Libros

Aquellas encantadoras lecturas de nuestra infancia

En los sesenta, las vetustas pero eficaces Bibliotecas Populares –municipales– de Madrid eran refugio obligado para los que queríamos leer allí mismo.

Publicado en Gaceta Fund. J. A. núm. 372 (SEP/2023). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín de LRP.

Durante mi infancia en los años cincuenta en Madrid prácticamente no había libros en casa. Menos mal que mi padre –que trabaja de chófer oficial de un Ministerio, en la supervisión de la censura previa de Madrid, diario de la noche– traía todas las noches un ejemplar del día de ese periódico, oliendo todavía a tinta, a nuestra modesta vivienda situada a cien metros del antaño tranquilo –desgraciadamente ya no– barrio del Marqués de Vadillo. Luego, una vez leído y releído, incluso por los vecinos, juntábamos un buen tocho de ejemplares de un mes y lo vendíamos al peso al chamarilero de la calle Antonio López.

Con esas pesetas, mi hermano y yo, íbamos comprando semanalmente –a la señora Santiaga que tenía debajo de casa una papelería– la colección de tebeos de El Jabato, Capitán Trueno, TBO, Pulgarcito, Supermán... También, en ocasiones, colgados en unas cuerdas de la fachada, alquilábamos por unos céntimos la lectura –in situ de nuestro pobre y escaso material a los amigos y conocidos del barrio.

Otra forma, entonces, de socializar conocimientos fueron las colecciones de cromos: Álbum Flecha, que era minibiografias de Franco y José Antonio, Falange, religión, marchas, sanidad... enfocado a los afiliados al Frente de Juventudes; FBI, historia visual de las actividades de la organización creada por el controvertido J. Edgar Hoover, influencias ya del apoyo norteamericano a Franco; Historia de las armas, desde el hacha de sílex al submarino atómico; Conquistas Modernas, tecnologías e inicios de la exploración del espacio; Maravillas del Mundo.. También hacíamos colecciones de cromos con fotogramas de las grandes producciones de Hollywood, la versión en color de Los diez Mandamientos, de Cecil B. de Mille (1956, muy oscarizada) fue una de las que llegamos a completar.

En aquellos entrañables años cincuenta comprábamos –por 1,50, 5 y 8 pesetas: sencillo, especial y extra–, la Enciclopedia Pulga (Ediciones G. P., Barcelona), era unos libritos diminutos con más de cuatrocientos títulos con cuidadas portadas en color ilustradas por Alejandro Coll, con los que podíamos iniciarnos en los clásicos de la literatura, aunque abreviados y censurados (hasta en El Quijote, que fue el número 1, se suprimían las menciones a la mujer). Estaban disponibles nombres cómo: Homero, Esquilo, Valle, Wilde, Salgari, Balzac, Flaubert, Twain, Dostoievski, Tirso, Stevenson, Poe, Bécquer, Gogol… Incluso relatos cortos de Camilo J. Cela, Jardiel Poncela, Ramón y Cajal, etc. Se incluían también pequeñas biografías de personajes históricos, del arte y la cultura: Leonardo, Charlot, Goya, Velázquez, Lautrec, Rasputin, Nerón, Alfonso XIII... De nuestro José Antonio no recuerdo que saliese nada. También, monografías sobre arte árabe, ruso, prehistórico..., de músicos, y otros temas variados con algunas nociones rudimentarias sobre las técnicas de la cinematografía en relieve, color y de la incipiente televisión. Incluso se comercializaba un pequeño soporte de madera para ordenarlos. Era poco, pero no había otra cosa asequible para los más jóvenes.

Ejemplares de la Enciclopedia Pulga

Más adelante, en los sesenta, las vetustas pero eficaces Bibliotecas Populares –municipales– de Madrid (más adelante lo sería la Biblioteca Nacional), en las zonas de Gran Vía, Embajadores, calle Mayor, Cuatro Caminos... (supongo que también en otras capitales españolas) eran refugio obligado para los que queríamos leer allí mismo. Había que madrugar, especialmente en época de exámenes, o leer en casa mediante un préstamo semanal, renovable. Mucho más tarde estas bibliotecas fueron expurgadas de textos franquistas.

Esas herramientas, incluidos los intentos de sintonizar Radio España Independiente en aquellos receptores Phillips, a pesar de las continuas interferencias realizadas por los “servicios competentes”. Estación pirenaica, decían los locutores, pero era mentira, ya que Pasionaria controlaba directamente las emisiones desde Moscú. Recuerdo los boletines de noticias. con el final de las listas demagógicas de “condenas a muerte” a los jóvenes camaradas que terminaban los cursos de mandos del Frente de Juventudes. También, las continuas llamadas a la nunca lograda y siempre cacareada huelga general política de todos los españoles... Todo aquello, y lo que ya por entonces empezaba a ver en algunas zanjas y tapias de las obras: reparto clandestino de panfletos, pintadas injuriosas y reivindicativas, sonrisas burlonas al paso de nuestros uniformes del Frente de Juventudes, anunciaban lo que después sería en los setenta la supuestamente denominada marea roja universitaria y obrera. El franquismo había renunciado por entonces a defender los valores joseantonianos (morales, sociales, de transformación radical de estructuras) por los que muchos habían luchado en las trincheras.

Hace un año encontré, en los cubos de basura de mi urbanización serrana, un cajón lleno de libros de autores notables: Unamuno, Pio Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Gregorio Marañón, Martín Gaite, Felicidad Blanc; también un excelente trabajo del periodista argentino Esteban Peicovich sobre Perón, el libro Por qué perdí la guerra, por Adolfo Hitler, de Saint Paulien, y una series de interesantes entrevistas a ministros de Franco, a cargo de la periodista María Mérida. Deduje que eran residuos de algún heredero arrepentido o miedoso de la ley de memoria histórica, probablemente hijo de un buen periodista de la prensa del franquismo que no deseaba seguir sus pasos. En uno de los textos recogidos encontré una cita magnífica atribuida a Ramón Gómez de la Serna (cuya paternidad, dice en el prólogo de sus Greguerías, es de Alfonso de Aragón):

En el frontispicio de una chimenea había escrito:
Vieja leña que quemar,

viejo libro que leer,
viejo vino que beber,
viejo amigo a quien hablar.

Para muchos que los amamos y coleccionamos: todo está en los libros. Lo vimos en esa primitiva colección de pulgas, y en las mejores épocas de las emisiones de Radiotelevisión Española. También en aquella Biblioteca básica - Libros RTV, de Salvat, editada en los años sesenta con cien títulos publicados y tiradas de más de cien mil ejemplares.


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