Nostalgia de las montañas
La montaña no deja de ser otro espacio para desarrollar nuestra plena humanidad, una actividad socialmente educadora pero sobre todo trascendente en lo personal, y de ahí también la importancia que tiene la elección del compañero que ha de afrontar contigo lo que ha de llegar y en el que se ha de depositar nada menos que toda nuestra confianza...
Publicado en: El núm. 142 de Cuadernos de Encuentro, de otoño de 2020 y el núm. 24 de Somos, de junio de 2020. Ver Cuadernos y Somos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.
Nostalgia de las montañas
La palabra “recordar” se deriva del sustantivo latino cor (corazón) y significa “volver a pasar por el corazón”, es decir, traer de nuevo a la existencia. Enfrente de mi cama tengo colgados de la pared un piolet de madera que usaba hace ya 40 años, una foto de las montañas del Atlas tomada desde la cumbre del Magoum, y un pequeño lucero que me alumbra en la oscuridad. Forman parte de lo que amuebla mi mundo interior, y como es natural me sirven a menudo de puntos en que fijar mi reflexión, son como vías de escape de lo cotidiano, de lo prosaico, y no digamos ya del confinamiento producido por el maldito Covid-19 o coronavirus que a todos casi seguro nos ha hecho perdernos algún proyecto ilusionante.
Me escapo por tanto un rato para reseñar mentalmente algún aspecto sobre el mundo de las montañas, precisamente ahora que sentimos más añoranza de lo que con ellas compartimos, pues quedaron apartadas físicamente de nuestro alcance por un tiempo, y la nostalgia al fin y al cabo es una pena mitigada que sentimos por algo especial ocurrido en el tiempo, que nos agrada traer de nuevo con nuestro recuerdo; tiene por tanto un sabor agridulce y es un sentimiento digno de tener en cuenta al formar parte de nuestra condición humana.
Todos los que hemos tenido el privilegio de hacer montaña, que no es lo mismo que estar en la montaña, hemos corrido riesgos, y es muy posible que hayamos sido testigos e incluso partícipes en algún accidente de mayor o menor gravedad; lo asumimos porque es consustancial el peligro con la aventura, y cuánto mayor es ésta, mayor será aquél. Así ha ocurrido y seguirá ocurriendo desde que el hombre se empeñó en llenar los espacios vacíos que había en los mapas. Dejando aparte la “prehistoria” en que las montañas se vincularon (y ocurrió en todas las culturas de todo el globo) con lo místico, lo religioso o lo mitológico, constan documentadas ascensiones como la de Francesco Petrarca al Mont Ventoux en 1336, aunque se realizan ya de forma más frecuente a partir del siglo XV.
Comenzamos subiendo por motivos siempre prácticos, fuese para cartografiar, analizar minerales o plantas, abarcar nuevos territorios, o incluso por necesidades bélicas, y así fue el caso de la ascensión realizada por el español Diego de Ordás al Popocatépetl de 5.452 mts. (la cumbre entonces tenía unos doscientos metros menos de altura) hace ya más de medio siglo, en 1519, en busca del necesario azufre para la fabricación de pólvora, y que se considera el primer caso de montañismo con dificultad relevante, en verdad toda una hazaña para su época. Famosas son también algunas historias de lo ocurrido durante las dos guerras mundiales en los Alpes y en Dolomitas que obligaron a la instalación de numerosas vías ferratas, algunas de las cuáles se siguen usando.
El interés práctico por la actividad montañera no ha desaparecido, pero la profesionalización moderna deja holgura para que sean muchos los que asumen el riesgo sin contrapartida material alguna, por el mero hecho de conseguir una satisfacción personal, teniendo su origen en las ascensiones ocurridas en los Alpes a partir de finales del siglo XVIII, y siendo su hito más señero la ascensión al Mont Blanc el 8 de agosto de 1786 por Balmat y Paccard. Así recoge A. Mongloud los ideales que motivan a recorrer de esta forma desinteresada las montañas: “...alegría del descubrimiento, iniciación en un mundo desconocido, gusto por el riesgo, pasión por vencer las dificultades, belleza de un paisaje y mezcla de emoción y serenidad”.
Lo que sí resulta chocante y paradójico es que cuando asistimos a alguna conferencia o leemos algún libro sobre un personaje de la montaña, oigamos precisamente a famosos de este mundo concreto idealizar hasta el paroxismo los resortes que les movieron para batir tal o cuál récord. No niego que sean ciertos tales ideales, pero a veces hay que advertir que no todo es “pureza del ideal alpino” en sus decisiones, ya que la montaña o el mundo relacionado con ella se convirtió en su medio de vida, además de ser también su modo de vida, acorde con su forma de pensar.
No hace falta esforzar la mente para poner ejemplos pues hay muchos y muy conocidos, pero siendo compatibles ambos aspectos, no cabe duda que han de relacionarse para analizar de forma ponderada cualquier actividad que se realice por estos afortunados que pueden dedicarse plenamente a lo que les gusta, y sobre todo la actitud que adopten hacia los demás.
Y digo lo anterior, porque ocurre con facilidad algo que sí encuentro rechazable por injusto. Bastantes de estos personajes, que lo son con merecimiento casi siempre (todos tenemos nuestro ego que nos gusta alimentar), y con mucha frecuencia ya veteranos, se permiten criticar la forma en que antes que ellos, pero sobre todo después de ellos, se ha ascendido a una cumbre, desprestigiándola por el comportamiento de las personas, o bien por la utilización de ventajas técnicas en comparación con las que en su momento usaron, es decir, que la aventura, el riesgo y la ética de la escalada termina justo en el talón de sus botas: la forma en la que he subido es la auténtica, parecen decir, pero olvidan que cuando emprendieron su ascensión utilizaron lo más avanzado que encontraron, como parece que es lo lógico por otra parte, y que también harán lo mismo los que les sigan. Así subir al Aneto, al Mont Blanc o al Everest ya no tiene ningún mérito, y no digamos si el que sube lo hace con guía o por la ruta normal.
El montañero lleva dentro el reto, que en sí mismo es intemporal. El esfuerzo es algo insustituible y el miedo en momentos delicados, ante la incertidumbre, ante la inseguridad, es irrenunciable e intransferible. Y esas emociones y reflexiones son las que hacen única la ascensión para cada individuo. Ellos se movieron en una época determinada y cada cuál vive en la suya propia, pero eso no rebaja el nivel del sufrimiento y la intensidad del gozo de la superación.
Desde que surgió el montañismo se llega por distintos medios al pie de la montaña (puede que caminando antes, luego en camión, teleférico o en avioneta quizás ahora), los campamentos de altura son cada vez más cómodos, los equipos y materiales pesan menos, las texturas de la ropa son mejores, se conoce el tiempo con mucho mayor adelanto y precisión, los medios cartográficos y de comunicación han devenido hasta llegar casi a la perfección, y el uso de drones para rescates o para “simple” colaboración es ya más presente que futuro. Sin embargo estos cambios para nada significan que los jóvenes que empiezan a notar el efecto de la adrenalina en una arista del Pirineo, por “fácil” que sea, no sufran la transformación y la misma emoción de los que les precedieron hace ya muchos años.
Fundamentalmente la montaña es una superación individual e interior que desborda el aspecto físico, es algo muy íntimo, aunque compartir el calor de tus camaradas de cordada o de vivac sea impagable. Lo que en ella se vive queda grabado en nosotros de forma casi indeleble, formando parte de nuestro acervo sentimental y de nuestra memoria, y salvo excepciones, siempre tiene ribetes emocionantes y positivos, porque la naturaleza hace que desechemos cuanto antes lo que nos incomoda y desagrada.
La nostalgia y la memoria de las cumbres ascendidas, y con mayor énfasis, de las ascensiones a las cumbres, de las retiradas, de los peligros acontecidos, es siempre personal, nunca colectiva, y es distinta en función de la personalidad de cada uno y de las circunstancias que nos han rodeado. Cuando se consigue llegar a la cima se podrá sentir felicidad, simple satisfacción, angustia por el descenso que espera de inmediato, desasosiego, varias cosas a la vez…, o simplemente nada.
Es cierto, sí, que existe la “memoria colectiva”, pero además de ser imperfecta porque tiene una panorámica exterior y alejada, con el tiempo se degrada y puede ser manipulada por intereses espurios, hasta llegar al maniqueísmo una vez que se tamiza con la visión exclusiva del ahora. El espíritu del montañero tiende a la soledad, y es el que nos hace sentir nostalgia y amor por “nuestras montañas” y a ser auténticos, uno mismo, cuando nos vemos en su mundo. De ahí la imprudencia que se comete, cuando no sea intencionada, de levantar muros sociales o trazar líneas rojas para comportamientos que cada persona recuerda de forma especial y única.
La montaña no deja de ser otro espacio para desarrollar nuestra plena humanidad, una actividad socialmente educadora pero sobre todo trascendente en lo personal, y de ahí también la importancia que tiene la elección del compañero que ha de afrontar contigo lo que ha de llegar y en el que se ha de depositar nada menos que toda nuestra confianza.
Pero por supuesto que no todo es subjetivismo. Lo dicho es con total independencia de que sea conveniente e incluso necesario saber con la mayor precisión posible el grado de dificultad de la pared escalada o por escalar, de la inclinación del nevero, de la altitud, de la velocidad del viento, de la intensidad de la borrasca o de las características del material que hemos de llevar, es decir, de los parámetros objetivos que condicionan el esfuerzo del alpinista para analizar la preparación técnica y física, porque al fin y al cabo dichas circunstancias son las que delimitan el terreno de juego donde se pone en riesgo la vida.
En la montaña al menos, la experiencia solo se obtiene a través de un proceso de decantación, se consigue con la urdimbre de nuestros sentimientos o sensaciones y nuestros conocimientos, recogidos en el transcurso del tiempo, y modulados adecuadamente por nuestra inteligencia, nuestros sentidos y nuestros ultrasentidos (la intuición, los actos reflejos). Las vivencias que ya tenemos asumidas son la base de nuestra nostalgia, que a través de una evocación positiva de lo ocurrido nos sirve como otro acicate para plantearnos nuevos retos.
Espero que algo de lo que habéis leído os haya resultado de interés, y con eso estaré satisfecho, ahora vuelvo a coger mi libro y a perderme en busca de llevar mi recuerdo y mi nostalgia hacia algún otro horizonte con la debida pausa y sosiego.
Vuelvo a guardar silencio, pues como dice don Enrique Rojas, en el silencio están almacenadas todas las palabras.
Veteranos de la OJE en una ascensión montañera. Lugar: Mirador del Oso, collado de Llesba a 1.670 m de altitud, en el límite de las provincias de Cantabria y León, con una increíble vista panorámica de los Picos de Europa.