Artículo del director

 Un debate intencionado

A la matraca nacionalista le importa muy poco, en el fondo, la artificial polémica sobre monarquía o república. (...) El problema de fondo en este momento no es otro que el de dar cancha a quienes pretenden una regresión en la historia y de los que buscan a cualquier precio dinamitar la unidad de España.

Un debate intencionado


Me temo que no voy a ser muy original en cuanto al tema de hoy, y tampoco en cuanto a sus conclusiones; espero serlo en cuanto al desarrollo y contenido, que viene dado por mi apreciación personal y mis ideas, que normalmente no forman parte de la opinión publicada. Y empiezo ex ovo, para no andarme con más rodeos.

A la matraca nacionalista le importa muy poco, en el fondo, la artificial polémica sobre monarquía o república; en nuestra historia, se puede comprobar con toda facilidad como los pronunciamientos, amagos de rebeliones o las sublevaciones abiertas contra la legitimidad de un Estado, como la del 34 o la de hace dos años, tuvieron lugar bajo una u otra forma de gobierno; y es así porque el objetivo de sus dirigentes no es otro que desmembrar el cuerpo nacional de España y constituirse en plenos caciques de su territorio; y para ello buscarán siempre formas políticas cuya debilidad propicie mejor estas intenciones.

Viene esto a cuento con las solemnes declaraciones –que la Fiscalía ha obviado en acatamiento a instrucciones superiores– del señor Aragonés sobre que los Borbones forman una organización criminal, acusación coreada por los conmilitones del personaje en cuestión. Curiosamente, nunca se ha referido a los Pujoles en el mismo sentido.

Le ocurre igual a Podemos y, soterradamente, a sus socios en este desmadre llamado Gobierno, cuyo republicanismo se limita a una reencarnación de la etapa del Frente Popular, que fue precisamente la más absoluta negación del quehacer común, que es como Cicerón definía la res pública; esto también lo sabe cualquier aficionado a la historia que no haya confundido la realidad de los hechos con la propaganda sectaria.

De forma que ese supuesto debate social (Iglesias dixit) queda resumido hoy a los aviesos deseos de separatistas y neomarxistas, aprovechando la excelente ocasión, casi en bandeja de plata, que les ha procurado la conducta de Juan Carlos I, que por cierto era comentada en todos los mentideros y corrillos de la nación desde hacía muchos años.

También curiosamente, los mencionados (y supuestos por el momento) desafueros económicos del clan Pujol eran sobradamente conocidos y, de vez en cuando, aireados, pero nunca sirvieron para desacreditar a un nacionalismo institucional y callejero que aclamaba al honorable con el mismo fervor que el monárquico ABC lo declaraba español del año. Quizás con el matiz de diferencia –siempre con la presunción por delante– de que el rey emérito se beneficiaba de unas comisiones, mientras que el gran patriarca lo hacía a costa de todos los catalanes.

Por todas estas razones, uno no quiere entrar en ese debate social en este momento; mi propensión natural es hacia esa res pública ciceroniana, pero echo en falta la figura de una persona que pueda encarnarla con inteligencia, honradez y suficiente distanciamiento de las opciones políticas en juego.

De forma que prefiero temporalmente dejar las cosas como están y que los tribunales de justicia se encarguen de delimitar las posibles responsabilidades a las que cada cual se haya hecho acreedor con su proceder en el ejercicio de un cargo público.

En 1931 la monarquía alfonsina cayó como cáscara vacía, porque ya no era el instrumento histórico de ejecución de uno de los más grandes sentidos universales, y este derrumbamiento tuvo lugar sin que entrara en lucha siquiera un piquete de alabarderos, en palabras de un tal José Antonio Primo de Rivera.

Quizás también tuvo algo que ver la implicación del monarca en el turbio asunto de las acciones reales en la Liebre Mecánica del Stadium Metropolitano, con el que no transigió don Miguel, el dictador, padre del anteriormente citado, y que se llevó a cabo con su pérdida de confianza real y posterior destierro en 1930, quedando sobre la mesa un expediente con las sonoras palabras de estafa y apropiación indebida, que hoy concretaríamos como tráfico de influencias.

Vino, pues, un 14 de abril, el de las promesas frustradas, y un 2 de agosto, y un 6 de octubre, con el citado golpe de Estado de socialistas y separatistas al alimón, y una guerra civil…; es decir, mucho y apresurado para la débil corteza de la España de entonces.

El resto de la historia es bien conocida, especialmente por los españoles mayores de determinadas edades (entre los que felizmente me encuentro), a partir de aquellas previsiones sucesorias que Franco concretó en 1969; me queda el consuelo, visto lo visto, que acertaron en sus votos negativos mis admirados Agatángelo Soler Llorca y Juan Pablo Martínez de Salinas, pero siempre es fácil juzgar el pasado desde la perspectiva del presente.

El problema de fondo en este momento no es otro que el de dar cancha a quienes pretenden una regresión en la historia y de los que buscan a cualquier precio dinamitar la unidad de España. Poco tienen que ver aquí las preferencias teóricas sobre las formas clásicas de gobierno, las simpatías o antipatías dinásticas o los sentimientos personales en cualquier sentido.