José Antonio y su propuesta de Gobierno de concentración
José Antonio, como tantos jóvenes, recibió con alegría la llegada de la Segunda República con el deseo de que cambiara drásticamente la realidad social y económica de España. Pero vino el desengaño, y buscó su propio camino. Mirando el bien de España, tras las elecciones de febrero del 36, le dio una nueva oportunidad a Manuel Azaña. Pero el sectarismo y el odio nos llevó a la guerra civil. Una vez estallada, buscó desesperadamente la paz mediante un Gobierno de concentración nacional presidido por Diego Martínez Barrio y en el que se encontraban, entre otros, José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón e Indalecio Prieto.
Sobre su estancia en la cárcel y posterior muerte, circularon durante la guerra numerosos bulos ya que su ejecución fue silenciada por los líderes nacionalistas lo que contribuyó al llamado mito del “Ausente”. Es decir, como no se le dio oficialmente por muerto durante varios meses, sus simpatizantes añoraban su vuelta a la zona nacionalista y cuando hablaban de él lo mencionaban como el “Ausente”. Quien mejor ha reflejado esa situación ha sido Francisco Umbral en su novela La leyenda del Cesar visionario.
Tras el fracaso del alzamiento en Alicante, José Antonio, tras un detenido análisis de la situación bélica, y enterado que se encontraba en la ciudad levantina Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes, le envió una carta en la que le solicitaba una audiencia confidencial y privada, para analizar la situación e intentar llegar a un acuerdo. Al final de la misma señalaba que «la audiencia podría quizá ser útil y en ningún caso sería perjudicial».
Martínez Barrio, consciente de la importancia del asunto habló por teléfono inmediatamente con el jefe del Gobierno, José Giral, a quien le pareció bien sondear a José Antonio, pero no por medio de Martínez Barrio, sino mediante Leonardo Martín Echevarria, que era el secretario de la Junta de Defensa de Levante.
Pero cuando Giral comunicó su propósito al Gobierno, este no aceptó su proposición, ya que «no había posibilidad de arrancarlo a la acción de la justicia» y porque además los rebeldes nunca habrían depuesto las armas ante tal iniciativa.
En su defensa ante el Tribunal Popular que lo juzgaba José Antonio señaló:
«Yo escribí una carta a Martínez Barrio. La escribí a primeros de agosto con el pensamiento puesto en la tragedia actual y dije esto:
━Estoy viendo que España se está haciendo pedazos y estoy viendo que esto puede ser la vuelta a las pequeñas guerras entre españoles, y por este camino se puede retroceder en el orden social, político y económico, y llegar a estados de confusión y oscuridad. Yo no puedo hacer más que una cosa: que ustedes me proporcionen un aeroplano; yo voy a la otra zona dejando mi palabra de volver, que avala el temor entrañable personal de mi familia: tengo mis hermanos y una tía que ha hecho las veces de madre. Voy a la otra zona y voy a hacer una intervención para que cese esto.
Se me dijo: ━Creo que el Gobierno no puede aceptar esta proposición.
Yo les dije: ━Si puedo prestar este servicio, no a la República, sino a la paz de España, no voy a fingir celo repentino, aquí estoy.
No se aceptó el servicio. Lo que yo ofrecí quizá no fuese posible, pero lo ofrecí y no vinieron a darme contestación. Es un círculo de indicios bastante más lleno que los indicios acusatorios del señor fiscal» .
Julián Zugazagoitia, en Guerra y vicisitudes de los españoles, dice:
«Primo de Rivera, preso en Alicante, había dejado transparentar su pensamiento sobre la guerra y llegó a soñar con la idea de poner fin a la misma mediante un Gobierno de unión nacional, que discurrió en la soledad de su celda y en que la cartera, creo, de Obras Públicas estaba reservada a Indalecio Prieto. Éste, que se interesó mucho por conocer los papeles últimos de Primo de Rivera, y por leer el proceso, que había de serme reclamado a mí, que no lo había visto ni leído, cuando la evacuación de Barcelona, explicará, si alguna vez escribe sus memorias, quiénes componían aquel Gobierno y a qué declaración de principios tenían que ajustar sus actos (…)
Pero, además, por una de esas reacciones tan fáciles en la sensibilidad del pueblo español, el odio se había trocado en simpatía. Simpatía por el hombre que, sin vacilación ni debilidad, se encaraba con un destino acedo. Su conducta en la prisión era liberal, cariñosa. En las horas de encierro tejía sueños de paz: esbozaba un Gobierno de concordia nacional y redactaba el esquema de su política. Temía una victoria de militares. Eso era, para él, el pasado. Lo viejo. La España del siglo XIX prolongándose, viciosamente, en el XX. Él había ido a injertar su doctrina, confusa, en las universidades y en las tierras agrícolas de la Vieja Castilla. Su seminario estaba constituido por discípulos de aulas y laboratorios, y por jóvenes de la gleba. Su escepticismo por las armas, que le atraían por otra parte, debía tener antecedentes familiares. El respeto y la devoción por su padre no excluían en él la crítica de los errores en que incurrió. Él, capitán de hombres jóvenes, proyectaba cosa distinta. De momento, para salir de la guerra, un Gobierno de carácter nacional…
La vista del proceso, varias veces diferido, le coloca ante una realidad adversa. No se inmuta. Su palabra tiene una fuerza inusitada. La del hombre que está solo. Intuye cuál será la pena a que le condenan sus jueces y, sin embargo, se esfuerza por convencerles de que no deben ser injustos ni para con él ni para con sus hermanos. Increpa ásperamente a una persona que, en su concepto, ha enturbiado la claridad del proceso. El interesado, escucha la admonición, sobrecogido. El relámpago de iracundia pasa y queda, en la carne del increpado, un desasosiego que será permanente. Explicación de una doctrina y ratificación de una fe. El resto es conocido. Se dicta la sentencia de muerte. No hay conmutación de pena. Primo de Rivera se encierra a escribir su testamento. Se despide de sus hermanos».
¿Firmó Largo Caballero y los miembros de su Gobierno el “enterado” antes de que fusilaran a José Antonio? En Mis memorias, Largo Caballero cuenta:
«El fusilamiento de Primo de Rivera, fue motivo de profundo disgusto para mí, y creo que para todos los ministros del Gabinete. Como en todos los casos de condena a muerte por los Consejos de Guerra, la sentencia pasó al Consejo Supremo, este la confirmó, y cumplido este trámite, debería pasar al Consejo de Ministros para ser o no aprobada, costumbre establecida por mi Gobierno.
Estábamos en sesión con el expediente sobre la mesa, cuando se recibió un telegrama comunicando haber sido fusilado Primo de Rivera en Alicante. El Consejo no quiso tratar una cosa ya ejecutada, y yo me negué a firmar el enterado para no legalizar un hecho realizado a falta de un trámite impuesto por mí a fin de evitar fusilamientos ejecutados por la pasión política. En Alicante sospechaban que el Consejo le conmutaría la pena. Acaso hubiera sido así, pero no hubo lugar.
Ésta es la estricta verdad respecto a ese episodio, tan lamentable y que tan malas consecuencias ha tenido».
Por su parte, dando una referencia distinta, el dirigente de la FAI Juan García Oliver, ministro de Justicia, escribe en su libro El eco de los pasos:
«La radio enemiga transmitió la noticia de que, al amanecer del 20 de noviembre, había sido fusilado en Alicante el jefe de la Falange, José Antonio Primo de Rivera. Esperaba la noticia, que tenía que llegar de un momento a otro. El juicio se celebró ante Tribunal Popular, habiendo recaído en él pena de muerte por complicidad en los delitos máximos que habían conducido al país a la terrible guerra civil que desencadenaron los militares facciosos y los falangistas. Como de costumbre, la sentencia de muerte había pasado a consideración del Consejo de Ministros. Todas las sentencias de muerte, impuestas por los tribunales, antes de ser ejecutadas eran comunicadas a la Presidencia del Consejo de Ministros. El presidente estaba facultado para dar el "enterado", lo que suponía inmediata ejecución de la sentencia. Pero Largo Caballero nunca hacía personal decisión. Siempre traía las sentencias a la consideración del Consejo de Ministros. Si éstos no objetaban, la Presidencia remitía el "enterado". Si aparecía alguna objeción, la causa era remitida al Tribunal Supremo, para que la revisase en nuevo juicio que se sustanciaba en alguna de sus Salas. Por sistema, y por ser el ministro de Justicia, no objeté nunca una sentencia de los Tribunales Populares.
Solamente una vez, mi palabra y mi voto fue para que se suspendiese una sentencia de muerte que iba a pasar sin merecer ninguna objeción. Se trataba de un caso de espionaje juzgado en Asturias. El reo era un muchacho de 14 años. Aunque pudiese ser culpable de los delitos de espionaje de que era acusado, a mí me pareció excesiva la pena de muerte para un muchacho tan joven. En consecuencia, su causa pasó a revisión del Tribunal Supremo. Por sistema, apoyé siempre las sentencias de muerte impuestas por los Tribunales Populares. Era la manera de tener la suficiente solvencia moral para impedir que, al margen de los Tribunales Populares, y tomando por pretexto, la inoperancia de éstos, las prisiones fuesen asaltadas y pasados por las armas los presos sospechosos de pertenecer al bando faccioso. Defendía la acción de los tribunales, pero nunca sostuve polémica con los demás ministros por dicha causa. Yo cumplía con mi deber y ellos con su conciencia.
Cuando llegó a la consideración del Consejo de Ministros la causa de José Antonio Primo de Rivera y la pena de muerte que le impuso el Tribunal Popular de Alicante, como de costumbre, Largo Caballero, con la gravedad del caso, nos dijo: "Quedan ustedes enterados. Si hay alguna objeción, háganla ahora". Se produjo un silencio de plomo. —Entonces damos el «enterado» —concluyó Largo Caballero. —Espere un momento, por favor. Yo también estoy de acuerdo en que se envíe el "enterado" y sea ejecutado ese señor. Sin embargo, quisiera sugerir la conveniencia de demorar la ejecución, en espera de que pueda surgir la posibilidad de canjearlo por el hijo de Largo Caballero... —¡Perdone, señor Esplá, que lo interrumpa! En este momento, el Consejo de Ministros no está considerando lo que pueda ocurrirle a mi hijo. Si alguna vez, ésta es mi opinión, llegamos a establecer el canje de presos, será cuando el Gobierno lo considere pertinente, lo acuerde y se aplique a todos. En mi calidad de jefe del Gobierno, les pregunto: ¿Alguna objeción a que se envíe el "enterado" al Tribunal de Alicante? Ante el reiterado silencio de todo el Gobierno, afirmó: —Será enviado el "enterado"».
En la versión de Largo Laballero no se firmó el “enterado”, mientras que en la versión de García Oliver, sí. ¿Quién dice la verdad?
Antes de morir, y según la versión de su hermano Miguel, detenido también y al que se le condenó a cadena perpetua, dirigiéndose al pelotón de fusilamiento les gritó:
«¿Verdad que vosotros no queréis que yo muera? Quien ha podido deciros que soy vuestro adversario. Quien os lo haya dicho no tiene razón para afirmarlo. Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero preferentemente para los que no pueden congraciarse con la patria porque carecen de pan y de justicia. Cuando se a va morir no se miente, yo os digo, antes de que me rompáis el pecho con las balas de vuestros fusiles, que no he sido nunca vuestro enemigo. ¿Por qué vais a querer que yo muera?».
En su periodo carcelario en Alicante sería entrevistado por Jay Allen, para el periódico New Chronicle, de Londres.
–¿Qué pensaría usted si le dijese que yo opino que el movimiento del general Franco se ha salido de su cauce, cualquiera que fuese, y que ahora en adelante simplemente la vieja España lucha por perdidos privilegios?
–Yo no sé nada, pero no creo que sea verdad. Si lo es, es un error
–¿Y si le dijese que sus muchachos están luchando al servicio de los terratenientes?
–Le diría a usted que no.
Me miró escrutadoramente y dijo:
–¿Se acuerda de mi posición y de mis discursos en las Cortes?
Y continuó:
–Usted sabe que yo dije que si las derechas, después de octubre de 1934, se mantenían en su política negativa de represión, Azaña volvería al Poder muy pronto. Ahora ocurrirá lo mismo. Si lo que hacen es únicamente retrasar el reloj, están equivocados. No podrán sujetar a España si sólo hacen esto. Yo defendía algo distinto; algo positivo. Usted ha leído el programa de nuestro nacionalsindicalismo, el de reforma agraria y todo lo nuestro. Yo era sincero. Podría haberme hecho comunista y haber conseguido popularidad.
Sobre la personalidad humana de José Antonio, hay que señalar que tuvo relación con algunos dirigentes socialistas como con Indalecio Prieto, José Prat o Simeón Vidarte, que la relata así:
«Un día me dijo que los atentados que se producían entre miembros de Falange y de las Juventudes Socialista debían terminar rápidamente, pues si no nos íbamos a encontrar algún día en plena guerra civil. Le contesté que yo era de la misma opinión, pero más que de los casos aislados, unas veces con víctimas nuestras y otras de ellos, deberíamos preocuparnos del problema general, de la situación de odio e intranquilidad existente en España.
José Antonio pronunció estas significativas palabras: –Creo que no es tan grande el camino que nos separa. Todos estamos asqueados de la situación política de España. Ustedes perdieron una magnífica ocasión, durante las Cortes Constituyentes, para hacer una reforma agraria que diera paz y tranquilidad a los campesinos. Se dice que habría salido perjudicado con la reforma, pero comprendo que hubiera sido de justicia. De todas maneras, hicieron cosas que España necesitaba. Incorporaron la República a Europa y realizaron la revolución política que no se ha hecho a su debido tiempo. El gobierno de la CEDA no ha hecho otra cosa que anular todo lo bueno que ustedes hicieron. Y ahora nos estamos asesinando los unos a los otros. No lo tome usted a broma, pero si Prieto, que tiene un concepto español y realista de las cosas, quisiera, nosotros estaríamos dispuestos a disolver nuestro partido y crear con ustedes una fuerza poderosísima que arrollaría a todos los defensores de los viejos privilegios, llámense tradicionalistas o republicanos. En realidad, nadie quiere que en España se realicen reformas fundamentales».
Ahondando en lo manifestado a Vidarte, en sus últimos escritos, que fueron recogidos por Indalecio Prieto, señalaba la necesidad de acabar con la guerra mediante un Gobierno de concentración nacional presidido por Diego Martínez Barrio y en el que se encontraban, entre otros, José Ortega y Gasset, el Gregorio Marañón y el propio Prieto.
Esa postura conciliadora haría que Indalecio Prieto escribiera:
«Posiblemente no hemos confrontado convenientemente nuestras posiciones, ya que, si así lo hubiéramos hecho, nos habríamos dado cuenta de que quizá era más importante lo que nos unía que lo que nos separaba».
Al líder socialista también le impresionó que en su testamento escribiera:
«¡Ójala fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles!».
Y Diego Abad de Santillán, uno de los máximos líderes anarquistas, escribiría:
«Estallada la guerra, cayó prisionero y fue condenado a muerte y ejecutado. Anarquistas argentinos nos pidieron que intercediésemos para que el hombre no fuese fusilado. No estaba en manos nuestras impedirlo, a causa de las relaciones tirantes que manteníamos con el Gobierno central, pero hemos pensado entonces y seguimos pensando que fue un error por parte de la República el fusilamiento de José Antonio; españoles de esa talla, patriotas como él, no son peligrosos, ni siquiera en las filas enemigas. Pertenecen a los que reivindican España y sostienen lo español aun desde campos opuestos, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera!».
Finalmente señalar que los propios Zugazagoitia y Abad de Santillán, así como Indalecio Prieto o Ángel Pestaña, creyeron posible el acuerdo de José Antonio con la izquierda moderada. Quizás estén en lo cierto. Nunca podremos saberlo, porque la historia no se vive dos veces, si bien la incumplida permanece por cumplir en los hondones de la intrahistoria.
Lo que sí se puede aseverar con rotundidad es que con la muerte de José Antonio murió la Falange nacionalsindicalista y republicana que él estaba creando. Lo que vino a continuación fue la Falange franquista, que utilizó el mito del “Ausente” para afianzar un régimen básicamente militarista y conservador y sostenido ideológicamente en los difíciles años cincuenta por el bien denominado nacionalcatolicismo, que ni poco ni mucho tenía que ver con el último posicionamiento político del líder falangista ejecutado por los republicanos.
Dionisio Ridruejo, escribiría en su libro Escrito en España:
«Nunca he dejado ni dejaré de sentir por la figura de José Antonio el gran respeto y el vivo afecto que me inspiró entonces, aunque muchos de sus pensamientos me parezcan hoy inmaduros y otros contradictorios y equivocados. Creo aún en su buena fe con tanto rigor acreditada por las actitudes humanísimas que antecedieron a su muerte. En verdad José Antonio no tenía aquella seguridad histriónica de los jefes fascistas y parecía estar siempre en actitud crítica frente a si mismo, buscando lo que no acababa de encontrar. Trataba de distinguir su movimiento de los modelos fascistas y no renunciaba a la esperanza de tener audiencia entre los hombres de izquierda para que ellos hicieran innecesario su propio partido (Aquí se refiere Ridruejo al intento de José Antonio de pactar con Prieto la formación de un partido de izquierdas nacional).
Creía en la amenaza comunista, pero no creía menos que España cayese en manos de la derecha tradicional. Su pensamiento evolucionó visiblemente desde que hizo su primera aparición pública hasta la víspera de su muerte en la que la España trágica, corrompida por la injusticia, se le aparecía con todo su relieve».
Por su parte Claude G. Bowers, embajador de los EEUU en España, demócrata y republicano convencido, en su libro Misión en España, escribe:
“Elegido (en 1933) diputado a Cortes, se convertiría en una espina al costado de muchos hipócritas con los que estaba aliado. Incapaz de disimulo, con cierto don para la frase mordaz, habría de atraerse la encarnizada enemistad de muchos, vivir en peligro y actuar con un abandono temerario que era la desesperación de sus amigos. Le gustaban las multitudes y se negaba a esquivarlas. Una noche, mientras paseaba en coche por Madrid, lo tirotearon desde la sombra. Paró el coche y se lanzó en busca de sus agresores, solo, sin armas, sin cuidarse de los posibles enemigos que pudieran ocultarse en la oscuridad. Al poco rato aparecía sonriente y jubiloso en el Batanik, donde concurría la “gente bien” para tomar cócteles y aquellos a quienes contó lo que había sucedido lo hallaron tan encantado como un chiquillo. Era de la casta de los mosqueteros de Dumas. Yo lo recordaré siempre tal como lo vi la primera vez: joven, pueril, cortés, riendo y bailando aquella tarde en la quinta de San Sebastián”.
Bibliografía
La obra más conocida es Biografía apasionada de José Antonio, de Ximénez de Sandoval, que ha quedado muy anticuada. De desigual composición hallamos las escritas por:
- Armand Imatz, José Antonio: entre odio y amor.
- Antonio Gibello, José Antonio, apuntes para una biografía polémica.
- Ian Gipson, En busca de José Antonio.
La más lograda es la de Gil Pecharromán, José Antonio Primo de Rivera. Retrato de un visionario,
A tener presente también los libros de:
- José M. Zabala, Las últimas horas de José Antonio
- Miguel Primo de Rivera, Los papeles póstumos de José Antonio.
La Razón de la Proa (LRP) no se hace responsable de las opiniones publicadas, son los autores firmantes los únicos que deben responder de las mismas. LRP tampoco tiene por qué compartir en su totalidad el criterio de los colaboradores. Todos los artículos publicados en LRP se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.
Recibir el boletín de LRP