Un voto patriótico
Recuerdo muy bien que, en los orígenes de nuestra democracia, Herrero y Rodríguez de Miñón, reaccionando contra quienes consideraban las elecciones municipales de escasa importancia política, explicó que tales elecciones podían ser reactivas, indicativas o decisivas. Según el ilustre jurista, en las democracias estables, como son las de los países anglosajones, las elecciones municipales se permiten el lujo de ser reactivas y sirven para propinar al partido en el poder un palmetazo suficientemente doloroso que, sin embargo, no pone en tela de juicio el contenido del Gobierno. En las democracias menos estables, donde los partidos concurrentes representan opciones mucho más enfrentadas, las elecciones municipales tienen una función, no sólo reactiva, sino también indicativa de que está próximo el cambio de mayoría. En la España de 1931, las elecciones municipales no fueron reactivas ni indicativas: Fueron, simplemente, decisivas.
Con este esquema, las próximas elecciones municipales y parcialmente autonómicas tienen que ser terminantemente indicativas de que las elecciones generales del otoño serán, también terminantemente, decisivas.
Nunca antes ahora, en nuestra historia democrática, se había planteado una confrontación electoral en la que el partido que gobierna niega legitimidad democrática a cualquier alternativa. Dicho en otras palabras, para el presidente Sánchez, tanto el Partido Popular como Vox implican, de ganar, un retroceso al autoritarismo, un asalto a las instituciones y un riesgo para la vida constitucional que él simboliza con carácter exclusivo. Como los republicanos de 1931, que se empeñaron en fabricar una República sólo para media España, el Gobierno Sánchez y la parte del Partido Socialista que hasta ahora le respalda, quieren el monopolio democrático y la consiguiente perpetuación del exilio interior en que les gustaría recluir a sus opositores.
Quien tenga ya alguna edad, recordará sin duda que en las históricas elecciones de 1982, UCD y AP competían por el liderazgo de la derecha que consiguió la segunda, mientras el Partido Socialista Obrero Español alcanzaba una mayoría absoluta espectacular. Nadie, en ningún partido, ni antes ni después de las elecciones, cuestionó la legitimidad del PSOE ni la de su victoria y fuimos muchos los que considerábamos positivo que llegaran al Gobierno, para consolidar simultáneamente la democracia y la Corona. Felipe González, como todos, cometió errores –alguno imperdonable– pero nadie se sintió nunca perseguido, insultado o descalificado por su Gobierno.
La situación actual es, desdichadamente, bien distinta y exige una rectificación tan apremiante que solo la actual oposición puede llevarla a cabo.
Gobierna España un personaje que plagió su tesis doctoral, que después de proclamar que no dormiría aliado con Podemos, incluyó en su Gobierno a sus principales dirigentes, que está aprobando decretos-leyes para conformar las realidades sociales a su gusto y al gusto de las minorías que quieren banalizar el matrimonio, destruir la familia, cambiar de sexo, reducir las exigencias educativas o violar el derecho a estudiar en español en cualquier parte del territorio nacional.
Se cumple este año un siglo de la Dictadura de Miguel Primo de Rivera y, en el afán denostador de los autoritarismos, son pocos los que recuerdan que en el cuarto de siglo anterior, es decir, desde 1898, no fueron pocos los pensadores españoles que reclamaban un autócrata, un líder, un conductor.
La antología es fácil de hacer.
Lucas Mallada incluye en su libro de 1890 Los males de la patria y la futura revolución española el párrafo siguiente:
«Si los males de la patria continúan sin enmienda, si a los males de ahora se agregasen otros nuevos, esa juventud querrá respirar atmósfera más pura, volverá los ojos a la República, querrá acomodar el país a nuevas instituciones; y entre esa juventud unida y compacta, fuerte y animosa, resonará la voz de algún caudillo que arrastrará en pos de sí toda la masa al grito de ¡Viva España con honra!».
Sería después Macías Picavea, en su obra El problema nacional, de 1899, el que escribe:
«Éste, precisamente este… es el momento para España de la aparición de un hombre, del hombre histórico, del hombre genial, encarnación de un pueblo y cumplidor de sus destinos». «Repito –dirá más adelante– que la hora presente en España es la hora de un gran corazón y una gran inteligencia de ese fuste. Sólo bajo su dirección cabría la certeza del éxito, por cumplir cuantas condiciones para él son necesarias. Patriota ferviente, encarnaría en todas sus resoluciones el alma de la patria; mano de hierro, ante ella caerían, como ante el rayo las torres cuarteadas, oligarcas, banderías y caciques; apóstol y mesías del pueblo, sacudiría su modorra y despertaría su fe y sus entusiasmos; alta inteligencia, barrería hasta las últimas telarañas de nuestro fanatismo y nuestra barbarie, procurándonos en cambio inundaciones de civilización; actividad ubicua e indomable, a todo acudiría y nada dejaría sin la visita de su superior espíritu; poder robusto y triunfante, infundiría donde quiera respeto a nuestros enemigos o extraños; artista de naciones, renovaría grande y floreciente la nación hispana».
Más conocida es la apelación de Joaquín Costa en 1901 a la «política quirúrgica»:
«Esa política quirúrgica tiene que ser cargo personal de un cirujano de hierro, que conozca bien la anatomía del pueblo español y sienta por él una compasión infinita… que tenga buen pulso y un valor de héroe y, más aún que valor, lo que llamaríamos entrañas y coraje, para tener a raya a esos enjambres de malvados que viven de hacer morir a los demás, que sienta un ansia desesperada y rabiosa por tener una patria y se arroje, artista de pueblos, a improvisarla».
Julio Senador Gómez, que escribe en 1915 Castilla en escombros, se hace eco de esa tendencia, preguntándose:
«¿Quién de nuestros lectores no ha escuchado mil veces por lo menos la frase de que “aquí hace falta un hombre”? Esa es nuestra democracia. Una aspiración constante hacia la dictadura por embrutecimiento de las masas incapaces de regirse por sí mismas».
En febrero de 1920, nada menos que Ortega y Gasset publica en El Sol los dos famosos artículos en los que, declarando su «asco ilimitado» y su «amargura superlativa» ante la actitud de los militares que han constituido las Juntas de defensa, no encuentra...
«otra medicina para ellos y para la vida nacional que entregarles la responsabilidad del Gobierno. Ello sería un golpe de Estado, no hay duda. Pero sería, a la vez, un excelente golpe de pedagogía». «Todo hombre democrático, es decir todo hombre que respeta la idea del Derecho, –dirá también Ortega– debe preferir ver suspendida la legalidad a verla burlada y escarnecida. He aquí por qué nosotros pedimos la constitución de un Gobierno militar. Si creyéramos que existían en la política civil fuerzas suficientes para restaurar la ley, a ellas acudiríamos. Pero, exentos de proximidades sentimentales con los grupos políticos, libre nuestro juicio y abierta nuestra mirada sobre la verdad española, hallamos que esas fuerzas no existen… ¿Quién sabe si, a la postre, los militares, poco preparados para construir un cosmos nacional, lograran, en cambio, destruir el tinglado de la ficción nacional, bajo el que nos ahogamos».
Tres años después llegaron efectivamente los militares y se produjo el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera, a quien Ortega y Gasset confesó su «simpatía» y su «íntima adhesión», pero la Dictadura no fue precisamente un «golpe de pedagogía» y llegó a provocar que el filósofo renunciara a su cátedra de Metafísica, en señal de protesta.
Sé bien que nuestras circunstancias son muy otras y que no sería razonable equiparar la situación política de la España actual con la de los años veinte. Lo que quiero únicamente subrayar es que nuestra cultura política y, sobre todo, nuestra experiencia impiden hoy proponer soluciones de fuerza y nadie en su sano juicio sugeriría, como hace cien años, el recurso al caudillaje o a la autoridad militar.
Los cuerpos y fuerzas de seguridad españoles tienen muy bien profundizada la idea de la democracia y son plenamente conscientes de que es el poder civil quien tiene que dirigir los asuntos públicos. Por eso consideran que el episodio que protagonizó el teniente-coronel Tejero fue un esperpento incompatible con la dignidad de los uniformes.
No hay pues otra solución para los problemas que agobian a los españoles y para los riesgos que amenazan a España que acudir a las urnas a votar lo contrario de lo que representan Pedro Sánchez y todos los integrantes de su antipatriótica coalición. La victoria clara de una vigorosa alternativa tiene que constituir el «gigantesco movimiento purificador» que reclamaba también, hace algo más de un siglo, don José Ortega y Gasset.