El delito de odio.
Nuestros políticos siguen con la cantilena de llamar delito a lo que no pasa de ser pecado.
El delito de odio
Si no recuerdo mal fue uno de los asuntos que recordé en mis primeros artículos en esta revista. Ya han pasado algunos meses. Como era de esperar, nada ha cambiado. Nuestros políticos siguen con la cantilena de llamar delito a lo que no pasa de ser pecado. En aquel momento terminaba con la siguiente frase: «O somos pecadores o somos delincuentes». Pues sí, la izquierda española, cabe de comunismo, ha decidido que seamos las dos cosas.
Por supuesto, creo que la Iglesia no considera pecado capital al odio. Pero la Iglesia es una cosa anticuada que no está al loro de los tiempos y se ha quedado en la letanía de los siete capitales, que no contemplan el odio como uno de los más perversos. La Administración, en cambio, va más allá. En su afán colonizador ahora pretende echarle un pulso también a los vicarios de Cristo, que dijo que el Amor era la antítesis del Odio. Bueno, no lo dijo así, pero nosotros lo escribimos con estas letras porque nos da la gana. Pero tampoco esta reflexión convence a los cerebros neocomunistas que permanecen en el Poder, ahora crecidos desde que al Coletas le dieron un puntapié en el culo y lo mandaron a hacer televisión con Roures. La señora Yolanda Díaz, la ministra que mejor viste en España, se ha hecho cargo de la subdirección y ha arrinconado al comunista de estilo superviviente y a la chica de los recados Belarra para colgarse la medalla de los 15 euros de SMI. Que no es odio a las clases sino amor a los vulnerables.
Pero no, por más que insistan habrá que recordarles a estos avanzados de lo Social que el Odio es una estupidez metida con calzador en el código de las memeces. Odiar no será pecado capital, es un decir, pero es lo más horrible que puede habitar el corazón de las personas. Cuando la gente mata o lo desea, cuando la sociedad se embarca en esa amarga singladura de muerte, cuando las personas están como emborrizadas por el instinto asesino no pecan por odio sino de carencia de amor. Porque es fácil manosear el lenguaje y hacer creer que los grandes pensamientos se sustentan en el estilo depurado que albergan las palabras, pero en más sencillo inocular a la gente con la falaz retórica de todos, todas y todes, que tan en boga está. No existe el delito de odio, como no lo hay de envidia, de ira, de lujuria o de otras taras. Eso queda para los confesionarios, que cada día son menos visitados. Lo que tenemos es delincuencia motivada por el odio que corroe a media población. No se trata de señalar a nadie, no es el caso, pero sí de declinar responsabilidades de una clase instalada en una de las sociedades menos dañada por los falsos profetas, una casta que parte de una filosofía caduca que hunde sus raíces en el odio de las personas y de las clases. Si hace falta dar una mano de lejía a esta sociedad hay que empezar por desinfectar estos reductos labrados con miserias de porcelana, que es lo más parecido al material de que están hechos los inodoros.
Prefiero la parte positiva de la cuestión. Prefiero hablar de amor, que es el antídoto. Cuando se oye decir en la televisión, en especial la «Secta», que fulano o fulana ha cometido el delito de odio pienso que es la carne de gallina la que se envara. La carne de gallina de esta sociedad de mansos corderos. La gente no odia porque sí, porque lo dice el rojerío; la gente delinque porque se guía por impulsos irracionales, las más veces imposibles de contener. Cuando esto ocurre, que es casi siempre, se debe hablar de delincuencia y actuar según marca la ley en cada caso. Ya está bien de meter pamemas estúpidas en el decir diario. Ya está bien de recitar la canción del pirata en las pantallas, que luego se convierten en la canción del verano de los burros de la política, cuando no de otras instituciones.
En buena lógica el odio debería estar incluido en la lista de los siete capitales. Sería entonces algo más que la octava maravilla del mundo. Pero no lo está. Los sesudos del Vaticano estiman que la consideración moral que le corresponde no es cabeza de mal alguno sino consecuencia de la falta del bien, que es el amor. Eso suena a salmo, pero para los teólogos. Para la gente de la calle, odiar es un concepto que emerge como la lepra en el corazón de las personas que ignoran el amor. Y de la ignorancia surge el delito, Seamos serios y llamemos a las cosas por sus nombres. No más delitos de odio, sí delincuentes sin amor. No más retruécanos de andar por casa, sí más defensa de los hitos que han hecho de nosotros especialistas en el arte de convivir en paz.