Su espíritu lo llena todo.
Cuando la vida y la obra del fundador de la Falange puedan enjuiciarse con esa serenidad crítica que dan las lejanías, su figura ocupará en la Historia un lugar trascendente.
Hasta entonces nadie ha hablado como él. Su lenguaje, sobrio, elegante y viril, está saturado de altos ideales, de bellas concepciones, de valentía y de audacia. José Antonio incorpora a su política un sentido poético, que se refiere a la esencia profunda y eterna de nuestros valores raciales, al estilo, al modo de ser, al aliento que anima y vivifica su doctrina, al impulso creador de su obra, que encarna la esencia perenne de los más puros alientos españoles.
España, al firmar en la paz de Westfalia su decadencia, no se levanta ya. Nuestros desastres se suceden incontenibles, y aquel pueblo “que quiso ser demasiado”, en frase de Nietzsche, llega en nuestro siglo al conformismo de una política mediocre, resignado con su papel de nación de tercer orden. Se han perdido todas las ambiciones y todos los estímulos; a la duda de la anterior centuria la sustituye el escepticismo, el desaliento, la falta de fe. Nuestra juventud se encuentra con “una España en ruina moral, dividida por todos los odios y todas las pugnas”, exhausta, arrinconada, encogida, sin una vibración espiritual, sin un ideal colectivo que la mueva ni la cohesione, sin aspiración alguna que la ennoblezca; en trance de sucumbir o de resucitar. Sólo una transformación enérgica, activa, de realidades absolutas podrá evitar su desaparición. Y José Antonio, con una visión clara y diáfana del momento histórico, entiende que ha llegado la hora de actuar, aportando todo su entusiasmo y su fe, torciendo su vocación de hombre de estudio, sacrificando comodidades, arriesgándolo todo, recurriendo incluso a la violencia, hasta lograr que España “recobre resueltamente –son sus palabras– el sentido universal de su cultura y de su Historia”.
Es entonces –el 29 de octubre de 1933– cuando deja oír su voz en el Teatro de la Comedia ante la indiferencia de la mayor parte de los españoles; pero sus palabras, “que van dirigidas al espíritu de una juventud no contaminada”, alumbran de vivos resplandores las tinieblas en que se debate España y encienden “en la llama del patriotismo” a esa juventud. Él es su espíritu, su fe, su aliento, su norte y guía; por él, aquella juventud desorientada y escéptica pasa del desaliento al ardor combativo, “adoptando una actitud humana, profunda y completa ante la vida”, convirtiendo la existencia en milicia, afrontando con decisión heroica todos los sacrificios, montando una guardia permanente frente a los peligros de fuera y de dentro que nos acechan, y, en definitiva, haciendo resurgir un quehacer, una inquietud y un afán colectivo que ha de ser la palanca que nos impulse de nuevo a recobrar el ritmo y el rango de nuestra Historia.
Ese sentido tradicional de la vida española, saturado de esencias raciales; ese espíritu católico y castrense, propulsor de nuestra grandeza; esa tónica unificadora y autoritaria es la que José Antonio incorpora a su doctrina, oponiendo al separatismo la unidad nacional; a la concepción marxista, el Estado totalitario; al laicismo, “el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia”; al anarquismo disolvente, la norma disciplinada y militante.
Cuando José Antonio propugna estos principios, gemelos a los de las J.O.N.S., ya Ramiro Ledesma ha lanzado su alerta desde el corazón de España y Onésimo Redondo se ha convertido en paladín de la unidad integradora de la Patria.
«F.E. y J.O.N.S. –escribía José Antonio– eran dos movimientos idénticos, procedentes de un mismo estado de espíritu ético y patético, con raíces intelectuales y comunes, nacidos de una misma escueta autenticidad española. Dos movimientos con una finalidad idéntica y con una técnica idéntica, afianzados, además, en el principio inconmovible de la unidad y la abolición de los partidos, no tenían sino otro remedio que aniquilarse uno a otro, lo cual hubiera sido inhumano, ininteligente y absurdo, o fundirse en uno solo, apenas demostrada la ya demasiado evidente vitalidad de entrambos».
Los ideales que mueven a José Antonio y a Ramiro Ledesma convergen, en efecto, en un mismo vértice; por tanto, la unificación de F.E. y de las J.O.N.S. no sólo era necesaria, sino que denotaba en sus caudillos la previsión inteligente de robustecer y aunar en un solo esfuerzo las energías de ambos partidos, cuyo objetivo común era dar la batalla a las fuerzas disolventes de la revolución; no para restablecer la supremacía de una clase sobre otra, sino con un sentido justo y humano, una norma viril y revolucionaria –en el concepto transformativo de un orden nuevo–, y una finalidad de destino en lo universal. Lograda la fusión, José Antonio, que es la personalidad más fuerte, más recia y más capacitada del Movimiento, absorbe la jefatura nacional, cuya designación se verifica durante la revolución de octubre del 34, mientras en las calles madrileñas hay un anticipo de la guerra civil que asolará las tierras de España dos años después.
A partir de este instante, la Falange adquiere un vigor, un impulso y un dinamismo extraordinario. José Antonio recorre infatigable las provincias españolas, y en ellas, su voz, que es la voz de la nueva España, encuentra un eco de amplias resonancias, que se propagan rápidamente por el ámbito nacional y suman adictos a la tarea común de reconstruir y forjar “una España grande y justa”.
“Nuestro tiempo no da cuartel –confiesa el Fundador de Falange Española–. Nos ha correspondido un destino de guerra, en el que hay que dejarse sin regateos la piel y las entrañas.” Pero gracias a su sacrificio, a su tenacidad y a su fe, la juventud española, perpleja aún, se contagia de su fervor, y por primera vez mira al porvenir de cara a la verdad.
No obstante el clamor que levanta su voz, henchida de profecías, la tragedia de José Antonio –causa más tarde su muerte– es la incomprensión de que se le hace objeto. Situado entre dos fuerzas opuestas, se pretende que sus palabras caigan en el vacío antes de que fructifique su doctrina.
“Batido por todos lados, sin apoyo alguno”; “cuando su impulso era vida, ímpetu juvenil y dictado de hondas profecías, el hielo de la indiferencia, del escepticismo y de la crítica malévola o ignorante” le cerca y le aísla; y aunque esta actitud “no quebranta su fe”, hace posible la tragedia y la realidad sangrienta de la guerra civil.
De una parte, se negaron a escucharle; de otra, se deformó su credo ante el temor de que las masas proletarias siguieran sus valientes teorías. Unos y otros, encerrados en su egoísmo o cegados por su odio, obraron de espaldas a la realidad, sin la menor noción de lo que aquel Movimiento representaba, sin comprender su alcance, como verdaderos suicidas.
«Me asombra –escribía José Antonio, no sin tristeza, en su testamento– que, aún después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan sin haber empezado, ni por asomo, a entendernos, y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima información. Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía de otro».
«Ayer, por última vez, expliqué ante el Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones, reparé y aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar. Una vez más observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban, primero, con el asombro, y luego, con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: “¡Si hubiéramos sabido que era esto, no estaríamos aquí!”. Y, ciertamente, no hubiéramos estado allí, ni yo ante un Tribunal popular, ni otros matándose por los campos de España.»
En este testamento conmovedor y ejemplar, aún alienta en José Antonio la esperanza de sobrevivir a la revolución. Ante la muerte, que acepta con serena gallardía, sólo el anhelo de cumplir su destino histórico es lo único que le atormenta; pero precisamente su destino histórico se cumple así: con su muerte, que crea en su torno un halo legendario y ciñe a sus sienes la corona del héroe.
José Antonio será desde entonces el aliento que mueva a la reconquista de la guerra española.
“Pocas veces se habrá visto de modo más claro la influencia de un espíritu en la conciencia nacional. Su recuerdo, sus palabras, sus profecías, su impulso arrollador de conquista, corrían por los caminos de España, en el trepidar de camiones y máquinas de guerra, en el zumbido de los motores en los aires, en las hazañas, casi míticas, del mar... Iba pegado al estruendo de la guerra y al anhelar vibrante de la Victoria...”
Y aunque el héroe cae sin contemplar el triunfo de su obra, su espíritu lo llena todo, su figura crea un nuevo Romancero, y su genio político ilumina como una antorcha gigante los horizontes de España, marcando la ruta de su futuro.