El primer curso de espeleología de la Escuela de Guías Montañeros de la OJE de Barcelona.
Publicado en el núm. 214 de 'Trocha'. Mayo de 2020.
Editado por Veteranos OJE - Cataluña.
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El primer curso de espeleología de la Escuela de Guías Montañeros de la OJE de Barcelona.
No tengo el programa de aquel curso y por lo tanto tiro de “memoria histórica”, o sea de la mía, personal e intransferible, pero se realizó en el otoño de 1963 y constaba de cuatro salidas de prácticas más las correspondientes charlas teóricas, como era norma de la Escuela en aquella época.
Dado que no había instructores de la especialidad, como tales, se requirió a personal ajeno a la organización, sacándose de Educación y Descanso y del Centro Aragonés, aunque a lo mejor, aunque se les captara allí, pudieran pertenecer también a algún centro de montaña, pero no recuerdo cuál pudiera ser ni que constara para nada a nivel oficial.
Una salida era por la zona de Montserrat, otra por San Llorens de Munt y las dos restantes al macizo de Garraf, una de las cuales se tuvo que suspender por motivos climatológicos como explicare más adelante;...
Y que conste que nadie por aquel entonces hablaba del cambio climático ni había niñas con cara de lela a nivel internacional haciendo de icono del referido tema, pero hacía un año de la terribles inundaciones del 62, con centenares largos de fallecidos, pero eso es otra historia.
No sé por qué me interese por el tema; recuerdo que me habló de la espeleo un arquero de mi centuria, al que habían llevado a realizar alguna salida, cuando estaba en el Hogar Fuentes Martin, y que también pude ver por la televisión en el desfile delante del Caudillo, creo que en la concentración en El Parral de Burgos a un grupo de camaradas con mono y cascos que reclamó mi atención deslizándose por unas tirolinas; uno de ellos precisamente entregó algo a Su Excelencia (supongo que alguna placa). Muchos años después, me dijeron que el susodicho camarada pertenecía a la primera promoción de especialistas y, si no me engañaron, era el actual presidente de Cantabria, el “inefable” ciudadano Revilla.
También coincidió que se había creado el Hogar de Cadetes donde estaba el Hogar Zaragoza en el paseo de Gracia, y allí radicaba la Escuela y tuve la oportunidad de trabar relación con muchos de sus integrantes; el jefe de esta era Pedro Urrea y conocí a su secretario, Enrique Jove, que fue el que me “vendió el producto” como se dice ahora. El ambiente era inmejorable y existía en el local la famosa “cabaña”, recreación en madera de las paredes y muebles, mesas y sillas, y techo de pinaza, o al menos lo parecía, a semejanza de una cabaña, tipo canadiense, donde se daban las clases y se hacían reuniones cuando no alguna “cuchipanda” tipo tarde navideña.
También recuerdo que un camarada que estaba en el Hogar Extremadura por aquel entonces y que atendía al mote de “Caponcho”, me relató alguna aventura en una cueva con profusión de detalles que aun hoy día y volviendo hablar con él me lo recordaba como si de ayer mismo se tratara.
En fin, el caso es que me apunté y arrastré o influí para que hicieran lo mismo mi íntimo amigo y camarada del Fuentes Martin, Santiago Angosto, y del Hogar Extremadura Martin Martí Germá y Manuel Menes Mazón. Al no tener la relación de cursillistas, aparte de los citados, recuerdo a José Pagés, Jorge Albertí y no cito a más por no estar seguro de su presencia.
Como no había material individual en la Escuela, nos buscamos buenamente la vida con nuestros uniformes, con pantalones viejos o chaquetillas o monos de trabajo, aunque no me lo agencié hasta que pude comprobar el nivel de embarramiento o polvo con que salíamos de nuestras exploraciones; el tema de cabeza, Santi y yo lo solventamos con sendos cascos militares pintados de gris y la bandera rojinegra en un costado; supongo que debían de haber pertenecido a los Flechas Navales y que, por artes peregrinas, acabaron en nuestras manos; el resto, desde cascos de moto (de la época), de escalada o de mano de obra.
Allí descubrimos que era fundamental tener linternas frontales para colocar en el casco, salvo los instructores; no recuerdo que nadie llevara carbureros, pero pudimos comprobar que estos iluminaban muchísimo más, ya que la linterna no tenía demasiada amplitud y que lo ideal era llevar ambos aparatos, como haríamos en cuanto pudiéramos conseguirlos (aunque trabajábamos creo que todos, éramos la mayoría económicamente dependientes, pues en aquellos tiempos lo normal era entregar lo que ganábamos a la madre y esta te daba para tus gastos). Tenía una linterna de tres pilas gruesas, que iluminaba muy bien, pero con los inconvenientes de que la tenías que llevar en la mano y era bastante pesada, muy bien para cuevas pero un incordio en las simas.
Mientras las prácticas se realizaron en cuevas, el casco nos fue de coña a Santi y a mí, pero ¡ay dolor!, subiendo electrón o bajándolo, nos dimos cuenta de que pesaban muchísimo, nos bamboleaba la cabeza, y nos hicimos el firme propósito de comprar uno de los que empezaban a vender en las tiendas de deportes con instalación para carburero incluida, ¡maldito parné!
Hoy día, los que practican esta especialidad utilizan material y técnicas que eran desconocidas entonces o aquí aún no habían llegado; así, por ejemplo, el rápel se hacía en estilo “comichi” o incluso a “dulfer”, o sea, pasando la cuerda por la espalda ya fuera con mosquetón y bagueta o a ”pelo”, y las ascensiones necesariamente se realizaban con electrón, con la molestia que representaba por el volumen y su peso a la hora de elegir la cavidad a explorar; cuanto más profunda fuese la sima, más material para transportar hasta su boca y para tener en cuenta su transporte hasta ella y las facilidades para ello.
Se realizó la primera salida sin novedad digna de destacar, salvo la lógica curiosidad de los neófitos y la observación del material que cada uno se había agenciado; no recuerdo el nombre, pero fue por las cercanías de Montserrat. El instructor que me correspondió se llamaba José Subils y debía tener entonces unos 23 años de edad. Posteriormente, se haría tristemente famoso al fallecer haciendo espeleobuceo en el complejo de “la Tuta Freda” junto con otro espeleólogo, apellidado Godoy en el verano de 1965, que también falleció en el mismo accidente.
Recuerdo que en la salida que se realizó a simas del Garraf, y en la espera para poder salir de la sima, ya que solo había un electrón, nos explicó vivencias de sus salidas y me quedé con una que le sucedió por una sierra de Aragón, en que la Guardia Civil al ver la pinta que llevaban los retuvo hasta ver qué era lo que estaban haciendo, pues resultaba que por aquella zona existía una “maquis” a la que llamaban la Pastora, y que se ve que tenía cierta fama en el lugar.
La segunda salida fue a la que después sería la popular “Cova den Manel”, por su longitud y relativa facilidad de acceso; las lluvias de setiembre del 1962 hicieron que se pudiesen pasar bastantes metros más que antes; era muy técnica y solo tenía una pequeña sala y bastante agua cuando me introduje por primera vez. No sé cómo me lo monte, pero me confundí de estación y, cuando me di cuenta y llegué, el grupo ya se había evaporado.
Yo no conocía San Llorens de Munt, pero cogí el tren siguiente, y, mira por dónde, al llevar la camisa y el jersey de la OJE, un par de muchachos se me identificaron como camaradas y les expliqué a dónde tenía que llegar, a Can Pobla. Tuvieron la amabilidad de acompañarme hasta el sendero que subía para el Cavall; en aquel entonces no existía la enorme urbanización que hay actualmente, me despedí de ellos y, con un cielo muy nublado y guiándome de los indicios, ya que no encontré ningún letrero, llegue a la masía donde se encontraba el resto de los componentes del curso desayunando y con un buen porrón por cierto.
Realizamos la actividad en fila india, porque la cueva tiene pasos estrechos, así hasta que no pasara uno, no podía pasar otro. Martin Germá se quitó botas y pantalón y se metió por la galería final hasta donde pudo, con el agua hasta salva sea la parte. A la salida, auténticamente embarrados, esperaba un grupo pequeño para poder entrar a su vez y uno de los componentes, al ver salir mi casco exclamó: ¡un casco de la marina!
De las salidas a Garraf, en una no hubo más problemas que el esfuerzo físico y la dificultad de caminar algunos trechos por terreno kárstico; aunque un buen trozo, todo subida, se podía realizar por un camino carretero que pasaba por una bonita casa, entonces intacta, a la que denominaban La Pleta, y que llevaba hasta prácticamente la cima del monte donde existía otra, ésta en ruinas, Can Gras o así lo recuerdo yo.
El macizo, al ser kárstico como hemos indicado, tiene un gran número de simas de diferente profundidad y ya entonces se conocía la existencia de un centenar de ellas; el problema radicaba en su localización, si no habías estado previamente en ellas, debido al tipo de terreno y a su vegetación.
De la otra salida que se tenía que realizar el 13 de diciembre, al caer en domingo, la “peña del vidrio”, léase Angosto, Menes, Martín Germá y el que suscribe, decidimos salir el sábado por la tarde y evitarnos el madrugón, haciendo noche en La Pleta, vivaqueando en caso de no poder entrar dentro del edificio; por supuesto, no llevábamos ningún tipo de tienda, y creo recordar que solo Martín llevaba un saco de dormir militar, que generalmente llegaba, con suerte, dependía de tu altura, al pecho de piel de borrego, el resto con manta y tentetieso.
Hacia mal tiempo aquella tarde, el cielo encapotado presagiaba que podía haber precipitaciones, pero no nos arredró y para la estación de Garraf partimos. Una vez allí, empezamos la subida, y la temperatura bajaba, ya que anochecía rápidamente por la hora que era; pronto nos empezó a caer aguanieve. Tuvimos que parar porque Santi, que iba en pantalón corto, nos dijo que se estaba quedando como un “polo” y se colocó unos pantalones largos, mientras los demás jurábamos en arameo con titiritera. Proseguimos lo más rápidamente que podíamos pues lo que caía eran ya hermosos copos de nieve, más de pronto apareció la masía de la Pleta.
Entramos en el patio exterior, donde pudimos ver los restos, bajo techado, de un carro de madera y un habitáculo a mano derecha que, salvo la puerta, quedaba cerrado y a resguardo de las inclemencias. La puerta principal estaba cerrada y comprobamos que las ventanas igualmente, con reja protectora y, dado que ya pisábamos nieve, decidimos quedarnos a vivaquear en el habitáculo; al penetrar en él, nos pegó un susto la salida en estampida de un pájaro que se encontraba refugiado allí y que nos pareció un murciélago pero realmente solo vimos algo veloz y negro fugazmente. Intentamos encender un fuego con maderas sueltas que encontramos y, como la mayoría tenían humedad, lo que se consiguió fue crear una bonita humareda con lo que la opción era pasar frío fuera o quedar intoxicado dentro.
Total, desistimos de hoguera, reparar fuerzas con lo que llevábamos de vianda y preparar nuestro lecho. Por suerte, traía conmigo un periódico y lo utilicé como “colchón” térmico y, al día siguiente, me coloqué hojas entre pecho y espalda, cosa que funciona muy bien para el viento, e incluso en los zapatos OJE. Hubo charla, chascarrillos, improperios y recuerdo que Menes nos dejó altamente impresionados cuando nos comentó que salía con una muchacha de treinta años, lo que a mis ojos era salir con una “abuela”. Pasamos como buenamente pudimos la nochecita; lo peor era salir por necesidades imperiosas con la rasca que hacía, el patío con un grosor de nieve de 30-40 centímetros, cuando dejó de nevar.
Amaneció sin inclemencias, me dio por aullar como un perro y Martín, que no me vio, vino diciendo que parecía que había lobos en la zona; realmente el espectáculo que se brindaba a la vista podía ser siberiano y cualquier cosa era posible en la imaginación de cualquiera de nosotros.
Lógicamente, allí no subió nadie aquella mañana, ya que en Barcelona la nevada no cuajó demasiado, pero en la mente de todos estaba el recuerdo de la gran nevada de la Navidad anterior que colapsó la ciudad. En vista de ello, iniciamos la retirada procurando vigilar donde pisábamos, pero hubo fortuna y nadie resultó con lesiones.
Entonces mandaba la centuria de arqueros “Onésimo Redondo” del Hogar Vizcaya, que ocupaba gran parte de mi tiempo libre, que no era demasiado; trabajaba y estudiaba como tantos otros de aquella época, y no recuerdo que hiciera ningún examen; tampoco tengo algún titulillo de los que después me dieron en otros cursos en la E.G.M; igual ni fui, tarde navideña u otras actividades lo impidieran, pero de todos modos el gusanillo ya quedó y, en 1965, junto con cuatro camaradas más, nos apuntamos al Campamento Nacional de Espeleología en Ramales de la Victoria. Pero eso ya es otra historia.