Opinión

Las plagas...

Tememos que el Dios Creador debe haber decidido enviarnos, sin más aviso, como hizo con los egipcios, unas plagas que nos hagan reflexionar.

Artículo publicado en Cuadernos de Encuentro, núm. 147, de Invierno de 2021/22. Ver portada de Cuadernos en La Razón de la Proa (LRP). Recibir el boletín semanal de LRP.

Las plagas...


Estoy convencido de que el Sumo Hacedor, que se embrolló en montar el orbe, el mundo, no pensó que los seres que iba a aposentar en la bola llamada Tierra le iban a dar tantas preocupaciones.

Empecemos por el principio. Según dice el diccionario de la RAE, el orbe, eso que nos envuelve a todos desde la lejanía a la proximidad con el vecino, es el «conjunto de todo lo existente, el conjunto de todos los seres humanos», para simplificar, el conjunto de todo lo habido y por haber. Es decir, las galaxias que se reparten por el amplio espacio celeste que conseguimos contemplar y atisbar con una simple mirada, todo lo que vemos en la cercanía y en lo más alejado, e incluso en lo que la vista o los telescopios todavía no han llegado a alcanzar por muy afinados que estén, y por ende no vemos. Los soles y los satélites, las estrellas y los cometas, las nebulosas y los asteroides y las constelaciones; todo eso puso en marcha el Sumo Creador. Y, naturalmente, dentro de todo ese complejo cosmos se encuentra, como hemos dicho antes, la bola que nosotros llamamos Tierra, al cuidado de la que dejó a Adán y Eva, en una parcela de terreno que conocemos como el paraíso, con la encomienda, fundamental, después de haber pecado al no seguir sus instrucciones, de que se multiplicaran, lo que hicieron pródigamente a lo largo de siglos hasta llegar a nosotros, por sí, o por sus descendientes.

¿Pensó el Creador en llenar de vida solo a la Tierra que ocupamos? La verdad es que no podemos introducirnos en sus deseos o propósitos. Nuestra capacidad no da para tanto. Ni el respeto en que lo tenemos nos permite intentarlo. De momento, sólo Él sabe si hay vida en otros lugares. Pues nosotros, sus mandados, por más que enviemos unos artilugios al satélite Luna, o a otro espacio cualquiera del cosmos, seremos incapaces de llegar a todo lo que existe en ese inmenso escenario que contemplamos cuando dirigimos la mirada hacia el cielo. No nos importa gastar dinero en los intentos, conseguiremos saber si hay atmósfera o no a donde llega el hombre, si hubo agua en algún tiempo pasado, si presenta posibilidades de futuro, etc. Pero aunque consigamos acercarnos y pisar mundos distintos, entes variados aquí o allí, siempre será nada comparado con todo el cosmos. Apenas como un punto en la tierra. Ni siquiera eso, sino mucho menos.

Él, el Dios Creador, si quería dejar constancia reproducible en esta bola que ocupamos, no podía actuar de otra forma a como lo hizo. Con la mejor de las intenciones, pensando que sería bueno que existieran unos seres, que llamó hombres, que estuvieran dotados de imaginación, sentimientos y voluntad y capacidad para desarrollar una subsistencia de amor entre todos ellos.

Pero no los dejó solos, decidió que los acompañaran otros seres con un cacumen menos armado, más brutos, de muy diferentes cuerpos y razas, con el fin de que los asistieran de alguna manera y los sirvieran de alimento y de ayuda en determinados trabajos. Con esa intención puso todo ello sobre unas tierras que produjeran los productos que habrían de servirles de alimento, con mares y ríos que les facilitaran el líquido necesario para que desarrollaran su vida, montañas y roquedales en los que pudieran hallar cobijo e ir creando sus lugares de residencia, envolviéndolos en una atmósfera donde pudieran respirar, y, sobre todo, inteligencia para que consiguieran enfrentarse con todos los inconvenientes que surgieran e ir mejorando lo que fuera su entorno y su modo de vida.

La creación, como hemos dicho, empezó poniendo a Adán y Eva en el Edén. En esta pareja confió el Señor nada menos que toda la posibilidad del desarrollo humano que Dios puso en marcha. Y ahí estábamos nosotros. En el principio, Adán y Eva vivieron plácidamente en el Edén, comiendo la sopa boba hasta que Eva la lio cogiendo uno de los productos que daba el árbol que les había sido prohibido tocar.

Y nosotros, Adán y Eva, a partir de ese traspié, de aquél primer tropezón, tuvimos que avivar para cumplir su mandato. Y al ir despertándonos por aquello de que nos teníamos que ganar el pan con el sudor de la frente, saliendo de la inopia en la que nos encontrábamos, nos fuimos enredando por quítame allá esas pajas, persiguiendo a un cebú, una gacela, un conejo, un urogallo, una ternera, o cualquier animal de pelo o pluma que se cruzara con nosotros, ya que lo del pan era simbólico, todavía no se había inventado, y cualquier cosa que pudiéramos comer valía para subsistir, sin que hayamos dejado de andar con semejantes monsergas ni seamos capaces de estarnos quietos de rencillas. Engordando éstas rencillas a base de pijotadas a medida que pasaba el tiempo, pues somos inconstantes, rencorosos, envidiosos, ambiciosos, y mucho más memos de lo que nos creemos.

Por tan absurdo designio, surgieron las guerras, tuvieron lugar los disgustos entre hombres y mujeres o viceversa, entre jefes de Estado, entre pensadores buenos y malos, entre tontos del bote y tontos de baba, entre vecinos, entre los que viven por aquí o los que andan por allá, entre los que quieren entretenerse con batallas injustificadas, o, si no tienen con quien enfrentarse, se encrespa consigo mismos destrozando sus vidas, su imaginación, su inteligencia...

Naturalmente, esta gente, como hiciera Eva, no se atenían a las primitivas leyes de la creación. Y, un día, como tenía que ser, Dios, el Creador, se debió cansar, dio un puñetazo sobre cualquiera de las bolas del firmamento, y castigó con el diluvio universal a todos los que andaban por la Tierra, allá por el 5500 a.C. Castigando a todos aquellos estúpidos energúmenos, sin librar a ninguno, pues todos habían metido la pata. Aunque para que no se extinguieran las especies creadas, contó para ello con la colaboración de Noé, que le era fiel, liberándolo del castigo, junto con sus hijos, pues su vida había sido límpida.

Después de hacer una limpieza a fondo, y volver las aguas a su cauce, aquél mundo primitivo siguió funcionando. Mas, pasados unos cuantos siglos, de nuevo volvieron a las andadas los individuos creados por Dios; recurrentes, tercos, pues no cabe duda que enseguida se olvidaron de las advertencias del Señor, de las exhortaciones que dejaba caer de vez en vez, y necios hasta la exageración, crecieron en soberbia, volvieron por los mismos senderos del error que habían recorrido en otros tiempos, toparon con similares piedras, se precipitaron por los mismos precipicios, aunque con la particularidad de que ya los hombres habían asimilado muchas más cosas, pecaban de más listillos, eran mucho más maduros, estaban más preparados, habían alcanzado una capacidad superior para ver y comprender lo que el mundo ofrecía, consiguieron aprender a organizarse en grandes comunidades, construían edificaciones enormes, descubrieron el arte, e incluso habían inventado sus dioses para no depender de las normas del Dios primitivo y verdadero,...

Y, con todo ello, se pasaron de rosca y se encontraron, un día detrás de otro, allá por el 1279 a.C., con las diez plagas que asolaron todos sus inventos y todo su poder, pues no fue cosa de broma, ya que primero el agua se convirtió en sangre, luego se produjo la invasión de las ranas, después los piojos se extendieron por todos los rincones, a continuación aparecieron las moscas, y sucesivamente se fueron presentando la peste en el ganado, las úlceras por todos los cuerpos, la lluvia de fuego y granizo, las langostas y los saltamontes les agobiaron, les sorprendieron las tinieblas y, para rematar, les cayó el estigma de la muerte de todos los primogénitos de Egipto. Como no podía ser de otra forma, todo esto avivó la cerrazón del faraón que era quien cortaba el bacalao entonces, sobre todo cuando se encontró con la muerte de su hijo. Llegado ese momento, sin saber qué hacer, reflexionó y se arrepintió, –a buenas horas– con lo que liberó a los hebreos que tenía sometidos en sus territorios, terminando el testarudo faraón, junto con todo su ejército, en el mar Rojo.

Pero no acaba aquí la insensatez de los hombres. Poco a poco, siglo a siglo, rebuscando entre lo enterrado y actualizándolo, volvieron a los tiempos anteriores, como si no hubiera pasado nada. Como si el diluvio universal no hubiera tenido lugar, como si las plagas que asolaron a Egipto no hubieran existido, volviendo a caer en el error de que ellos, los hombres, los hijos de Adán y Eva, habían crecido mucho intelectualmente y se estaban situando por encima del propio Dios, el Dios que sabemos verdadero.

Cansado de tanta arrogancia, aburrido de tanta petulancia, hastiado de tanta irracionalidad, el Señor Todopoderoso creador del orbe decidió dejar en paz a los que había castigado con las diez plagas pensando que si se empeñaban en no ir por el buen camino que Él les enseñaba, se atuvieran a los problemas que entre ellos se iban a crear. Ya no iba ser Él quien los castigara, sino ellos mismos serían los que toparan con el mal. Y así fue. Se metieron en guerras, en absurdos asesinatos por hacerse con el poder, y en todo un gran porrillo de cosas que los hombres han sido capaces de inventar en su constante afán de no estarse quietos y el deseo de disfrutar dándose mamporros de todo tipo por imponer sus pensamientos y formas de vida.

Y, ese Dios Creador que recordamos repetitivamente, pensó empezar nuevamente, de poco en poco, echando mano para ello a una parte de los habitantes de la bola Tierra. Para ello se fijo en lo que llamó el pueblo elegido. Con el fin de llevar a buen fin aquella operación, hizo nacer un Hijo Suyo en el seno de mujer, en María de Nazaret. Y este, Jesús, cuando alcanzó la edad adecuada y se bautizó, se las anduvo sin presunción ni arrogancias entre aquél pueblo, entre los pescadores del lago de Genesaret, junto a los que cultivaban la tierra próximas al río Jordán, entendiéndose con los que comerciaban recorriendo los caminos frondosos y los desiertos, comprendiendo a las mujeres que cuidaban los hogares y se acercaban a los pozos en busca del agua, explicándoles cuál tenía que ser el sentido de su vida, cuál debería ser el comportamiento a lo largo del camino que cada quién tenía que realizar hasta llegar al final y poder entrar en el reino del Señor...

Salvo unos pocos, los demás no llegaron a enterarse. Como suele ocurrir casi siempre. Es condición de los hombres cerrar las entendederas y hacer lo contrario a lo que se les sugiere, aunque las enseñanzas bajen directamente del Hijo de Dios, del Dios mismo. De tal forma que con el mismo desparpajo lo acompañaron bajando el Monte de los Olivos cantando vítores y portando palmeras, que le siguieron cuando recorrió el camino que llevaba al Calvario con la cruz a cuestas, momento en el que le lanzaron insultos e improperios a porrillo, incluso algún que otro canto, hasta que fue clavado en esa Cruz que portó, y en la que expiró preguntando a su Padre: «Señor, Señor, por qué me has abandonado», sabiendo que Él era el último aviso que enviaba al pueblo elegido que tampoco había sabido comportarse debidamente.

Jesús de Nazaret, el Hijo del Hombre, que vino a salvar a los mortales, cumplió el mandato del padre. Y no consiguió la respuesta de todo el pueblo elegido, pero sí la halló en un grupo de hombres –y en las tres Marías– a los que encomendó extendieran su mensaje por todo el mundo, un mensaje sencillo, fácilmente comprensible, sumamente importante y más sincero que cualquier ley de los hombres: «Amaos como yo os he amado».

Una recomendación tan sencilla como el amor que todavía no ha sido alcanzada por la generalidad de la humanidad; apenas algunos seres individualmente lo han conseguido. Y esos son nuestro ejemplo hoy. Porque no es difícil, según podemos llegar a ver todos los días, tal cual nos cuenta la televisión y la prensa y demostramos hombres y mujeres a diario, advertir cómo nos empeñamos en las disputas por necedades, en guerras por ambiciones, en codiciar poder, en odiar a los otros por esto o aquello, en envidiarnos por cualquier poquedad,... Nos ciegan los bienes temporales, el disfrute a tope de la vida del momento, y nos olvidamos que hemos de amarnos y ser generosos y misericordiosos con los demás. Eso es lo que vincula a unas personas con otras, es lo que conduce a la paz, a la generosidad, a la entrega por nada, a la felicidad.

Con esa terquedad que nos agobia, con el empeño de desear hacer lo que cada quien ansía, el Señor Creador de los cielos y las estrellas tiene que estar hasta la coronilla de nosotros; de todos, aunque unos merezcamos más que otros su repulsa. Engreídos en nuestro saber y poder, pasmados por lo inteligentes que somos y lo bien que pretendemos hacer las cosas, jactanciosos nos empeñamos en ser los inventores de los derechos del hombre para que nos entendamos, sin darnos cuenta de que eso está inventado desde el principio de los tiempos, y los intentos de ahora no deja de ser una miseria comparado con el amor que Dios nos recomienda y nos da.

Por ello tememos que el Dios Creador debe haber decidido enviarnos, sin más aviso, como hizo con los egipcios, unas plagas que nos hagan reflexionar. Y eso deben ser las lluvias desoladoras que caen por unos u otros puntos del orbe, las terribles tormentas que arrasan pueblos y ciudades, los incendios que destruyen bosques y plantaciones, la explosión de viejos volcanes que derraman su lava causando enormes desastres, el susto de futuro que representa el desmantelamiento de los glaciares, el incremento de las tierras yermas por las que no luchamos sino que las dejamos se pierdan para el cultivo y la vida, la contaminación de la atmósfera que llenamos de elementos nocivos para la vida de los hombres y las especies animales, las enfermedades que nos asola en forma de pandemia o individualmente, y un largo etcétera que van desbaratando los bienes acumulados por la propia naturaleza en sí y por los seres humanos durante siglos, y gracias a la condescendencia del Señor.

A ello hay que agregar no pocos de los inventos que va realizando el hombre que conducen a que él mismo resulte innecesario pues le sustituye por una máquina, cambiando el pensamiento de los individuos, fomentando el desamor como forma de vida. ¿Son buenos o negativos una parte de esos descubrimientos del hombre? ¿Sabrá utilizarlo para alcanzar una mayor felicidad? ¿Servirán para conducirlo por el camino de la vida hacia el final irrenunciable al que llegará en un momento del viaje?

Tanta duda no debe extrañarnos. Hacemos todo lo posible para que sobre nosotros caigan una tras otra plagas que rompan los esquemas que con tanto esfuerzo hemos ido trazando para vivir. Del tipo que sean esos esquemas. Da lo mismo. Cualquiera sean los proyectos creados y difundidos por los grandes magnates del mundo que asumen la categoría de dioses; producidos por la mente de los investigadores que ponen en el mercado un sinfín de productos que si bien ayudan en alguna medida al hombre, no es menos cierto que por otro lado lo arrancan del camino que tiene marcado.

Tratamos de conseguir la excelencia como si fuera una entidad cósmica distante, según nos dijera Sócrates, como si fuera intocable y difícil de alcanzar. Pero si nos fijamos en los haceres diarios nos damos cuenta de que siempre volvemos a lo mismo, que, resumiendo, es el punto clave. Y si escuchamos a Horacio, oiremos la siguiente reflexión: «Aprovecha el día de hoy; no confíes en el mañana». Profundizando en cada día, en todos los días, sin elucubraciones confusas. Tratando que cada día, al rendir cuentas de lo que hemos hecho, podamos decir con humildad que hemos amado a nuestros semejantes, que nos hemos preocupado para que no hiciera lo que no era lógico, que le hemos ayudado a cumplir su programa de vida, que no pretendemos ser más que el Dios que nos dio la vida, que es suficiente lo que nos da cada día y que con el sudor de la frene, como les dijo a Adán y Eva en el principio, nos ganamos esa vida que Él nos concedió.

Y para saber que hemos cumplido, hagamos cada día un examen de conciencia. De él obtendremos la nota adecuada pasa saber en qué debemos mejorar al día siguiente.




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