La Transición previsible y la Transición imposible
En realidad, todo el periodo del régimen de Franco fue una etapa de transición: Desde la apuesta inicial por una versión española del fascismo –imposible tras la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial–, pasando por un nacional catolicismo –desautorizado tras el Concilio Vaticano II–, hasta el triunfo clamoroso del llamado aperturismo en todos los frentes; desde la autarquía hasta el Plan de Estabilización del 59, en el que alternaban keynesianismo y un cierto liberalismo; desde un pasajero aislamiento geoestratégico a un posicionamiento evidente del lado del atlantismo anticomunista liderado por EEUU. Todo conducía hacia un régimen postfranquista homologable a los regímenes del mundo occidental, y pocos dudaban de ello. La Transición, tal y como se desarrolló, era bastante previsible. Quizá no fueran previsibles las excesivas concesiones a separatistas y a comunistas; pero todo lo demás, hasta el propio Franco es seguro que lo preveía.
El nacionalsindicalismo de los falangistas, a falta de un desarrollo teórico y de una voluntad política para implantarlo, tras el fin de la S.G.M, no pasó de ser una referencia meramente retórica. Tan solo el ministro secretario general, José Luis de Arrese, intentó darle una proyección estructurada y elaboró una propuesta de constitución para institucionalizar al Estado franquista como alternativa original y sin parangón en su contexto internacional. O se institucionalizaban los principios de lo quedaba del partido FET y de las JONS, o el futuro, tras la aprobación de la Ley de Sucesión, preveía Arrese, sería el retorno a una monarquía liberal parlamentaria después de Franco, como así ocurrió. Lo que Arrese veía venir era la restauración –que no instauración– de la monarquía parlamentaria, a la que se reconocía una legitimidad interrumpida; y que se sentiría libre, de acuerdo con esa legitimidad propia –no recibida del Caudillo– para seguir el rumbo que estimase conveniente, con o sin Movimiento Nacional. La ley de Sucesión había sido redactada para que el sucesor de Franco fuera el príncipe de mejor derecho hereditario; no el que mejor pudiera servir a las finalidades del Movimiento:
«Al fallecimiento, renuncia o incapacitación del Caudillo, el Consejo del Reino llamará a ocupar el Trono de España al príncipe de mejor derecho, en el cual se establecerá la sucesión por ley de mayor a menor, prefiriendo la línea masculina a la femenina».
Advertía Arrese, proféticamente:
«Al adoptar esta fórmula no solo se efectuaba la rendición sin condiciones del Movimiento, sino que además se proclamaba en ella la ilegitimidad del Caudillo. Esto era lo más curioso: la ley empezaba por un artículo que parecía redactado con el exclusivo objeto de proclamar de jure al Caudillo jefe del Estado español y continuaba con este artículo que le declaraba usurpador: usurpador porque, si efectivamente España se convertía en reino y a la muerte del Caudillo se llamaba a sucederle al “príncipe de mejor derecho”, sucedía que, como este mejor derecho no lo tenía porque el Caudillo se lo diera con su muerte, sino que a su muerte se lo dejaba ejercer, resultaba que mientras viviera se lo estaba impidiendo; es decir, usurpando el ejercicio de un derecho que la ley empezaba por reconocer como título exclusivo de sucesión».
No fueron las últimas cortes franquistas las que se hicieron el harakiri político; el propio Franco ya había apuntado con la espada a su propio régimen.
***
Adolfo Muñoz Alonso, aparte de ser un filósofo original que aportó al Personalismo Cristiano una particular visión agustiniana, fue también un importante definidor de la doctrina falangista en su versión joseantoniana. Es bien conocida su obra Un pensador para un pueblo, editada por Almena en 1969. Aparte de catedrático de la Universidad de Murcia fue Consejero Nacional del Movimiento y director del Instituto de Estudios Sindicales, institución que abrió a numerosas colaboraciones de personas que se situaban fuera, e incluso enfrente, del régimen franquista. Entre las publicaciones del IESSC pueden encontrarse artículos de Francisco Royano (de la CNT interior) o del sociólogo Manuel Lizcano Pellón. Lizcano, con pleno consentimiento de Muñoz Alonso, publicó un ensayo en el IESSC titulado Los sindicatos y la revolución española, que provocó su cese definitivo en el citado instituto, pues colmó la paciencia de la derecha franquista. Su tesis: el instrumento generador de la revolución de 1936, en las trincheras de ambos lados, había sido el sindicalismo; el país, debía seguir la vía del sindicalismo, trascendiendo todo cuanto se redujera a un simple sindicalismo de gestión interno al sistema capitalista, que ello estaba siendo un hecho diferencial español, a partir de la Internacional, sección española de 1868. Lizcano había sido también patrocinado por el que fuera vicepresidente del Gobierno y capitán general, don Agustín Muñoz Grandes, con quien compartía afinidades en cuanto al futuro político de España, bastante viables, por cuanto representaba la alternativa “humanista”, frente a la “dura” de su rival Carrero Blanco. Don Agustín, según Lizcano, era un hombre «en el mejor de los sentidos, bueno».
La última baza, pulverizada la Falange, para darle al régimen franquista una salida democrática diferente a la democracia asociada al liberal-capitalismo, se jugó no en el terreno político sino en el sindical. La baza era muy débil y con muy pocas probabilidades de éxito, pues, como veremos, se encontró con oposición desde frentes muy diversos. La iniciativa partió del falangista Muñoz Alonso y contó con la colaboración de Manuel Lizcano, quien actuó como puente entre cierto falangismo que aún quedaba en la Central Nacional Sindicalista (CNS) –los sindicatos verticales franquistas (que nada tenían que ver con los propuestos por la Falange originaria)– y unos representantes de la CNT clandestina del interior. Lizcano había establecido relación con Lorenzo Iñigo, entonces secretario general de la central anarcosindicalista, Francisco Royano, Fulgencio Sañudo y otros dirigentes, entre los que se encontraba Natividad Adalia –ferroviario sucesor de Pestaña al frente del Partido Sindicalista–. Había descubierto que entre su pensamiento cristiano, comprometido con la liberación de los oprimidos desde una reinterpretación y recuperación de las tradiciones hispanas y comuneras, y las ideas de los cenetistas, existían muchas coincidencias. Coincidían también en su anticomunismo y estaban de acuerdo también en que era preciso evitar que el partido comunista, a través de las Comisiones Obreras que fundara, junto con otros, el falangista y militante cristiano Ceferino Maestú, copara, con su táctica de infiltración, todos los cargos de la base de los sindicatos verticales. Pensaban que la Organización Sindical podría ser un factor muy importante en el establecimiento de la democracia en España.
El diálogo con los representantes cenetistas giraba en torno a los Cinco Puntos, de la Carta de Amiens de 1906. Al ideólogo falangista Muñoz Alonso le interesaron mucho tales debates y pensó que podían, nuevamente, darse las condiciones para atraer a lo que quedaba de la CNT interior hacia una confluencia con una versión del nacionalsindicalismo más auténtica que la burocrática de los sindicatos oficiales: intento que tenía su precedente y en el que no habían tenido éxito ni las JONS de Ramiro ni la Falange de José Antonio; tampoco Luis González Vicén allá por el año 1943 tuvo éxito en empresa parecida, ni Narciso Perales con su clandestina Alianza Sindicalista de 1945.
Adolfo Muñoz Alonso, desde el IESSC lanzó la propuesta que luego se dio a conocer como Cincopuntismo. Se trataba de hacer una traslación de los cinco puntos de Amiens a la situación española de los años sesenta, para intentar una transformación de la pesada burocracia verticalista hacia un sindicalismo representativo, democrático y de gestión. Se logró un acuerdo recogido en otros “cinco puntos”, que, entre otras cosas, reconocían como un grupo de antiguos militantes del movimiento obrero libertario han tenido conversaciones con un grupo de militantes del Sindicalismo Nacional, en la sede del Instituto de Estudios Sindicales de Madrid, con el fin de explorar sobre las posibilidades de unidad en el movimiento obrero, en orden a ser factor positivo en el compromiso nacional de lograr un país económicamente próspero, políticamente progresivo y socialmente justo, marginando los problemas ideológicos que podrían separar a los trabajadores. Se puso de relieve como las diferencias eran menos graves de lo que podía temerse por anticipado. Y resumían sus acuerdos provisionales en los siguientes puntos:
- En unos momentos en los que se trata de armonizar nuevas estructuras en todas las esferas de nuestra sociedad, la pluralidad de sindicatos, bajo distintas ideologías políticas, significaría un grave conflicto, no solamente para la propia clase trabajadora, sino para la sociedad en su conjunto. Por todo ello, el Sindicato debe ser único, mientras que los trabajadores serán libres para profesar ideas o creencias con arreglo a su propia conciencia individual. La afiliación será automática en cuanto se ejerza una actividad laboral o de producción, y no se producirán discriminaciones políticas, religiosas o de cualquier otra clase, en cuanto que afectaría a los derechos inalienables de la persona humana.
- Los principios de constitución del sindicalismo son los siguientes: Autogobierno, Independencia respecto al Gobierno, a la Administración o a cualquier otra entidad oficial del Estado, Autonomía respecto a las organizaciones políticas existentes o que puedan existir en la Nación, Separación de las organizaciones empresariales, sin perjuicio del mantenimiento o de la constitución de órganos de relación y coordinación de carácter institucional.
- Los trabajadores encuadrados en sus organizaciones sindicales recaban el gobierno y la administración de las entidades que se engloban en la consideración de mutualismo laboral. Asimismo se hace necesario alcanzar la participación suficiente de los sindicatos obreros en cualquier empresa o institución social en todos los ámbitos: municipales, provinciales, regionales o de naturaleza estatal o paraestatal; en las empresas nacionalizadas: en la planificación y ejecución de la política de desarrollo económico y social y en los órganos representativos de gestión, de consulta y de legislación general.
- La huelga constituye un derecho de fuerza que debe ser reemplazada por otro procedimiento de convivencia humana. No obstante, mientras las estructuras de la sociedad contemporánea permitan los abusos antisociales de los distintos sistemas de explotación económica, los trabajadores deberán disponer del derecho de huelga que equilibre su situación de inferioridad en la sociedad respecto a los posibles infractores capitalistas. Este derecho se aplicaría una vez que, regulados convenientemente los conflictos colectivos, se agotaran todos los procedimientos de avenencia mediante la negociación, y en este caso solamente serían lícitas las huelgas declaradas por las propias organizaciones sindicales obreras. Idénticas garantías y requisitos serán exigibles para el lock-out empresarial.
- El sindicalismo propugna el desarrollo del cooperativismo, tanto en el campo de la producción como en el del consumo, por entender que constituye un instrumento decisivo para alcanzar la reforma indispensable de las estructuras económicas, al fomentar un nuevo tipo de propiedad que acelerará la expansión de la renta nacional y hará más fácil y humana la convivencia de los factores de la producción.
Un acuerdo adicional invitaba a unirse a este acuerdo a los sectores obreros de la Confederación Nacional del Trabajo, Unión General de Trabajadores, Comisiones Obreras y Demócratas Cristianos, invitándoles a que, si en principio los aceptan, se incorporen, dentro del espíritu en ellos expuesto, al estudio conjunto para su aprobación definitiva.
Era imposible que tales acuerdos salieran adelante. Enfrente se encontrarían con la clerecía anarquista del exterior (Federica Montseny), que consideraban a Iñigo y demás cincopuntistas como unos traidores y a Lizcano como un agente del franquismo; con los comunistas que, mediante las Comisiones Obreras clandestinas (nacidas en el Centro Social Manuel Mateo) estaban copando los cargos electos intermedios de enlaces y vocales de los sindicatos oficiales; y, por supuesto, con el aparato franquista que se estaba preparando para una transición hacia un régimen liberal-capitalista sin cortapisa sindicalista alguna.
Desde una óptica diferente a la que ofrecen las dos caras, izquierda y derecha, del sistema que finalmente se impuso, el objetivo del pacto cincopuntista, en palabras de Lizcano, era el de «evitar una restauración al estilo canovista, que fuese más de lo de antes: un mero régimen de oligarquías burguesas y partidos de “aparato”, dóciles a la globalización capitalista. Nuestra Transición postfranquista estaba infectada de “progresismo” consumista y permisivo y, encima uncida al carro “federalista” y neoliberal de la eurocéntrica Unión Europea, cuando no al complaciente protectorado de Estados Unidos».
La Transición hubiera sido muy diferente con un sindicato único y obligatorio, pero plural y democrático; comprometido con la promoción de empresas cooperativas de producción y consumo, así como impulsor de la participación de los sindicatos obreros en cualquier empresa o institución social, en todos los ámbitos: municipales, provinciales, regionales o de naturaleza estatal o paraestatal. Y también en las empresas nacionalizadas, en la planificación y ejecución de la política de desarrollo económico y social, y en los órganos representativos de gestión, de consulta y de legislación general, tal y como propugnaban los acuerdos cincopuntistas. Algo inasumible para el capitalismo neoliberal que vino después. Y la insólita coincidencia, aunque por motivos diferentes, de Franco con la clerecía dogmática anarquista, con el autoritarismo comunista y con la miopía, o la traición, de una izquierda homologable con la socialdemocracia europea, cortó de raíz este original proyecto.