Mirarse el ombligo
Miro alrededor y temo un futuro con muchas más sombras que luces. El cambio llegaría desde una alternativa ganadora tras las elecciones, si la alternativa, que será plural o no será, opta por acuerdos inteligentes y no por mirarse cada uno su ombligo. Mientras, el pueblo español paga las facturas de tanto desafuero.
Publicado en primicia en el digital ABC - La tercera (11/10/2021).
Mirarse el ombligo
La expresión «mirarse el ombligo» parece que nos llega de la vida monacal. Unos monjes pasaban el tiempo meditando con la cabeza baja, reposada la mandíbula en el pecho, y se decía de ellos que se miraban el ombligo mientras otros monjes trabajaban en las huertas. Aquí no me refiero a los monjes sino a los políticos.
Miro alrededor y veo que no pocos políticos confunden su menester con el juego de la cucaña, trepar por el poste engrasado tiene sus dificultades pero en política llegar al premio no depende sólo de equilibrios sino de creencias, de mantenerse sin zigzagueos, de fajarse, de responder a lo que los votantes exigen, de sumar apoyos con honestidad, con verdad, cumpliendo lo que se promete en campaña y, sobre todo, desterrando la estrategia de esperar sentados, mirándose el ombligo, a que el adversario caiga por sus errores, ocultando, minimizando o achacando los errores propios al pasado, en lo que la izquierda es experta. Haría falta una inyección general de sentido de Estado.
Miro alrededor y veo que quienes tienen la responsabilidad de liderar cambios desde la acción política ejercen a menudo la autocomplacencia de no mirar más allá de sus narices, de sus ombligos, lo que supone una anomalía. Y ello desemboca comúnmente en evitar riesgos, en no apostar fuerte para responder a los problemas, que es lo que el ciudadano les ha encomendado. Este escapismo se acerca a la ineptitud o a la cobardía.
Miro alrededor y veo un comunismo zombi, ya condenado por la Historia, que junto a una amalgama de partiditos hacen posible, por respiración asistida, la permanencia del Gobierno desde intereses muy alejados de las conveniencias nacionales, la estabilidad, el prestigio exterior y el fortalecimiento del sistema que los españoles enmarcamos en la Constitución de 1978, la primera consensuada de nuestra Historia, en el marco de la Monarquía parlamentaria. Los cambiantes peneuvistas: Bildu con su herencia de sangre; Esquerra con su negra historia detrás y su vocero cuyo apellido resulta elocuente; el guirigay independentista enfrentado o unido según le conviene Y los demás. Un patio de Monipodio en el que saben para qué están ahí y no es para servir a los intereses generales de los españoles. Y, mientras, se miran complacidos sus ombligos.
Miro alrededor y veo un socialismo diferente al que conocí, un líder que nada tiene que ver con aquel Felipe González al que dediqué el primer fascículo de Los líderes al inicio de la Transición, ni con Rubalcaba, al que traté, ni con tantos socialistas que tenían y tienen un afán de servicio a España sin traicionar su esencia y su Historia. Lejos del odio y la reavivación de enfrentamientos. Era un socialismo democrático de futuro: no miraba a un pasado convertido en arma arrojadiza. Cuando gobiernos incapaces no saben resolver los problemas de hoy resucitan, desde un menester de engañabobos, cuestiones superadas. Ello les lleva a mirarse el ombligo sin reparar en las consecuencias. Pero hay menos tontos de los que ciertos políticos creen.
Miro alrededor y veo que Sánchez entiende que su socialismo nació en 2018 con su Gobierno y es capaz de mirarse el ombligo con un egocentrismo rampante. Campeón de desdecirse en las decisiones más serías, de pactar con quien sea para permanecer en Moncloa excluyendo cautelas que serían obligadas. Y apuntándose todo, desde las vacunas –las trae la UE y las gestionan las comunidades autónomas– a los vuelos desde Afganistán. Ésta fue una gran labor de las Fuerzas Armadas, no suya –él no acortó sus vacaciones–. Es el mismo Sánchez que apostó un día por suprimir el Ministerio de Defensa. Nada le detiene, su ideología es variable y su compromiso es consigo mismo. Debe reconocérsele que es un resistente. Pero ¿esa resistencia merece ser distribuida entre los españoles? ¿Debe resistir el ciudadano por él y para él?
Miro alrededor y veo más de lo que quisiera en la derecha y en el autoproclamado centro una oposición que no descarta mirarse el ombligo, más pendiente de medirse con los cercanos que de concertar seriamente estrategias ante un adversario común. Unos encantados de haberse conocido desde la desmesura, otros con posturas incomprensibles en la vía de la desaparición, y otros, confiados, esperando unas elecciones que les lleguen de cara. Estos últimos asistidos por el triunfo en Madrid el pasado 4 de mayo, que tuvo nombre propio. Ahora pueden hundir el barco antes de llegar a puerto con inoportunas pugnas internas debidas a decisiones inmaduras o a ridículas cautelas. Hay que potenciar batallas ideológicas más allá del día a día y de las buenas intenciones.
Miro alrededor y veo ante España no poca oscuridad. Una de las naciones más añejas de occidente, que hizo Historia universal, se debate en la duda, desde un fatal pasmo, sobre su existencia, sobre su resistencia a ser amortizada por quienes apuestan por su demolición, mientras quienes deberían garantizar desde el Gobierno su unidad y permanencia, es decir su Constitución, pactan lo que no debe pactarse, pagan las lealtades fugaces con el dinero de todos, y la debilitan con reconocimientos ofensivos para el conjunto de la Nación. Lo de los españoles libres e iguales va quedando atrás.
Miro alrededor y veo que no somos pocos los que tememos que nuestra preocupante realidad desemboque en un sistema que se proclama por parte de cierta izquierda como un delirio republicano federal o confederal que ya padecimos durante la Primera República de 1873 y fue un caos que consideraríamos ridículo de no haber sido trágico. Hoy la debilidad y la desorientación del Gobierno no lo hacen imposible. Es la primera vez desde el inicio de la Transición que no resulta descabellado temerlo. Y temer a lo que pueda dar lugar, sin descartar nada. En 1873 nuestros gobernantes perdieron el tiempo mirándose el ombligo y los nuevos republicanos, ignorantes y de salón, están en ello. Los escapismos del presidente ante los ataques a la Monarquía –defiende cuando lo cree oportuno al rey Felipe VI pero no a la Institución– y las vejaciones a la Corona de algunos de sus ministros no apuntalan la confianza general ni la tranquilidad futura.
Miro alrededor y me detengo en uno de los últimos dardos envenenados de algún político radical que consideró al rey Juan Carlos un huido y deseó verle en el banquillo. Hay bulos y filtraciones interesadas pero no existe procedimiento judicial contra el Rey padre, el emérito para los cursis, pese a los desvelos de la militante fiscal general del Estado –¿del Gobierno?–. Está fuera de España porque asilo quiso el Gobierno. Felipe VI trasladó ese deseo a Juan Carlos I cumpliendo su papel constitucional.
Miro alrededor y me parece bochornoso que el Gobierno envíe al rey a misiones con trampa, como en el caso de su recordado viaje a Lina, no ignorando que tendría que soportar disparates contra España y la Corona. Castillo, presidente peruano in extremis, con ese apellido que proclama el mestizaje, ignora, confunde o manipula lo que le conviene de una Historia que, por cierto, es tan suya como mía, tanto de los peruanos como de los españoles. Le guste o no a ese señor que vive debajo de un sombrero y, crecido, se mira el ombligo desde una responsabilidad que se diría aún no ha digerido.
Miro alrededor y temo un futuro con muchas más sombras que luces. El cambio llegaría desde una alternativa ganadora tras las elecciones, si con leyes como, por ejemplo, la de Seguridad Nacional que se anuncia, no se ponen trampas en el camino, y si la alternativa, que será plural o no será, opta por acuerdos inteligentes y no por mirarse cada uno su ombligo. Mientras, el pueblo español paga las facturas de tanto desafuero.