Oración, honor y desagravio a los que mueren en soledad
Oración, honor y desagravio a los que mueren en soledad
La secuela más terrible, la más inhumana e injusta que nos está dejando este jinete del Apocalipsis que ha invadido nuestras vidas en forma de bacteria, es la soledad en que mueren o se les deja morir a los que se van.
Si algún día se determinara la existencia de culpa para quienes por omisión o por negligencia han permitido el paso de ese siniestro jinete, no será tanto por la existencia del mismo –que no es otra cosa que una fuerza ciega de la naturaleza–, sino por el dolor inmenso que ha ocasionado su desidia a esos miles de infelices (mañana podemos ser cualquiera de nosotros) que ven venir la muerte como perrillos apaleados, abandonados y solos, lejos de los suyos.
Por experiencia sabemos que lo que más busca un moribundo es la presencia, cerca de él, de aquellos a quienes ama. Si todavía no lo habéis observado, hacedlo. La muerte es un viaje unipersonal e intransferible, es cierto, pero nada es tan hermoso como llegar a su frontera teniendo entre nuestras manos las manos de quienes nos quieren y a quienes queremos. Es en ese instante supremo cuando el contacto físico, el último roce de piel con piel con nuestros seres queridos, nos reconforta, nos acoge, y nos reconcilia con nosotros mismos y con nuestra endeble y falleciente humanidad. Observadlo.
Observad como el moribundo, cualquier moribundo, intenta con ojos suplicantes y con manos buscadoras que alguien oprima las suyas y le mire diciendo: ‘Querido padre, querida hija, querido hermano, querida amiga, querido esposo o querida esposa: aquí estoy contigo. No te abandonaré’. Veréis como, al recibir ese último consuelo, el rostro del moribundo se distiende, se dulcifica, agradece, acepta.
El arrebatar ese tránsito al que muere es un crimen. No puede haber piedad ni en la tierra ni en el cielo para quien haga posible ese robo. Ya, ya sabemos que las normas, que las circunstancias, que lo aconsejable, que la propia salud de los deudos impone cruelmente que ese robo se materialice. íPero qué frustración, qué impotencia, qué dolor, qué rabia, qué inmenso abismo se abre ante quien sufre ese trance!
Tendrá que vivir con esos sentimientos malignos toda su vida. Ya no será él, o ella: será un espíritu al que el destino ha vaciado en lo más íntimo, en lo más noble, en lo más hermoso, en lo más humano.
Es este un tiempo duro, inmisericorde, vergonzoso, nefasto. Dejará huella indeleble en los cuerpos y en las almas. Ya no seremos los mismos a partir de él... Dicen algunos optimistas vitales que aprenderemos la lección, que saldremos mejores de ésta. No lo sé. Quisiera creerlo, y por supuesto que lo deseo. Pero ahora cierro los ojos, y pienso solamente en rezar. El primer lugar de mis oraciones lo ocupan esos que se van y los que continuarán yéndose en la más espantosa de las soledades.
Le pido a Dios que no tenga en cuenta las debilidades humanas que hayan podido tener en vida, e incluso sus pecados: todo lo han redimido la muerte infame que se los ha llevado. Por eso os invito a cerrar los ojos por un instante, y a decir conmigo: ‘Padre nuestro, que estás en los cielos…’