Élites al poder
La defensa de las élites me ha traído a la memoria a aquellas minorías egregias, que el maestro Ortega contraponía a las masas, y a aquellos inasequibles al desaliento de José Antonio Primo de Rivera.
Élites al poder
Viajar por los pueblos de España –aunque ahora tan cautelosos por la pandemia y quienes dicen gestionarla– siempre me ofrece la oportunidad de conocer a magníficos tipos humanos, y, también, de tratar (aunque sea de lejos) a otros de los del montón, adocenados por las actuales coordenadas y por su inseparable corrección política.
Entre los primeros, se encuentran gente que solo recibieron en su momento una instrucción elemental, pero que demuestran grandes dosis de sensatez y una capacidad de reflexión que a veces cuesta de encontrar entre los que llamaríamos ilustrados. Estas personas sensatas y reflexivas, que piensan por su cuenta y son, además, profundamente solidaros, no cabe duda de que conforman una élite social.
Quizás no sea idéntica del todo a aquella de la que se mostraba ferviente partidario el escritor Arturo Pérez-Reverte en su artículo (XLSemanal, 2 de agosto), pues mi admirado escritor se centraba en quienes poseían una base cultural y humanística. Y también, pero no exclusivamente.
En todo caso, coincidimos en lo que no es una élite: Privilegiados que por familia, dinero, medios e incluso inteligencia pueden permitirse entrar en determinado club (añádase aquí la precisión de si se trata de un club económico, político, social, doctrinal o sectario).
La defensa de las élites (palabra que yo prefiero españolizada sin acento) me ha traído a la memoria a aquellas minorías egregias, que el maestro Ortega contraponía a las masas, y a aquellos inasequibles al desaliento de José Antonio Primo de Rivera. La élite que yo defiendo está integrada por aquellas personas que reúnen una serie de características personales: exigirse a sí mismos más que los demás, pensar por su cuenta y estar abiertos al servicio, esto es, a la actuación sin esperar recompensa a cambio.
Siguiendo con mis pensamientos, veo claro que en todas las capas sociales, en todas las actividades y profesiones, en todos los territorios que componen España, se dan estas personas egregias; surgen del propio seno de la sociedad, pero se distinguen a simple vista por no sentirse como los demás, sin asomo de petulancia ni afán de superioridad, además de por estar dotadas de las características que antes he explicado.
Y sigo deduciendo que es a partir de ellas cuando es posible un verdadero sentido de la democracia, en el momento en que el resto de la población, esa que se considera igual que los demás, los reconoce como tales élites y los elige para que la representen. Todo lo contrario del igualitarismo que se nos propone y dicta como panacea social. Dicho de otro modo, una democracia de verdad exige la existencia de una aristocracia auténtica.
Para ello, habría que sopesar cuáles pueden ser las vías de participación política más idóneas para que esta elección (que implica selección de los mejores) resulte más eficaz; y que los clubes que rechazaba Pérez-Reverte en su artículo son asimilables a los partidos políticos, donde el amiguismo, la fidelidad perruna y la sumisión a la cúpula dirigente son las condiciones para que se sienten en un hemiciclo unos teóricos representantes del pueblo.
Los trabajadores más concienciados en la defensa de los intereses de sus compañeros y de los comunes de la Nación, los habitantes de una localidad que demuestran más y mejor sentido cívico; los que están activos en todos los ramos, ámbitos y sectores; los hombres y mujeres que viven las necesidades reales de sus familias, centrados en el puesto de trabajo, la vivienda y los problemas de sus comunidades vecinales…, todos ellos podrían muy bien sustituir a los políticos que han hecho de su tarea una lucrativa profesión y no un servicio.
Despierto de mi ensueño veraniego. Para que la realidad no me golpee bruscamente, acudo, como casi cada tarde, a una improvisada tertulia –con mascarilla, eso sí–, en la que se sientan un campesino que se sabe de memoria el Romancero, un médico que acaba de regresar de su consulta en la capital de la provincia, un joven veraneante, excursionista enamorado de las montañas, un profesor en vacaciones y una estupenda señora que no ve programas del corazón y está preocupada por los progresos escolares de sus hijos.
En todos ellos reconozco a esas élites que podrían trabajar mejor por España.