Una lectura humana y social de la Biblia.
Poncio Pilatos, un político incapaz de hacer frente a la injusticia, acudió al recurso que hoy llamaríamos 'democrático' y preguntó al pueblo que abarrotaba el exterior si elegían soltar a Barrabás o a Jesús de Nazareth.
Publicado en la revista El mentidero de la villa de Madrid (30/MAR/2024). Ver portada El Mentidero en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Sin pretender sentar plaza de teólogo, pero sí de humilde cristiano de infantería, tengo la convicción, como creyente, de que los grandes hitos del devenir de la humanidad, tales como la Creación, la Encarnación, la Resurrección y la Redención nunca deben ser interpretados como hechos puramente históricos, válidos para un momento dado en los siglos, sino que son de un valor constante y permanente hasta el fin de la historia.
En efecto, Cristo, la Palabra de Dios, se hizo hombre, sufrió una muerte indigna e injusta a todas luces, y resucitó al tercer día por y para todos los seres humanos, no exclusivamente para aquellos que fueron sus coetáneos en la vida terrenal; es decir, el alcance de estos hechos –y las promesas consiguientes– son universales e intemporales. Esto es lo que creo que afirma la Iglesia y hasta aquí supongo no haber incurrido en alguna forma de herejía, y este es un punto de acuerdo entre integristas y progresistas, que son algunas de las estúpidas titulaciones que nos dividen escandalosamente.
Del mismo modo, me permito algunas analogías entre determinados pasajes de la Biblia y la situación del hombre actual, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que también superan su circunstancia concreta y se van prolongando incesantemente a lo largo de los tiempos.
Tal sería el caso si nos remontamos al libro del Génesis –que ya sabemos que no es ni científico ni histórico– y nos encontramos con el misterio del llamado Pecado Original; tengo para mí, en este punto, que más que original en un sentido cronológico lo es como una actitud tristemente estable y continuada en la naturaleza humana. Poco importa la textualidad de una narración mítica, adaptada a la mentalidad de aquellos pueblos primitivos, porque lo que nos conviene es destacar su significado, su esencia, que no es otra que la soberbia del hombre creado que, influido por el mal –ese que sigue y seguirá planeando sobre nosotros– se rebela contra su Creador y quiere suplantar su papel, adquiriendo un protagonismo exclusivo, creyéndose autosuficiente y capaz de que, con el solo auxilio de la razón humana, podrá lograr un progreso indefinido que la lleve a la felicidad sin trabas.
Obsérvese que los dos términos empleados –razón y progreso– fueron los mitos de la modernidad y de todas las ideologías a que esta dio lugar, y que, en lugar de obtener esa quimera, han dado lugar a una profunda desarmonía del hombre con su entorno y del hombre consigo mismo.
Ahora, en la postmodernidad, aun con la sospecha permanente de su validez absoluta, siguen siendo razón y progreso los objetos del culto humano; basta con constatar las aberraciones antropológicas que salen a diario en los medios, que se plasman en leyes y que se autoproclaman a sí mismas como dogmas del pensamiento único, o las teorías del transhumanismo y del posthumanismo, que dejan chiquito al pobre Nietzsche con su fábula del superhombre.
Vayamos ahora al Nuevo Testamento, y centrémonos en los pasajes que conmemoramos en estos días –no los de las vacaciones de primavera, sino los de la Semana Santa, claro–; releamos las escenas que tienen lugar dentro y fuera del Pretorio y, además de su intrínseco valor sagrado, intentemos darles un viso de profunda actualidad. Así, cuando Jesús es interrogado por Pilatos, tras ser entregado por los dignatarios de su pueblo, afirma sin titubeos que «vine al mundo pata testificar la verdad; todo el que es de la verdad escucha mi voz», a lo que solo puede responder el pretor romano: «¿Qué es la verdad?».
Esa pregunta se la siguen formulando los pretores y los súbditos (mejor que llamarlos ciudadanos) de hoy, para los cuales, unos y otros, no existen las verdades absolutas ni siquiera las categorías permanentes de razón, sino que, en todo caso, lo verdadero es lo que se lleva o aquello que haya obtenido el beneplácito de una mayoría social, pues quienes opinen lo contrario han caído en el error. Para justificar esa ausencia de verdad, los hombres del siglo XXI han atesorado el neologismo de posverdad, que viene a ser, en definitiva, el criterio que siguió Pilatos en el interrogatorio y actuación posterior.
De este modo, aun estando convencido de la inocencia del reo y de la mala fe de sus acusadores, acudió al recurso que hoy llamaríamos democrático y preguntó al pueblo que abarrotaba el exterior –no habían entrado para no contaminarse, en un plano hipócrita y santurrón– si elegían soltar a Barrabás o a Jesús de Nazareth; y ese pueblo, acuciado por sus mandatarios (un papel que hoy representarían los medios) pidió a gritos la crucifixión del inocente, que fue inmediatamente concedida por un político incapaz de hacer frente a la injusticia y por miedo a las consecuencias que podrían suscitarse si se alborotaban sus súbditos y perdía puestos en el escalafón.
No obviemos que, entre los que apoyaban la suelta de Barrabás, seguramente estaban muchos de aquellos que, pocos días antes, habían salido con ramos de palmas y gritos de ¡hosanna! a recibir a Jesús; lo que demuestra otra constante del ser humano: lo voluble de sus opiniones, la debilidad de las convicciones, la capacidad de vituperar a quien, hacía poco tiempo, habían vitoreado hasta el paroxismo. ¿No ocurre otro tanto en las sociedades del mundo moderno?
Poco ha cambiado, ni cambiará, el ser humano por muchos que sean los avances en orden a su bienestar material, a su salud o a su economía. Su naturaleza –buena en un primer principio y viciada luego– es capaz de numerosas caídas, sea por insensatez, por orgullo, por soberbia o por cobardía. Siempre queda el recurso, eso sí, de acudir, precisamente a la Verdad por la que se preguntaba el apocado y democrático Poncio Pilatos.