La metáfora del silencio.
Más que una metáfora aislada y ocurrente, podemos hallarnos ante una completa alegoría escasamente futurible: una sociedad callada y obediente al máximo, predispuesta a dejarse informar, desinformar o deformar, conformada con la distracción que le proporciona una tecnología de uso, puesta a su disposición.
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La metáfora del silencio.
Entre las continuas, mutables y confusas normativas sanitarias que dictan nuestras autoridades –escasamente científicas–, se encuentra la de recomendar a los usuarios del transporte público que permanezcan callados, con el fin de no difundir el maldito virus por un efecto aerosol.
En principio, la advertencia me pareció un consejo lógico, incluso satisfactorio para mí, pues, de cumplirse, me evitaría escuchar las interminables chácharas de marujas (y de marujos, para ser ecuánimes) por sus móviles, las eternas disquisiciones técnicas de operarios y contratistas en tránsito, o los conciertos de desafinado acordeón o de estridentes altavoces de los habituales pedigüeños.
No obstante, comencé a reflexionar, y en sentido contrario, cuando vi los carteles que la Generalidad de Cataluña ha colocado en los ferrocarriles del Vallés de su titularidad: Tren del silenci; y, en efecto, en el vagón no se escuchaba el zumbido de una mosca, lo cual, unido a los rostros enmascarados, proporcionaba una imagen distópica alucinante; eso sí, la inmensa mayoría de los viajeros tenía las cabezas inclinadas –símbolo de sumisión donde los haya– sobre sus teléfonos móviles, en los que algunos tecleaban incansablemente.
En el metro urbano de Barcelona se oye un aviso que dice que están prohibidas aquellas actividades que impliquen quitarse la mascarilla; de forma que –especifica– está prohibido comer, beber ¡y hablar! Oigan, uno es capaz de hablar con mascarilla puesta, por favor…
Pero, más que una metáfora aislada y ocurrente –como reza el título de estas líneas–, podemos hallarnos ante una completa alegoría escasamente futurible: una sociedad callada y obediente al máximo, predispuesta a dejarse informar, desinformar o deformar, conformada con la distracción que le proporciona una tecnología de uso, puesta a su disposición.
En suma, una alegoría del advenimiento de un Nuevo Orden Mundial, ese que ya fue anunciado por David Rockefeller, allá por los años 90, en una reunión de la Trilateral.
La pandemia del Covid 19 –cuyo origen verdadero siempre desconoceremos los seres humanos en esta vida– ha venido al pelo, y cuesta mucho despreciar las relaciones causa-efecto para que a uno no le tilden de conspiranoico: estados de alarma casi permanentes y sucesivamente implantados que limitan los movimientos naturales de la población; aislamientos en comunidades cerradas, súmmum de las aspiraciones localistas y resorte para arrumbar los Estados nacionales; confinamientos domiciliarios; anonimatos y despersonalización en rostros tapados; fraccionamiento de los vínculos familiares y afectivos; anulación casi absoluta de actividad social espontánea; restricciones en la actividad política (que parecen no regir para las corrientes dominantes)…, largas colas de ciudadanos pacientes ante los establecimientos…, y silencio, silencio casi absoluto para no contaminar.
Si a esto le añadimos menudencias como la fiscalización sobre las comunicaciones privadas, con la excusa de las fake news, la intervención de la judicatura subyugada por los poderes ejecutivos, la monopolización de la información difundida por medio de agencias y trastiendas de los medios, el control de las nuevas generaciones a través de las Leyes educativas y el avance imparable de la cultura de la muerte, nadie puede negar que nos hallamos ante el umbral de un panorama espeluznante, propio de una película de anticipación.
Entretanto, sospechamos que siguen moviéndole hilos en las trastiendas de la globalización, que se traslucen en el ámbito nacional o autonómico, y, solo de vez en cuando, aparecen en los medios en forma de precarias noticias, que nunca se convierten en titulares y desaparecen de inmediato al día siguiente. La extensión del concepto de secretos oficiales es abrumadora, y las democracias (?) adolecen gravemente de la virtud democrática de la transparencia.
Posiblemente exagero y todo sea un mal sueño o un producto de la imaginación, espoleada por los tremendos cambios de mentalidad que ha producido la situación de pandemia que arrastramos. Confiemos en que un día vamos a despertar –acaso por efecto de las cacareadas vacunas que van a empezar a distribuirse– y que reconoceremos que estábamos en un error, y que todo vuelve a la normalidad. Pero, ¿a qué llamaremos normalidad? ¿A seguir caminando, subrepticiamente y sin sobresaltos, hacia la implantación de ese Nuevo Orden Mundial?
De momento, sigue imperando el silencio de las poblaciones, que no está solo hábilmente sugerido en los ferrocarriles de la Generalidad de Cataluña y en el metro de Barcelona.
Ojalá los villancicos de estos días, cantados, eso sí, con todas las medidas de seguridad posibles, ante el Pesebre de Belén donde nació el Señor de la Historia sean capaces de romper este agobiante silencio.