Diagnosis sobre el romanticismo
En cuestión de ideologías o de cosmovisiones, la historia suele ser cíclica, y uno confía en que, tras esta época de romanticismo pleno, llegará a instaurarse otra en que la guía sea el clasicismo reparador.
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Diagnosis sobre el romanticismo
¿Se escandalizará mucho el paciente lector si afirmo que estamos viviendo en la época predominantemente romántica? Me temo que a ese escándalo inicial sucederán una serie de dudas sobre mi estado mental si no me apresuro a matizar el concepto y expresar las razones de mi tesis.
Empiezo por aclarar que entiendo por romanticismo y lo que se aleja de mi idea: Romanticismo no es escribir versos a la persona amada, salvo que nos dejemos arrebatar por la lírica de Bécquer o la exaltación de Núñez de Arce; mejor tomemos como referencia, por ejemplo, a Pedro Salinas. Romanticismo no es estar a gusto paseando con esa persona a la luz de la luna con las manos entrelazadas; tampoco es enternecernos con la inocencia de un niño o la mirada triste de un perro; mucho menos, deleitarnos con el paisaje que divisamos desde la cumbre conquistada o la admiración que podemos sentir por la labor de un misionero. No me considero romántico ⎼en mi acepción⎼ por haber regalado la rosa tradicional a mi esposa el pasado Día de Sant Jordi.
El romanticismo al que refiero en mis primeras líneas es una ideología, si se quiere, una cosmovisión que «viene a colocar todos los pilares fundamentales de la vida en un terreno pantanoso; una escuela sin líneas constantes, que encomienda en cada minuto, en cada trance, a la sensibilidad la resolución de aquellos problemas que no pueden encomendarse sino a la razón» [JA].
Y, como tal ideología o cosmovisión, el romanticismo que desdeño alcanza e impregna ahora todas las realidades humana, las condena a una constante y perpetua inseguridad, y, a la vez, en objeto de manipulación por parte de quienes ponen sus objetivos en conseguir una sociedad alienada y fácilmente manipulable.
Refirámonos, en primer lugar, al amor; veremos que, desde una interpretación generalizada, suele quedar reducido a la efusión, al impulso y a lo instintivo, hasta el punto de que es prácticamente imposible distinguirlo del simple enamoramiento o atracción física; así, lo que priva es el amor líquido (Bauman), que elude responsabilidades, compromisos permanentes y posibles “cargas adicionales”, sea por los anticonceptivos o por el aborto; hasta ha quedado desfasado, quizás como carca, aquel “¡Hijos sí, maridos no!”, que voceaban en los años 30 las predecesoras de Unidas Podemos.
En los ámbitos educativos, se insiste machaconamente en los aspectos emotivos, echando mano del psicologismo de moda, tales como la primacía de la motivación sobre el sentido del deber, la espontaneidad sobre los conocimientos, lo actitudinal sobre lo conceptual, la creatividad frente a la pauta, el rechazo del esfuerzo y del uso de la memoria, y no digamos de la auctoritas del profesor o de la disciplina escolar.
Entre las grandes colectividades, predomina el crédito y valoración de los nacionalismos, que no son otra cosa que el arrobamiento ante el terruño, un enternecerse con los dulces sonidos de la gaita localista y ancestral; son una mirada al ombligo supuestamente “nacional”, y, en realidad, tribal; es un ensimismamiento por lo próximo, un embriagarse con los zumos autóctonos, con exclusión de la apertura de puertas y ventanas hacia lo exterior, lo desconocido aunque atrayente, lo difícil pero bello.
En la política, la sensibilidad supera con creces a la reflexión, y se impone el relativismo personal por encima de las categorías permanentes de razón; ello lleva a aceptar las supuestas bondades del candidato más locuaz y mentiroso y a repudiar a aquellos que han sido señalados previamente como antagonistas de la felicidad pública o contrarios a las grandes verdades oficiales.
El romanticismo al que me refiero vuelve, como todos los que lo precedieron, hacia “lo natural”, que se convierte en objeto de un culto fanático tendente a la radicalidad, siempre bajo la advocación de la Gran Pachamama; de este modo, la defensa de la naturaleza deviene en un ecologismo radical, que incluso pretende prescindir del ser humano, el cariño hacia los animales, en un animalismo, la búsqueda de la justicia y de la igualdad esencial entre los hombres en morbosa curiosidad hacia las minorías oprimidas, remedo de aquel buen salvaje de los románticos del XIX.
Siguiendo a Eugenio d'Ors, el romanticismo vuelve a la dispersión, al eón de Babel, al individualismo frente a la solidaridad, a la recusación de todo lo clásico, de lo permanente; la libertad romántica es la ruptura con todo vínculo normativo, incluido el de la responsabilidad; el predominio de la sensibilidad sobre la racionalidad, y nada más pantanoso como el ámbito de los sentimientos. «Antes que pensar, sentí», dejó dicho Rousseau, que es el padre de la criatura romántica.
Por eso se ha incluido en el Derecho el delito de odio, ya que son los sentimientos instintivos, no los actos, los que deben quedar, según el romanticismo, bajo la esfera de las leyes, y se consideran agravantes las miradas, las posturas… Por igual motivo, queda también bajo el peso de la ley el delito de pensamiento, cuando nuestras ideas y el uso de la crítica racional se apartan de los dictados oficiales sobre el pasado o sobre el presente, en implacable censura de lo que pasa por nuestras mentes.
No obstante, en cuestión de ideologías o de cosmovisiones, la historia suele ser cíclica, y uno confía en que, tras esta época de romanticismo pleno, llegará a instaurarse otra en que la guía sea el clasicismo reparador, es decir, el imperio de lo racional, el triunfo del orden sobre el absurdo y la armonía en y entre los seres humanos, en equilibrio exacto en cuanto a las mentes y a los corazones.