La cacerola y la corneta
Nuestro Ejército, el de todos, está dando, como siempre, una lección de disciplina, de servicio y de humildad. Acordémonos también, cada atardecida, con los aplausos y las oraciones, de nuestros soldados que están de servicio permanente, junto a otros españoles de la primera línea contra la pandemia.
La cacerola y la corneta
El hecho se va repitiendo y, nunca mejor dicho, va por barrios; concretamente, por las callejuelas basatunizadas de varias localidades navarras y, hace pocos días, por la otrora Villa de Gracia, en Barcelona, casi devenida ahora en arrabal del separatismo.
Resulta que el personal sanitario de una residencia de ancianos de este lugar, en vista de que sus insistentes demandas y reclamaciones a los poderes municipales y autonómicos eran respondidas con el vuelva usted mañana del funcionario incapaz, llamaron a la Unidad Militar de Emergencias para las urgentes tareas de desinfección.
Allá fueron los soldaditos y llevaron a cabo su cometido, bajo el sonido innoble de una cacerolada de algunos vecinos, indignados porque fuera el Ejército español el que evitara que creciera, aun más, el número de ancianos fallecidos y abandonados a su suerte.
Repetitivo: lo mismo les hicieron a los Cazadores de Montaña que, armados con fregonas, aparatos de desinfección y miles de litros de lejía habían saneado la estación y el mercado de Pamplona, así como otras instalaciones civiles en diversos pueblos y ciudades.
Otros vecinos, bien es verdad, los felicitaban, pero el sonido de las cacerolas se imponía a los parabienes. Se ve que la concordancia que existe entre los secesionistas de uno y de otro lugar se transmite, a modo de consigna, entre sus delirantes mesnadas, con el común leit motiv del odio.
Odio y, a la vez, estupidez, pues las agresiones de las cacerolas iban destinadas a quienes les estaban prestando un servicio, en evitación de que el maldito Covid-19 hiciera mella en los abuelos, padres e hijos de quienes abollaban frenéticamente los utensilios de cocina. Odio, estupidez, fanatismo y villanía.
Nombrar simplemente al Ejército español, aunque sea para funciones de desinfección en esta grave crisis, es, para los separatistas, mencionar la bicha; los uniformes son, para estos energúmenos, el equivalente a la ristra de ajos para los vampiros; y los valores que encarna la milicia –patriotismo, abnegación, servicio, disciplina, sacrificio, honor…– serían, de trasplantarse a la sociedad civil, equivalentes a la estaca en el corazón, en el caso de que lo tengan los balconeros de las cacerolas.
Quizás, en el fondo, se trata de un miedo cerval a que esos valores –de transmitirse– lograran la desinfección en España de otro tipo de virus: el de la insolidaridad y el segregacionismo.
De ahí que haya encabezado estas líneas con dos símbolos contrapuestos: la corneta y la cacerola, por no decir la palangana.
El primero de ellos evoca, en el ciudadano normal de cualquier nación europea, la defensa común, la convivencia en seguridad, la voz del mando que sabe lo que hay que hacer en cada momento (a diferencia de los políticos), la llamada al individuo para arrimar el hombre y pasar del yo al nosotros, la abnegación ante el peligro, en este caso, de un contagio.
La voz de la corneta es equivalente, mirando hacia atrás en el tiempo, al sonido de las campanas en los pueblos, cuando el reloj de la plaza del Ayuntamiento no ejercía (también como los políticos); aquellos toques eran distintos para cada ocasión, e invitaban a orar, a acordarse de un difunto, a celebrar un nacimiento, a avisar de una emergencia, a cubrir los fuegos, para que no se provocaran incendios… como los que están arrasando algunos de nuestros territorios, tanto en los cuerpos –el coronavirus–, como las mentes –el irracional separatismo–.
Los sones de la corneta, como los de aquellas campanas, son claros y diáfanos, exigentes y, también, alegres; invitan a actitudes recias, resueltas y entregadas. El soldado que tiene esta misión debe conjugar pulmones y labios, nunca desafinar ni equivocarse, y acertar con la melodía; el beso del corneta en la boquilla insufla un aire de vida, de juventud y de esfuerzo común.
La cacerola golpeada, por el contrario, invoca el temor de quienes solo se sienten seguros tras sus balcones, para que no entre en sus casas y en sus almas este soplo vital, juvenil y esforzado que convoca a la unidad. Es miedo y destemplanza en su sonido, que hace chirriar los oídos y, en su anonimato cobarde, carece de melodía. En ocasiones, no es de extrañar que se trate de estómagos agradecidos, que no tienen el decoro de serlo ni el inconveniente de abollar los utensilios de cocina una vez han llenado sus asquerosas tripas.
Música de cacerolas se dice en el argot popular para desacreditar una mentira, una falacia, un argumento falso, una doble intención; y aquí todo cobra sentido cuando se golpean contra los soldados para reivindicar la sinrazón más absoluta.
Nuestro Ejército, el de todos, está dando, como siempre, una lección de disciplina, de servicio y de humildad. Como lo hacen los compañeros de estos soldados en Misiones Internaciones, cooperando en luchas comunes contra otros peligros y riesgos de nuestras sociedades. No merece que los que están ganados por el odio les vituperen desde la comodidad y el egoísmo.
Acordémonos también, cada atardecida, con los aplausos y las oraciones, de nuestros soldados que están de servicio permanente, junto a otros españoles de la primera línea contra la pandemia. Y pidamos también a Dios, por otra parte, que aleje de nuestros corazones cualquier resquicio de odiar y de desear el mal a los energúmenos de las caceroladas, como hacen ellos. Aún hay clases…