Ciudadanos y súbditos.
Guillermo Díaz-Plaja explicaba la diferencia de mentalidad entre la literatura oriental y la occidental, gustaba de sintetizarla en los conceptos de súbdito y de ciudadano, respectivamente. El segundo se caracterizaba por tener derechos y deberes, por hacer uso de su libertad y, en consonancia, por poder manifestar su opinión; el primero, por el contrario, se definía por la sumisión.
Ciudadanos y súbditos.
Con lo que está cayendo, es imprescindible estar al día, llevar un seguimiento más o menos exhaustivo de las disposiciones oficiales, tanto por seguridad personal y colectiva (no podemos caer en el absurdo negacionismo), como por ser cumplidores de la norma y evitar posibles advertencias o sanciones de los agentes de la autoridad.
Claro que está en la opinión de muchos que algunas de estas disposiciones oficiales y sanitarias están tomadas sobre la marcha, en un ejercicio constante de ensayo y error, son aleatorias y cambiantes y, quizás, puedan obedecer más a criterios partidistas que salutíferos. Incluso, puede surgir la sospecha de que persiguen, a largo plazo, crear una especie de cultura de la sumisión. En todo caso, las opiniones son libres, previo el dura lex, sed lex.
No son momentos de evadirse del mundanal ruido y dejar que se llene de polvo el on del aparato televisivo, guste o no guste; porque la televisión es el medio más próximo e inmediato para conocer las últimas noticias, teniendo en cuenta, eso sí, el grado de fiabilidad de las diferentes cadenas, en función de sus orientaciones; pero eso lo puede conocer fácilmente cualquiera que viva en este mundo, y, en todo caso, siempre se puede eliminar el sonido (y la imagen) cuando, en lugar de informar de las medidas adoptadas, ocupan la pantalla los telepredicadores habituales, con su rosario de tópicos…y de mentiras.
De forma que las telenoticias se han convertido, velis nolis, en una herramienta imprescindible para saber si puedes salir de tu población, hacer excursionismo, abandonar tu domicilio a determinadas horas o encerrarte, sin más, el fin de semana; y, por supuesto, si debes posponer una cita, quedar con tu familia solo por videollamada y preparar los utensilios de bricolaje casero o disponerte para una larga sesión de lectura.
Nuestros mayores seguían llamando el parte a los noticiarios, por reminiscencias de la época traumática de la guerra; de nuevo, ante esta nueva guerra contra el maldito virus, esperamos dicho parte, conteniendo la respiración para acatar lo mandado y profiriendo denuestos hacia quienes siguen sin tener ni repajolera idea de cómo hacer frente a la pandemia.
Hasta aquí, santo y bueno (es un decir), pero lo que me es imposible aguantar son las entrevistas espontáneas de aquellos viandantes a quienes el entrevistador de turno pregunta, cámara en ristre, su opinión sobre la última medida dictada. Con contadísimas excepciones (eso sí, mucho más breves), todos los españolitos interrogados responden, tras su mascarilla, que eso es lo que hay que hacer, que ya era hora, que habrá que aguantarse porque es necesario, y no deja de haber quienes contestan, perrunamente, que las autoridades ya saben lo que conviene.
He tomado la decisión de que, una vez conocida la nueva medida de turno, dejo sin voz mi aparato televisivo para no contemplar el espectáculo de esa aquiescencia propia de súbditos y no de ciudadanos.
Uno recibió su formación escolar del Bachillerato allá por los años 60 del pasado siglo; y he conservado en la memoria una lección que, como se dice ahora, venía a ser transversal en diversas asignaturas, entre ellas, la Formación Política y Social, la Historia y, concretamente, la Literatura, a cargo del recordado don Guillermo Díaz-Plaja; cuando él explicaba la diferencia de mentalidad entre la literatura oriental y la occidental, gustaba de sintetizarla en los conceptos de súbdito y de ciudadano, respectivamente.
El segundo se caracterizaba por tener derechos y deberes, por hacer uso de su libertad y, en consonancia, por poder manifestar su opinión; el primero, por el contrario, se definía por la sumisión.
Me ha venido a la memoria este recuerdo lejano al escuchar esas improvisadas entrevistas a la gente de la calle; y también he recordado algunas de las características que atribuye Vergely a lo que llama, irónicamente, el hombre honrado, a saber: obediente a ultranza, sometido con gusto a la ley de la mayoría, no protesta nunca, deja las interpretaciones en manos de los políticos, es ídolo se sí mismo (y tirano de los demás si no son como él) y presume de autoconstruirse; no es extraño que ese autor termine calificándolo de borrego social, sin más.
La norma debe ser cumplida, y soy el primero en hacerlo; pero permítaseme –como ciudadano y no como súbdito– que una a mi escepticismo mencionado sobre la certeza o la bondad que la han impulsado, mi derecho a manifestar mi opinión en voz alta y, si me pilla el entrevistador callejero, a que esta sea escuchada por los televidentes.
Creo que, una vez que pase la pandemia (algún día) deberán impartirse cursillos acelerados y generalizados de características del ciudadano y, sobre todo, de aprendizaje de libertad.