sentimientos humanos de su madre. Veía en ellos «una especie de nobleza, de pureza, sólo por el hecho de regirse por normas privadas. Los sentimientos de ella eran realmente suyos y no los que el Estado le mandaba». De acuerdo con ellos, cuando se quería a alguien, «si no había nada más que darle, siempre se le podía dar amor». En las relaciones humanas, «un abrazo, una lágrima, una palabra cariñosa dirigida a un moribundo, poseían un valor en sí». Quizás por eso, el Orwell/Winston no da todavía por irremisiblemente perdidos esos valores, ya que añade: «De pronto pensó Winston que los proles seguían con sus sentimientos y emociones. No eran leales a un Partido, a un país ni a un ideal, sino que se guardaban mutua lealtad unos a otros. Por primera vez en su vida, Winston no despreció a los proles ni los creyó sólo una fuerza inerte. Algún día muy remoto [y aquí muestra Orwell su antes aludida esperanza análoga a la de Huxley] recobrarían sus fuerzas y se lanzarían a la regeneración del mundo. [...] Los proles son humanos. [...]. Nosotros, en cambio, [dice pensar Winston, refiriéndose a los miembros del Partido], no somos humanos» (pp. 106 y 129).
Con esta sensación, Winston vivía en un continuo y cauteloso fingimiento, sin dejar, en una especie de sin vivir, que su pensamiento fluyera libremente por miedo a que, en algún descuido, se descubriera su mental rechazo hacia aquel régimen político. Su continuo fingir incluía, además de su trabajo, sus forzada asistencia a centros y reuniones como buen y entusiasta ciudadano del INGSOC, manifestar colectivamente su odio al enemigo durante los reglamentados minutos diarios dedicados a ese fin, y especialmente en la preparación y celebración de las llamadas Semana del Odio.
Una de estas Semanas del Odio contra Eurasia, sirve de ejemplo para mostrar otro aspecto de la falsificación de la historia: hecha la paz con ella, se pasa a la guerra contra Asia Oriental, con lo que todas las manifestaciones de la Semana del Odio (insultos, carteles, documentos y demás alusiones) deben cambiarse hacia ésta, afirmando todos que la guerra y la alianza siempre habían sido así. Tras el trabajo de Winston y de sus compañeros en el Ministerio de la Verdad no queda «en toda Oceanía ni una sola referencia a la guerra con Eurasia ni a la alianza con Asia Oriental». Según señala Orwell, aquella auto-aniquilante ficción tenía a Winston agotado. Pero «Es curioso [observa, destacando el envilecedor efecto del mentir] que no le preocupara el hecho de que todas las palabras que iba murmurando en el 'hablescribe', así como cada línea escrita con su 'lápizpluma', era una mentira deliberada. Lo único que le angustiaba era el temor de que la falsificación no fuera perfecta, y esto mismo les ocurría a todos sus compañeros». Realizaban así «una hazaña que nadie podría mencionar nunca». Y con ella, «Era imposible ya que ningún ser humano pudiera probar documentalmente que la guerra con Eurasia había sucedido» (pp. 142 y 143). Este afán de falsificar la historia, tan reiteradamente denunciado por Orwell, parece no haberse extinguido, y sigue siendo hoy tan preocupante y lesivo para la verdad como entonces.
Pero todo tiene un límite. Winston, que estaba casado y sin esposa, porque ésta huyó de él, dominada por el desamor y la frigidez exigida por el Partido, que prohibía el placer incluso en la procreación, se topa con el amor que Julia, en forma arriesgada y sofisticadamente oculta le manifiesta. Enamorado, aunque su condición de casado lo hacía punible, intercambia sus ideas con Julia, que coincide con él en lo sustancial, tiene varios encuentros clandestinos con ella y, fortalecido así su ánimo y su modo de pensar, empujado hacia el natural vivir humano, arriesga más y más, hasta llegar a entrevistarse con el político O'Brien, que es miembro del Partido Interior y parece ocultar ideas y actitudes semejantes a las suyas. Le manifiestan su deseo de afiliarse a la Hermandad de resistencia en que le suponen influyente, comprometiéndose, un tanto irreflexiva y desesperadamente, a realizar cualquier acto, por vil y cruento que fuese, para liberarse del totalitarismo que sufrían.
Winston confirma y refuerza todavía más su actitud crítica mediante la lectura de un libro prohibido de Historia (prestado ladinamente por O'Brien) en el que, junto a gran parte de sus anteriores observaciones, se hacen notar abundantes contradicciones en la conducta de aquel Partido colectivista que, sin embargo, rechaza y envilece los anteriores principios del movimiento socialista; «Predica el desprecio de las clases trabajadoras» (los proles), pero uniforma a sus miembros con el mono azul; «socava la solidaridad de la familia y al mismo tiempo llama a su jefe supremo» El Gran Hermano; y semejante contradicción hay entre los nombres de sus ministerios y lo que producen: el de la Paz-guerra, el de la Verdad-mentira, el del Amor-tortura, y el de la Abundancia-hambre. Pero estas contradicciones «no son accidentales», sino «ejercicios de doblepensar» tendentes a que «el estado mental predominante sea la locura controlada», ya que «sólo mediante la reconciliación de las contradicciones [propia de ese doblepensar o locura] es posible retener el mando indefinidamente» (p 165) .
Con estas lecturas, Winston se reafirma en su idea de que la verdad existe. Ya no se siente un loco, aunque la tenga que defender él solo. La cordura, piensa, no depende de la estadística. Pero entonces resulta que O'Brien pertenecía a la Policía del Pensamiento, los estaba vigilando, y pocos días después los apresa e inicia su terrible interrogatorio y tormento.
Orwell, que había dedicado la parte primera de 1984 a la presentación del ambiente totalitario, de los personajes y de las dificultades de cualquier atisbo de vida humana en él, y la segunda a la agravación de dichas dificultades en las relaciones amorosas, más vigiladas por el temor totalitario al personal refuerzo o sinergia mental y anímica que a dichas relaciones se atribuye, inicia entonces su parte tercera, dedicada al análisis de distintos modos, aspectos y fines del tormento durante el interrogatorio.
Tras unas cuantas sesiones en que se describen terribles imágenes de tormento físico y mental, Winston, como solía ocurrir a todos, «se había convertido en un muñeco: una boca que afirmaba lo que le pedían y una mano que firmaba todo lo que le ponían delante. Su única preocupación consistía en descubrir qué deseaban hacerle declarar para confesarlo inmediatamente antes de que empezaran a insultarlo y a amenazarlo» (pp. 184-185). O'Brien, que es su antagonista y quien dirigía todo, se le mostraba «su atormentador, su protector, su inquisidor y su amigo» (p 186). Las conversaciones que entre uno y otro se suponen durante el interrogatorio y tormento sirven a Orwell para perfeccionar su expresión de la idea de totalitarismo. Señala que todo miembro del Partido, como lo era Winston, había de ser creyente de su doctrina. Si recordaba, pensaba o veía algo que era contrario a ella o a lo dicho por el Partido era porque estaba enfermo, y esto es lo que le pasaba a Winston: recordaba guerras y documentos que, según el Partido/O'Brien, nunca habían existido. Recordaba personas inocentes de las que, tras ser condenadas y vaporizadas, no se sabía que hubieran existido. Winston tenía que aprender a practicar el doblepensar: decir, pensar y saber que la misma cuestión era sí o no, según lo que dijera el Partido en cada momento. La realidad sólo existía en la mente del Partido. Esto era así porque, destruidos los documentos, el pasado sólo existía en la mente humana; pero «No en la mente individual, que [le dice O'Brien] puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Este es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello [le explica O'Brien, reflejando la ironía y repulsa de Orwell] se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo» (pp. 187-189). ¿Verdad que cuando uno oye afirmar tantas veces una cosa y su contraria se siente solidario con Winston? Pues bien, ya tenemos la posverdad.
Y como el ser humano Winston se resiste a su autodestrucción, se hace necesario el tormento. Viendo el fanatismo y seguridad con que hablaba su, pese a todo, admirado O'Brien, llegaba a dudar Winston de si realmente existiría aquella demencial dislocación de los pensamientos. En todo caso, con ella se cumplía la consigna del Partido, que, según le hace recordar O'Brien, decía: «El que controla el pasado controla el futuro; y el que controla el presente controla el pasado». Así, pues, como el Partido controlaba el presente (con todo el poder político estatal, su exhaustiva vigilancia, propaganda, etc.), controlaba también el pasado (del que sólo dejaba o construía los documentos y huellas que deseaba), y, por tanto, controlaba igualmente el futuro (que sería función de sus acciones). ¿Verdad que esta actitud parece tener ecos alarmantes?
Winston, desfallecido, dudaba, no sabía si veía cuatro dedos o cinco, pero no podía renunciar a su razón, no aprendía ni aceptaba la práctica del doblepensar. De ahí la continuidad del tormento que, de acuerdo con las irónicas contradicciones señaladas por Orwell, recibía en el Ministerio del Amor, al que lo habían llevado, le dice O'Brien, «¡¡Para curarte!! ¡¡Para volverte cuerdo!!» (pp. 88 y 191-192).
Tal tratamiento era indispensable para asegurar la perpetuación de aquel régimen, según explica O'Brien a Winston: «Lo primero que debes comprender [le dice] es que éste no es un lugar de martirio». Se trata de no cometer los errores de las persecuciones antiguas ni de la Inquisición medieval, con las que «por cada hereje quemado han surgido otros miles de ellos». Esto ocurría, dice, porque los mataban cuando aún no se habían arrepentido ni abandonado sus creencias heréticas, y «así toda la gloria pertenecía a la víctima y la vergüenza al inquisidor que la quemaba. Más tarde, en el siglo XX, han existido los totalitarios, como los llamaban: los nazis alemanes y los comunistas rusos. Los rusos persiguieron a los herejes con mucha más crueldad que ninguna otra inquisición». Pensaban, añade, «que habían aprendido de los errores del pasado», y «sabían que no se deben hacer mártires». De ahí que «antes de llevar a sus víctimas a un juicio público, se dedicaban a destruirles la dignidad. Los deshacían moralmente y físicamente»; y todos se acusaban entre sí y a sí mismos de lo que fuera para evitar el tormento. Pero aquello no fue eficaz, «porque las confesiones que habían hecho eran forzadas y falsas». En cambio, afirma O'Brien, «Todas las confesiones que salen de aquí son verdaderas. Nosotros hacemos [afirma] que sean verdaderas». Además, nadie podría reivindicar las huellas de Winston. «La posteridad [le espeta O'Brien] no sabrá nada de ti. [...] No habrás existido» [6]. Este borrado o vaporización de la vida histórica, particular o general, para sustituirla por una versión inventada, es central, como vamos viendo, en la idea que Orwell da del régimen que dice prever para 1984. Es una forma de evitar, tanto hoy como entonces, críticas documentadas y el posible debilitamiento y caída de regímenes como aquel.
Pero hay, además, otro motivo por el que corregir a quien se considera que comete un crimental. Así lo ironiza Orwell, por boca de O'Brien: «Te explicaré por qué nos molestamos en curarte. Tú, Winston, eres una mancha en el tejido; una mancha que debemos borrar. [...] No nos contentamos con una obediencia negativa, ni siquiera con la sumisión más abyecta. Cuando por fin te rindas a nosotros, tendrá que impulsarte a ello tu libre voluntad». Esta idea se reitera una y otra vez: «Al hereje político le quitamos [dice O'Brien] todo el mal y todas las ilusiones engañosas que lleva dentro; lo traemos a nuestro lado, no en apariencia, sino verdaderamente, en cuerpo y alma. Lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo». Esa es la diferencia con todo lo anterior: «Incluso la víctima de las purgas rusas [explica de nuevo O'Brien/Orwell, insistiendo en la acción comunista estaliniana] se llevaba su rebelión encerrada en el cráneo cuando avanzaba por un pasillo de la prisión en espera del tiro en la nuca. Nosotros, en cambio, hacemos perfecto el cerebro que vamos a destruir. La consigna de todos los despotismos era: 'No harás esto o lo otro'. La voz de mando de los totalitarios era: 'Harás esto o aquello'. Nuestra orden es: 'Eres'. Ninguno de los que traemos aquí puede volverse contra nosotros. Les lavamos el cerebro» (p 193). ¿No hay cierta similitud con esto en la tendencia adoctrinadora de ciertas actividades, regionales y no regionales, que se dicen educativas, y en la propaganda y manipulación de las noticias y mensajes emitidos por algunos medios de comunicación? Y hasta es posible que quienes esto hacen lo hagan creyéndolo bueno, sin ánimo de engañar, según señala Orwell diciendo que Winston, viendo el fanático aspecto de la cara de O'Brien, pensó: «No está mintiendo, [...] no es un hipócrita; cree todo lo que dice» (p 193).
El objetivo de aquel régimen no era un supuesto bienestar general u otro ideal presente o futuro: «...el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa [afirma O'Brien] el bienestar de los demás [...]. Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, [...] que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales. Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura». Es decir, se pretende un poder perpetuo y total. Los gobernantes «Somos [dice O'Brien] los sacerdotes del poder. [...] El poder es Dios». Esta idea se dice fundamentada en que «el poder es colectivo». De ahí la consigna de que La libertad es la esclavitud, puesto que, según explica O'Brien/Orwell, con ecos de El Contrato Social de Rouseau, el individuo puede salvaguardar cierta libertad haciéndose esclavo del Partido. Si es capaz de anular su identidad y de «fundirse con el Partido, de modo que él es el Partido, entonces será todopoderoso e inmortal» (pp. 198-199).
Esa fusión encierra la aniquilación del individuo: el poder del Partido se ejerce sobre el cuerpo y espíritu humanos. Se manifiesta viendo obedientes y sumisos a quienes hace sufrir, pues lo placentero puede obedecerse por voluntad propia y no por ser la del Partido: «El poder radica en infligir dolor y humillación. [...] en la facultad de hacer pedazos los espíritus y volverlos a construir dándoles nuevas formas elegidas por ti». No se trata, pues, de producir amor ni bienestar general, sino dolor. Un mundo en el que la vigencia del poder se note en que persiste pese a que las únicas emociones serán «el miedo, la rabia, el triunfo y el auto-rebajamiento. Todo lo demás [dice O'Brien] lo destruiremos, todo». Y añade: «Ya estamos suprimiendo los hábitos mentales que han sobrevivido de antes de la Revolución. Hemos cortado los vínculos que unían al hijo con el padre, un hombre con otro y al hombre con la mujer. Nadie se fía ya de su esposa, de su hijo ni de un amigo. Pero en el futuro no habrá ya esposas ni amigos. Los niños se les quitarán a las madres al nacer, como se les quitan los huevos a la gallina cuando los pone. El instinto sexual será arrancado donde persista. La procreación consistirá en una formalidad anual como la renovación de la cartilla de racionamiento. Suprimiremos el orgasmo. Nuestros neurólogos trabajan en ello. No habrá lealtad; no existirá más fidelidad que la que se debe al Partido, ni más amor que el amor al Gran Hermano» (p 201. Ver también pp. 106 y 129).
¿No resuena esto con estruendo hoy, cuando, tras las diversas prédicas feministas y de LGTBI, cualquier mujer puede sentir miedo de que se le acerque un hombre, dada la difundida idea de que suele ser un violador, maltratador y asesino? ¿Y no puede cualquier hombre sentir reparo al acercarse a una mujer, dado que una simple denuncia, por falsa que sea, puede trastornar su vida gravemente? ¿Y qué decir sobre la eliminación del instinto sexual, atropellado ya por toda una gama de géneros adoptables a la carta? ¿Y qué, respecto a la deriva de la idea de matrimonio (inter pares), familia (monoparental), divorcio (exprés), etc. etc.? No parece ir desencaminado Orwell tampoco en la tendencia a quitarles los hijos a las madres, cuando ya se advierte, especialmente en la educación, algo parecido. La intervención estatal que imaginó no reglamentaba, todavía, el aborto del comienzo de la vida, ni el de su final, como se pretende hoy, con la eutanasia. No se refiere tampoco a la transexualidad, ni a su reglamentación. Todo se puede mejorar con el tiempo.
Pero con lo dicho parece expresar Orwell la idea de que esa estatalización de la vida social impediría la libertad y creatividad individual y desnaturalizaría la vida humana: «No habrá risa, excepto la risa triunfal cuando se derrota a un enemigo. No habrá arte, ni literatura, ni ciencia. No habrá ya distinción entre la belleza y la fealdad. Todos los placeres serán destruidos». Sólo quedará, dice O'Brien, «el afán de poder, la sed de dominio», representados en «una bota aplastando un rostro humano... incesantemente» (pp.201-202).
Al final, el recurso en el tormento a la fobia que Winston tenía a las ratas acaba con sus últimas resistencias humanas y, anulados sus sentimientos, aceptada esa bota, «todo alcanzaba la perfección». Winston «Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al Gran Hermano» (pp. 202-224, especialmente ésta última).
Sólo añadiré, para concluir, que las analogías señaladas son, a mi ver, incompatibles con el progreso y deseable perfeccionamiento humano, cuyo logro exige un libre y responsable desarrollo individual y social que, conociendo lo estimado verdad histórica, libremente investigada y revisada, posibilite la generación y aporte de ideas nuevas que, partiendo de la verdadera situación anterior, la vayan superando.
Fotograma usado en la fotocomposición de la cabecera.
[1] Biografía accesible en https://www.fnac.es/George-Orwell/ia91986/biografia.
[2] Texto accesible en https://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/libros/....pdf. ORWELL, George: Homenaje a Cataluña.Cap. I.
[4] ORWELL, George:1984. Salvat, Estella, 1970, pp. 11-12 y 185.
[5] ORWELL, George:1984. Cap. IX. Accesible en https://freeditorial.com/es/books/1984. Tomo de esta Ed. el texto que entrecomillo porque no se halla en el mismo párrafo (p 156) de la edición que vengo citando.
[6] ORWELL, George:1984., Cit., p 192. La falsedad de las declaraciones de los rusos represaliados por Stalin es también acreditada por CARR: Edward H.: La Revolución rusa. De Lenin a Stalin, 1917-1929. Barcelona, Altaya, 1996, pp. 220-221, donde, refiriéndolas, dice que dieron lugar a «procesos teatrales».