'Demolition man'
Publicado en primicia por el digital El Debate (20/DIC/2021).
Demolition man
El título es de una película de mediados de los noventa inspirada, aunque de lejos, en Un mundo feliz. La sociedad distópica de Huxley cuenta en esta ficción con un tipo duro, un policía que llega del pasado y tiene fama de causar destrucción en cuanto hace. En Hispanoamérica la titularon El demoledor. Salvando la diferencia de que John Spartan, que interpreta Sylvester Stallone, no piensa en su beneficio, sino en ser útil a sus principios, inevitablemente este demolition man me recuerda a Sánchez, el infatigable presidente.
A menudo el inquilino de la Moncloa tira la piedra y esconde la mano, pero está detrás de todo lo que ocurre y va consiguiendo sus objetivos caiga quien caiga y al precio que le pidan. Sus éxitos, no cabe ignorarlo, son muy ciertos. Son éxitos personales, de sí y para sí, no éxitos que beneficien a los españoles.
Hay que ir al principio de la historia.
Sánchez engañó a sus compañeros socialistas que le llevaron otra vez a la Secretaría General del partido, en un momento de desánimo en sus filas, para rescatar el socialismo, no para convertirlo en sanchismo. Engañó en la moción de censura contra Rajoy, utilizando párrafos manipulados sobre corrupción en una sentencia, gracias a la ayuda de un juez, en mi opinión, indigno, como evidenció una sentencia posterior. Engañó a sus votantes porque «en menos de horas veinticuatro» (por recordar a Lope de Vega) firmó un pacto de Gobierno de coalición que había negado con contundencia, se entregó a los enemigos de la España constitucional en sus diversas siglas y desde entonces ha hecho todo lo contrario de lo que esperaban sus votantes de buena fe. Tanto engaña en todo que ha convertido la mentira en principio político y ya a nadie le extraña. Obsérvese que cuando se le escapa una verdad, de inmediato alza una mentira para enmendar el error.
Los socios de Sánchez le tienen cogido por los cataplines. Ello le lleva a decidir indultos contra la opinión del Tribunal Supremo, a consentir el incumplimiento por la Generalidad de sentencias judiciales, a desentenderse de las soeces descalificaciones de sus socios a tribunales, jueces y a las propias Fuerzas de Seguridad del Estado, a negar en sede parlamentaria prebendas a los independentistas que acaba, pastueñamente, concediendo… Un tipo simple y faltón como Rufián (hay apellidos definidores), impensable hace años en un escaño parlamentario, le gana siempre; basta con la amenaza de retirarle sus votos; como el tal Rufián es poco fino no se corta y amenaza al presidente en el Pleno del Congreso. Y a estas alturas ni sienten vergüenza.
El elefante blanco de nuestro demolition man, la presa más preciada de la cacería, es trifronte: la Transición, la Constitución que salió de ella y la Monarquía parlamentaria. El camino está lleno de trampas en las que, a veces, caen sus socios que le hacen el trabajo menos limpio creyendo que el tren lo conducen ellos, el mismo error en que se despistó Redondo. Pero el tren lo maneja el demoledor. El señuelo del objetivo es el Rey padre, al que se debe nada menos que la construcción de la democracia y la intervención decisiva para desarbolar el 23-F. Las sucesivas campañas de desprestigio, mantenidas mansamente por casi todas las televisiones y otros medios engrasados, no se hacen para prestigiar y consolidar la Monarquía posjuancarlista, sino como una etapa en el camino para llegar al objetivo buscado: el fin del sistema de la Constitución de 1978.
La ingratitud que ha soportado y soporta don Juan Carlos es tan inmerecida como brutal. Nunca fue condenado, nunca ha estado incurso en un procedimiento judicial. Su acoso por la Fiscalía General del Estado, artificialmente mantenido, es una vergüenza, Todo es una gran mentira, otra más, que tiene como diana a quien dejó la legalidad todopoderosa que recibió en 1975 para desembocar «de la ley a la ley» en una democracia plena. Los errores que hubiese podido cometer, personales no de Estado, quedaron zanjados con su abdicación. Los sectarios le acusan de enormidades. Una de ellas es que la abultada donación de un monarca árabe (para el donante, calderilla) se debía a comisiones por el Ave a La Meca. ¿Desde cuándo las comisiones las paga la Administración que contrata la obra y no el contratista? Pero la cuestión es tratar de desprestigiar al rey padre para lesionar en lo posible la Institución que es el objetivo que se pretende demoler. Y, mientras, los medios arrasan cada día la presunción de inocencia que recoge la Constitución. En este caso y en todos. Recordemos las ciento y muchas portadas de un diario madrileño que se considera progre sobre los célebres trajes de Camps, ya declarado inocente en sus nueve procedimientos.
Como en tantas cuestiones promovidas por la tropa que nos gobierna, todo es atrezo. En una inútil Comisión de Investigación del Congreso algunos maniqueos daban más crédito a un Villarejo que ha pasado años en la cárcel y está pendiente de juicio que a Rajoy, expresidente del Gobierno. Desde mi larga experiencia parlamentaria siempre he creído que no deberían autorizarse comisiones de investigación sobre asuntos que están ya en la vía judicial. La investigación ya la ordena el juez que es a quien corresponde sentenciar. La otra vía paralela sólo es un manejo ideológico para tratar de engañar a bienintencionados o lelos.
Demolition man sigue maquinando, colocando los bulldozer, instruyendo a sus maestros de obras, mirándose el ombligo. A menudo pienso que no se trata de que crea que la república es mejor que la monarquía (depende de qué república y de qué monarquía), sino que desea trasladar un día su residencia al Palacio Real. Allí vivió Azaña rebautizándolo como Palacio Nacional. Pues eso.
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