La memoria democrática de Clara Campoamor
La memoria, por supuesto democrática, de Clara Campoamor
No sé si serían perseguibles de oficio, de acuerdo con esa ley de Memoria sedicentemente democrática recientemente aprobada por el Congreso, algunos párrafos del libro de Clara Campoamor La Revolución española vista por una republicana. Lo que sí me parece es que constituyen un valiosísimo testimonio, dejado por una mujer nada sospechosa de franquista, de cuál era la situación en España tras la llegada al poder del Frente Popular; de cómo se desenvolvieron los gobiernos sustentados en dicha coalición; de cómo y por qué se produjo el levantamiento cívico-militar, así como de las horripilantes brutalidades que se cometieron en la zona roja, donde ella vivió y las cuales presenció (zona de la que huyó por miedo a correr la suerte de otros insignes republicanos burgueses, asesinados por los “republicanos rojos”). De las brutalidades cometidas en la otra zona también tuvo noticias.
Como marco general y por su significado de cara a un posible contrapunto a los supuestos en los que se basa esta ley, que culpa de todas las tragedias ocurridas en aquellos años a los alzados de 1936 (supuestos similares a los de leyes anteriores y a los de la condena que del levantamiento militar hicieron los diputados y diputadas, incluidos los de un correctísimo y vergonzante Partido Popular, en sesión de noviembre de 2002), ahí va el primer párrafo que destaco, claramente condenatorio de la conducta del Gobierno de la República:
«El gobierno del Frente Popular se ha apartado de sus deberes nacionales que consistían en no dejar caer el país en un estado de desorden revolucionario, y ha faltado igualmente a sus deberes internacionales que consistían en no arrastrar a Europa a una posible guerra internacional. No ha iniciado el alzamiento, esto no es dudoso, pero, aparte de haberlo provocado podía haberlo detenido cuando se le presentó la ocasión. Las terribles consecuencias nacionales de una lucha que cavará abismos de odio y de rencor entre dos partes del país, tenía que haber aconsejado adoptar con urgencia una fórmula de statu quo que, dejando intactos los ideales y los intereses antagonistas, hubiese forzado a dirimirlos en el ámbito político».
Repasen y comparen este párrafo con la propuesta de mediación y de alto el fuego hecha por José Antonio Primo de Rivera y díganme si no sería más adecuado, por alucinante que parezca a algunos, que una estatua del jefe de la Falange sustituyera en el paseo de la Castellana a la del infausto Largo Caballero.
Anteriormente, en este mismo libro, comenta cuál era la situación tras el triunfo del Frente Popular:
«Al haberse impuesto definitivamente los métodos anarquistas, desde la mitad de mayo hasta el inicio de la guerra civil, Madrid vivió una situación caótica: los obreros comían en los hoteles, restaurantes y cafés, negándose a pagar la cuenta y amenazando a los dueños cuando aquellos manifestaban su intención de reclamar la ayuda de la policía. Las mujeres de los trabajadores hacían sus compras en los ultramarinos sin pagarlas, por la buena razón de que las acompañaba un tiarrón que exhibía un elocuente revolver.
Sin hablar de la grave situación creada en Madrid por las referidas huelgas, el gobierno se mostraba cada día menos capaz de mantener el orden público. En el campo se multiplicaron los ataques de elementos revolucionarios contra la derecha, los agrarios y los radicales, y, en general, contra toda la patronal.
Se ocuparon tierras, se propinaron palizas a los enemigos, se atacó a los adversarios, tildándolos de “fascistas”. Iglesias y edificios públicos eran incendiados, en las carreteras del Sur eran detenidos los coches, como en los tiempos del bandolerismo, y se exigía a los viajeros una contribución en beneficio del Socorro Rojo Internacional.
Con pueriles pretextos se organizaron matanzas de personas pertenecientes a la derecha. Así, el 5 de mayo se hizo correr el rumor de que señoras católicas y sacerdotes asesinaban niños regalándoles caramelos envenenados. Un ataque de locura colectiva se apoderó de los barrios populares y se incendiaron iglesias, se mataron sacerdotes y hasta vendedoras de caramelos en las calles».
Y, ante todo esto, ¿por qué la pasividad del gobierno?
«¿Por qué el gobierno republicano nacido de la alianza electoral se abstuvo de tomar medidas contra aquellos actos ilegales de los extremistas? No suponía más que un problema de orden público acabar con todos los excesos contrarios a su propia ideología y métodos.
Si el gobierno se mantuvo pasivo es porque no podía tomar medidas sin dislocar el Frente Popular».
¿Y cómo reaccionaron los partidos de derecha?
«En cuanto a los partidos de derecha, un exceso de prudencia les llevó a silenciar a sus propios diputados. Sin embargo, el Sr. Calvo Sotelo denunció estos hechos ante las Cortes en un famoso discurso. Aquel acto le costaría la vida».
Ante el asesinato de Calvo Sotelo:
«El gobierno no tenía más que una salida si quería lavarse de la imputación de crimen de Estado que se le hacía además de restablecer la disciplina entre los guardias de asalto: tenía que aplicar rápidamente las sanciones que el crimen exigía.
Ni siquiera lo intentó. Temiendo un motín de los guardias de asalto, el gobierno permaneció indeciso e inactivo. Pasaron los días. Madrid se escandalizaba de ver a Moreno, el teniente de los guardias de asalto que asesinaron a calvo Sotelo, así como a Condés, paseándose libremente por las calles».
En paralelo a la inacción del gobierno se iba perfilando un camino hacia la dictadura del proletariado. Y vino el alzamiento:
«Los simpatizantes de la sublevación han pretendido que el alzamiento no hacía sino adelantarse a la revolución social-comunista que debía desencadenarse en el mes de agosto. Lo cual, sin embargo, parece poco probable. Los extremistas no tenían motivos para rebelarse contra un gobierno que todos los días abandonaba un poco de su débil poder entre sus manos. Incluso se encaminaban rápidamente hacia la conquista total del poder y las facilidades que el Sr. Azaña concedía a esos elementos extremistas (sin embargo opuestos a sus propias opiniones, según él, antimarxistas), les habría facilitado la introducción “pacífica” de la dictadura del proletariado. Si ese era el acontecimiento al que los sublevados querían adelantarse, su preocupación no carecía de fundamento y esa idea de “adelantarse” a la revolución comunista resulta más diáfana».
La República dejó paso a un gobierno rojo:
«Desde el principio de la lucha, los republicanos ya no contaban. Si les han conservado una mínima representación en el gobierno socialista revolucionario de Largo Caballero que ha sucedido al de Giral, nos es más que para salvar las apariencias, para poder negar en el extranjero que España se encuentra bajo un gobierno rojo…»
El libro no tiene desperdicio, y es muy recomendable su difusión para dar a conocer el punto de vista de un miembro significado de lo que se ha dado en llamar la tercera España acerca de lo acaecido en el año trágico de 1936.