¿Aceituneros sumisos?
Aquellos aceituneros altivos que glosaba el poeta han pasado a la historia; si el objetivo era que "la tierra fuera del que la trabaja", insinuado en la pregunta 'de quién son estos olivos', da la impresión de que el trabajador del campo que ha logrado esa meta es, pura y llanamente, un odioso 'terrateniente' y, por ende, un fascista.
Editorial de La Razón de la Proa (LRP), de febrero de 2020, recuperado para ser nuevamente publicado en febrero de 2023. Recibir el boletín de LRP.
¿Aceituneros sumisos?
La sumisión es, según parece, el deseo de la izquierda y de sus amaestrados sindicatos, a tenor de las descalificaciones vertidas contra los olivareros que se manifestaban en la defensa de sus intereses; está claro que el derecho de expresión y de protesta solo tiene validez cuando quienes lo ejercen públicamente obedecen fielmente las instrucciones y directrices de la confusa izquierda hoy en el poder.
Aquellos aceituneros altivos que glosaba el poeta han pasado a la historia; si el objetivo era que la tierra fuera del que la trabaja, insinuado en la pregunta de quién son estos olivos, da la impresión de que el trabajador del campo que ha logrado esa meta es, pura y llanamente, un odioso terrateniente y, por ende, un fascista; por lo visto, las centrales sindicales necesitan eternos proletarios como carne de cañón, y por eso se afanan en buscar sus afiliaciones, que disminuyen geométricamente entre los trabajadores nativos, en la inmigración.
La izquierda histórica, en los años republicanos, propuso una difusa reforma agraria, que fue barrida, claro está, por la derecha que la relevó en el poder; la voz de un joven parlamentario llamado José Antonio Primo de Rivera se alzó para denunciar la cicatería de esta y las incongruencias de aquella, planteando, a su vez, unos principios, esta vez sí revolucionarios, para transformar el agro español, entonces sector predominante.
Ha llovido mucho desde entonces, pero la situación de la agricultura y la ganadería española sigue siendo la asignatura pendiente de los dos regímenes que sucedieron a la Segunda República.
El hecho nos debe llevar a profundas reflexiones:
En primer lugar, qué medidas sociales, culturales y económicas deben figurar en el frontispicio de una redención de la población agraria, con el acento en el problema sangrante de esa España vacía o vaciada.
En segundo lugar, qué deben ser esas centrales para convertirse en auténticos sindicatos, que cumplan su función de denunciar las desigualdades e injusticias, en lugar de seguir siendo correas de transmisión, parasitarias del Estado, de los partidos llamados eufemísticamente progresistas.
En tercer lugar, tener muy claro que esos partidos, allá donde están gobernando, no representan en modo alguno la defensa de los más desfavorecidos, sino que, tras la máscara del marxismo cultural y de sus ideologías, no son más que conspicuos colaboradores de los intereses del capitalismo.
Sería muy conveniente que todos los ciudadanos, tanto los que viven y trabajan en las ciudades, como los que lo hacen en lo que hoy se considera su periferia, meditaran sobre estos puntos, no solo a la hora de depositar sus votos cuando son convocados para ello, sino en todos los ámbitos, momentos y foros en que puedan dejar oír sus voces y manifestar sus auténticas necesidades.
Y sin hacer el menor caso a quienes los acusen de terratenientes y de fascistas.