Lamento por Afganistán
Lamento por Afganistán
Pocas cosas apetecerían menos que hablar de Afganistán. Incluso menos que hablar de España y sus problemas. Lo de aquí, con ser desagradable, odioso, tremendo para una parte de los pobladores del mundo que se asientan en un amplio pedazo de la península ibérica, puede tener arreglo con que los españoles tomen la decisión apropiada en unas elecciones. O tomando las medidas adecuadas para cambiar la cara de los que se sientan en los sillones tapizados de los parlamentos o de los ministerios. Pero el problema de Afganistán es un problema más amplio, mayor.
Ya se ha comprobado que ni los rusos ni los norteamericanos han sido capaces de limpiar aquel territorio de los talibanes que mantienen por encima de todo qué es el islam, un islam llevado hasta sus últimas consecuencias, o sea, según ellos, la interpretación del sistema de vida que Alá reveló al hombre y transmitió al profeta Muhàmmad, a través del arcángel Gabriel, y lo que aparece contenido en el Corán –escrito a pegotes a lo largo de veinticinco años– recoge la sharía que constituye un código detallado de conducta e incluye el sistema de castigos a aplicar por el incumplimiento de las normas y que, de acuerdo con el nuevo código penal de Brunéi, castiga el adulterio y el sexo homosexual con muerte por lapidación.
Todo ello llevado con una rigidez extrema, sobre todo en la forma de vida que han de llevar las mujeres. Además, teniendo en cuenta que la exegesis del Corán y todas las demás normas es de libre interpretación por cada uno de los imanes, teólogos, o jerarcas, da origen a innumerables sectas que actúan según sus propios criterios, además de existencia de las dos ramas fundamentales del islamismo: el sunismo y el chiismo.
Otro sector del islamismo, pero que ha conseguido un poder considerable tras sus diferentes guerras en Afganistán, es el de los talibanes, que han venido actuando de acuerdo con una interpretación rígida de la ley islámica (la sharía ) sin temblar un pelo en recurrir a las ejecuciones públicas o las flagelaciones cuando lo consideran oportuno. Y, en el caso de las mujeres, la cerrazón es tremenda, están sometidas al hombre, la mayoría tienen prohibido trabajar o estudiar y se las obliga a usar un traje que lo cubra todo en público: el burka. También, en su limpieza de todo lo que se escapa de sus normas, prohibieron los libros y las películas occidentales y destruyeron artefactos culturales de otras tradiciones, incluida las estatuas gigantes de Buda, de hace 1.500 años, en el valle de Bamiyán.
Ello, junto con el poder conseguido tras ocupar todo un país de las dimensiones de Afganistán (652.230 kilómetros cuadrados) en poco más de una semana, nos hace suponer lo que se representa ante la civilización occidental, que es la primera a combatir, lo que está tanto en la mente de los cadíes, los imanes, los emires, los califas o cualquier bicho viviente con capacidad –o no– de interpretar el Corán; espacio éste de occidente en el que ya tienen un número considerable de plataformas de actuación como son las mezquitas que han ido sembrando por todos los países, con la esperanza, en no pocas mentes, manifestado incluso públicamente, de conquistar Al-Ándalus para establecer de nuevo el califato de Córdoba.
Sin duda le ha salido a Occidente un forúnculo que lo va a mantener sumamente perocupado, nervioso, inquieto. Los afganos no son gente pacífica. Su ánimo no es propenso a estarse quietos en el país que han conquistado. No es eso lo que anda por sus mentes. Lo que les preocupa es cambiar las sentimientos y aptitudes de todos los habitantes de la tierra, lo que pueden hacer a lo bestia, mediante actuaciones de pequeños grupos o individualidades, intentando meter en la cabeza de los enemigos de Alá el Corán, con fórceps si hace falta, haciéndoles aprender de memoria todas las sharías habidas y por haber, practicando cuantas normas considere necesario establecer en su redil cada intérprete sin desviarse ni una pestaña.
Sobre todo a las mujeres, insistimos, en todo aquello que viene participando en occidente, que tanto los turba. Ya sabemos que hay que tener en cuenta lo que marca el Corán que, para empezar, declara que «Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres en virtud de la preferencia que Alá ha dado a unos más que a otros y de los bienes que gastan. Las mujeres virtuosas son devotas y cuidan, en ausencia de sus maridos, de lo que Alá manda que cuiden. ¡Amonestad a aquellas de quienes temáis que se rebelen, dejadlas solas en el lecho, pegadles! Si os obedecen, no os metáis más con ellas». Seguidamente entran en juego las sharias, con lo que la empeora.
Lo cierto es que conviene recomendar a todos los machotes occidentales y a todas las feministas del mismo espacio, que le echen una mirada al Corán y a las otras disposiciones que el islam tiene instituidas, y que está dispuesto a ir implantando por cualquier procedimiento, y no son pocos los que ya nos ha mostrado, como el atentado del tren en Madrid, las Torres Gemelas en Nueva York, el atropello masivo en Barcelona, el atentado al bar Carrillón y otros varios en París, y un largo rosario con variadas actuaciones de energúmenos dispuestos a morir cumpliendo las consignas que los han insuflado en sus mentes desquiciadas.
No deseamos ser agoreros, pero los medios de comunicación nos lo cuenta con harta frecuencia. Y ocurre en cualquier lugar de la tierra. En cualquier parte donde se esté disfrutando del ocio y entretenimiento, en –o con– cualquier medio de locomoción. Occidente está sentenciado por estos talibanes o por cualquier otro grupo de islamitas que escuchan y memorizan lo que les meten en el caletre los activistas correspondientes, o los imanes y demás jefes religiosos. Y lo sentimos profundamente porque nuestra voluntad es vivir tranquilamente, disfrutar de los medios que nos ha proporcionado el Dios de nuestra fe para hacer el camino que nos toca recorrer a cada quién, hacer felices a cuantos congéneres podamos, limar aristas, eliminar los odios, conseguir para todos el amor que nos recomendó.