Apuntes polémicos

Testimonio y compromiso

Tenemos que dar la batalla y aportar a esa lucha el arma más poderosa y fundamental que tenemos: nuestro testimonio.


Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 148, de Primavera de 2022. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Testimonio y compromiso


Para cuando estas líneas salgan a la luz, habrá acabado el duro invierno y habrá llegado la primavera, y quiera Dios que lo haga en todos los sentidos, no solo como fenómeno meteorológico, sino también en esos otros aspectos optimistas que metafóricamente se le atribuyen, en lo político, económico, social o sanitario que buena falta nos hace.

Pero precisamente en esa esperanza, no voy a utilizar este artículo para hablar de las dos pandemias que estamos sufriendo.

Una, la del covid-19 al que deseo, no que se haya erradicado o extinguido totalmente, vana ilusión, pero sí que al menos se haya atemperado en sus múltiples y caprichosas mutaciones e imprevisibles secuelas sobre las que todo el mundo opina y pontifica y de las que tan poco se conoce.

Y otra, la de nuestro presidente Sánchez y su cohorte de mil y pico ministros, asesores y enchufados, a los que deseo igual suerte, y que a ser posible pronto reciban el título de especie a extinguir para bien de España y de los españoles. Tal vez como estarán recientes los resultados de las elecciones en Castilla y León, hayan sido el anticipo de tan grata noticia.

Pero mucho más importante y preocupante que lo anterior, que no es que no lo sea, sino porque con toda su importancia, si ahora todavía ocupan todo el interés de los medios y el de casi todas nuestras conversaciones, dentro de un tiempo apenas serán unas pocas líneas en nuestra historia, y no muy benévolas por cierto, sin más triste recuerdo que el de las familias que hayan perdido a sus familiares, por uno u otro motivo durante estas pandemias.

Y le doy prioridad, porque aunque ya es una acuciante realidad en nuestros días, creo que no le estamos dando la trascendencia que tiene, y por tanto, si no pensamos y tomamos pronto conciencia de él y de su importancia, en un futuro inmediato el problema será cada vez de más difícil de tratamiento o solución.

Me refiero a lo que yo denomino, el testimonio y el compromiso, obligaciones ambas según los casos, de las diversas generaciones actuales de españoles, dada la grave situación que en ese sentido sufre nuestra patria.

Y digo diversas generaciones aunque no tengo muy claro a qué espacio de tiempo se puede o se debe llamar generación y que para estos apuntes polémicos sitúo entre los años treinta del siglo pasado hasta nuestros días.

Si por ejemplo hacemos caso al relato del éxodo bíblico de Babilonia, setenta años, la referencia de generaciones distintas, eran las de abuelos, padres, hijos y nietos.

Pero sean las que sean y para centrar el tema que quiero desarrollar, parto de la base de mi creencia y convicción de que los millones de españoles que hemos vivido esta larga etapa, podemos presumir de haberlo hecho en una de las más singulares y más ricas en experiencias de nuestra historia, para bien y para mal, y que nos ha marcado y sigue marcándonos a fuego a lo largo de los años.

Desde la fecha en la que me sitúo, y aunque algunos fueran entonces niños muy pequeños, todos tenemos nociones y algunos recuerdos propios, o transmitidos en directo por nuestros padres o familiares, de una serie de episodios y vivencias que empezaron con una turbulenta república, seguida de sangrienta guerra civil y una durísima postguerra. De vivir en un régimen autoritario de cuarenta años, que aunque escaso de algunas libertades formales, sacó a España de la miseria y la convirtió en un país próspero y en paz, con el reconocido esfuerzo de la mayoría de los españoles y a pesar del implacable bloqueo e incomprensión que sufrimos por parte de muchos países que en aquellas fechas nos negaron el pan y la sal.

Que más tarde cuando hizo falta, y nadie daba un duro, digamos un euro, por esa posibilidad, con todos los errores u omisiones que se quiera y un enorme esfuerzo de generosidad, en unos casos más sincera que otros, y de un sentido común mayoritario, hicimos una transición pacífica y ordenada, y nos incorporamos a Europa con una Constitución, votada favorablemente por más de un noventa por ciento de los participantes, que ya tiene otros cuarenta años de vigencia, y a lo que añadir el que vivimos en una forma de Estado monárquico, posiblemente el más largo de nuestra historia.

Y a partir de ahí, ya hace algo más de otros cuarenta años que también estamos sufriendo o disfrutando, según los casos, la experiencia de un régimen de partidos, que cada vez se va pareciendo más a un sistema cercano a una torcida partitocracia.

Pocas generaciones de españoles habrán vivido tantas experiencias tan diversas.

Pero naturalmente, los que hayan o hayamos vivido la totalidad o en parte esta peripecia personal, la venimos compartiendo con otras generaciones que se van incorporando a las nuestras. Las citadas anteriormente de hijos y nietos, que lógicamente y como ha ocurrido toda la vida, tienen planteamientos de vida diferentes, ideas, modas, comportamientos y forma de expresarse distintas y a los que por supuesto no podemos exigirles que sean iguales que los de sus padres o abuelos, ni tampoco que valoren de igual forma situaciones o hechos que no han vivido directamente, ni que sus emociones o sentimientos ante los mismos sean como los nuestros.

Pero todo esto no es nuevo, ni descubro mediterráneos. Lo que quiero es destacar la faceta de esa singularidad a la que me refería antes, y expresar con estas líneas el deseo y la esperanza, de que juntos, afrontáramos obligaciones y responsabilidades, unidos en el afán de conservar la estabilidad actual de nuestra patria, defendiendo con objetividad, pero también con orgullo, sus señas de identidad y de cultura, acumuladas por tantos siglos de esfuerzos comunes de generaciones anteriores que considero están en grave peligro.

Parafraseando aquello tan conocido que dijo Kennedy, de «¿No preguntes lo que puede hacer por ti el país, si no qué puedes hacer tu por él?» ¿Qué nos podríamos preguntar en primer lugar nosotros, los que ya hemos vivido la totalidad o una buena parte de esas experiencias y que posiblemente por edad estamos ya fuera de los círculos de decisión activa, y en segundo lugar, aquellos que se han ido incorporando ya o lo tienen que ir haciendo poco a poco, a esas responsabilidades? ¿Qué podríamos hacer los unos y los otros ante la actual situación de España?

Nosotros, desde luego no rendirnos. No desertar en una de las situaciones más difíciles y peligrosas de esta época. No dejarnos caer en la cómoda, inaceptable y letal postura de la pereza resignada, de dar por perdida la batalla de las ideas, de los valores y de la defensa de nuestro rico patrimonio histórico y cultural.

Y tenemos que dar la batalla y aportar a esa lucha el arma más poderosa y fundamental que tenemos: nuestro testimonio.

La fuerza de que lo que defendemos no está manipulado dentro de una memoria histórica o democrática sesgada y trufada de inexactitudes por aquellos que mienten descaradamente, o en el menos malo de los casos ignoran. Porque lo que digamos nosotros, debe ser el conjunto de historias individuales, veraces, con datos, recuerdos y situaciones vividas o protagonizadas en primera persona y por lo tanto irrepetibles e irrefutables.

Y para ello, el que sepa escribir que las escriba, y el que las sepa decir que las diga en donde pueda, o extendiendo sus opiniones en los medios aunque sea en cartas al director que lo haga, y los que sean expertos en el manejo de las redes sociales que las utilice. Cualquier sistema es bueno para desmentir o para dar a conocer la realidad ante tanta noticia falsa.

Y no me refiero a la denuncia o la crítica, que está bien y es necesaria. Pero simplemente el poner verde a un político a un historiador o a un periodista mendaz es fácil, pero se queda en un hecho anecdótico de un desahogo personal. De lo que se trata es de desmentirles, con datos y hechos ciertos, sean buenos o malos, sin ocultar los errores o abusos que también se hayan cometido, pero eso sí, debidamente contrastados. Y hay que hacerlo en todos los sitios en donde podamos. Ya sea en la familia, en los grupos de amigos, en los centros de trabajo, en las escuelas o en cualquier lugar donde sea posible.

«Negarles la historia a los niños y jóvenes, es un crimen cultural que se está perpetrando desde hace años. Se ataca nuestra lengua común y universal, todo lo que nos une e identifica. Nuestra cultura, nuestros emblemas en piedra, en lienzos o literatura. Porque es patria cultural nuestra pintura, nuestros monumentos, nuestra música, nuestros escritores, nuestros héroes, nuestros canallas, nuestras batallas, nuestras gestas y nuestros fracasos».

Estas palabras no son mías, que no quiero yo adornarme con plumas ajenas, son de Antonio Pérez Henares, periodista y escritor, en una espléndida tercera de ABC.

Pero que las he traídos aquí a colación, porque las hago mías, me han llenado de satisfacción y avalan lo que estaba yo escribiendo. Y no porque estén mejor escritas, que también, sino porque ha tenido el valor de hacer pública su denuncia asumiendo sus riesgos, frente a tantos que amedrantados o perezosos callan o se avergüenzan, y de proponer acciones con las que coincido.

Quieren que quedemos yermos, sin historia, pero no lo lograrán, porque cada vez hay más pasión por leerla, conocerla, por contarla y por pintarla.

Imaginad lo que significaría el que pudiéramos leer o escuchar algo parecido todos los días en algún sitio, para poder contrarrestar eso que se llama ahora el relato, y que las nuevas generaciones, por falta de contestación y de información, se van tragando y asumiendo como cierto todo lo que reciben en las redes o en las aulas e incluso en sus propios hogares.

No hay más que ver los ojos de incredulidad que ponen cuando por ejemplo se les explica que la Segunda República (que por cierto es un periodo que se omite o se pasa de puntillas en nuestra actual sistema de educación), no fue un periodo idílico y pacífico, sino uno de los más crueles y sangrientos del siglo pasado, y que la Iglesia consideró para los cristianos españoles, solo comparable a los tiempos de Nerón o Diocleciano.

O si se les habla de lo que fueron las chekas de tortura y muerte de los partidos de la izquierda de entonces, La profanación de iglesias, las correrías nocturnas madrileñas del tristemente célebre Agapito García Atadell y su escuadrilla del amanecer, sacando inocentes de sus casas y asesinándoles a continuación frente a cualquier tapia.

O referirles las privaciones y las cartillas de racionamiento de los años cuarenta, las impresionantes manifestaciones de firme rechazo al injusto bloqueo que sufrimos y su humorístico eslogan «si ellos tiene U.N.O, nosotros tenemos dos». La recuperación económica, la Seguridad Social, el seiscientos y tantas otras cosas que han hecho posible el bienestar del que ahora disfrutan.

La posterior y sangrienta etapa de la ETA con sus ochocientos muertos y miles de familias destrozadas, que ahora se intenta blanquear o ignorar.

Todo eso y más tarde la Transición, que no está tan lejana, para que pudiéramos todos, los protagonistas de la guerra civil y sus herederos, con ejemplar acto de generosidad como decía antes, decidimos renunciar a tantas cosas, precisamente para conseguirlo.

Y con todo este testimonio, intentar acertar con la palabra y el ejemplo necesario para que ese esfuerzo no haya sido vano, no se pierda, no se malogre, y que tenga continuidad en un proyecto común que irremediablemente van a tener que protagonizar ellos con su compromiso, también con nuestra ayuda, para que no se cumpla aquella advertencia que nos hacía Santayana de que «los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla». Y sería terrible que fuera tarde para evitarlo.