Pedir perdón…¿Quién y a quién?
El perdón, de pedirse, y de aceptarlo el ofendido, solo puede y debe pedirlo quien hizo el daño a quien se lo hizo. En España, por ejemplo, tenemos una gran ocasión: los etarras a los huérfanos y viudas de sus víctimas cobardemente asesinadas...
Ver portada de la revista 'Somos' en La Razón de la Proa.
Pedir perdón…¿Quién y a quién?
No sólo en todas partes cuecen habas, sino que ya se destaca el país patriarca en la insidiosa e hipócrita estupidez de que alguien que no ha hecho nada pida perdón a otro al que no le han hecho nada, pero a lo mejor se lo hizo el tatarabuelo del otro al bisabuelo de aquél. Qué fácil y barato quedar bien ahora, una vez que al burro muerto la cebada al rabo. Hay que ser un perfecto imbécil o un interesado pillo para fomentar esos perdones fantasmales, producto de un bilioso complejo de culpa que por otra parte nada arregla respecto al pasado, sino que reaviva desproporcionada y sesgadamente odios y revanchas que no existirían ya de no haberse reinventado.
El animal humano puede llegar a ser así de estúpido y jactarse de que disculpándose ante él se clausura una inventada deuda que en realidad se saldó de forma pretérita e inamovible.
Viene todo esto al requetemísero proyecto de quitar de su emplazamiento la estatua del general confederado Lee, con motivo de los biliosos conflictos aparecidos tras la muerte de un negro por un policía blanco. Es de suponer que tras ello vendrá eliminar no solo las estatuas de Jefferson Davies, el presidente sudista, sino de los generales Jackson, Longstreet, Watkins, entre otros.
Y no tengo duda de que destruirán todos los ejemplares de la insuperable Historia Militar de la Guerra Civil, que escribió el también confederado general Evans.
Estados Unidos llevaba convirtiéndose con tesón en la reserva de la corrección política mundial, y han sido los últimos disturbios los que han llegado a la negación de su pasado incómodo a su más alto grado, inclinando al sórdido buenismo de los demócratas a eliminar los vestigios que había en honor a los soldados que hace cinco o seis generaciones no fueron unos monstruos, sino que lucharon por lo que creían justo. Imagino que además todas las placas que conmemoran el nacimiento o alojamiento de los militares sudistas, que son muchas, serán eliminadas, así como los textos que escribieron los perdedores quedarán fuera de bibliotecas y librerías. Claro, y así no habrá ocurrido la guerra de secesión. Fácil.
Ya he comentado alguna vez la cicatera, ladrona y cobarde postura de la llamada memoria histórica en España, donde se quita la placa franquista del pantano, pero se sigue utilizando y aprovechando el pantano, se eliminan los emblemas del edificio que sea, pero se sigue usando el mismo, lo que muestra el buen hacer que hubo en su momento. Y así. Porque pedir perdón cuando han pasado cinco generaciones, o cincuenta, es ruin y falso a más no poder. El mismo Vaticano pidiendo disculpas a estas alturas por la condena a Galileo. Qué ridiculez, ahora que el poder civil le quitó por fin a la Inquisición la potestad de matar, ahora que la investigación, no los templos, ha avanzado hasta dar sobradamente la razón al astrónomo condenado…
Por mi parte, aún estoy esperando que el gobierno tunecino pida perdón por la destrucción de Sagunto por los cartagineses, y que el italiano se disculpe ante la corporación municipal de Soria por la destrucción de Numancia, faltaría más. Asturias, Cantabria y León creo que también aguardan mancomunadas excusas por las destructivas guerras de conquista de Augusto, que arrasaron numerosos poblamientos de gentes que se negaban a que los romanos les hicieran más felices. Hoy son solitarios cerros aterrazados donde la bota de este excursionista da a veces con un fragmento de cerámica ibera, ocre y crema, quién sabe si secuela de aquellas injustas guerras por las que, insisto, aún estamos esperando disculpas.
Y no vean con qué satisfacción recibiría yo la noticia de que los gobiernos de Turkmenistán, Kazajastán y Uzbekistán piden perdón a Europa Oriental por las invasiones mongoles y tártaras. Lo cual incluye como culpables a Mongolia y a la región ahora china del Sinkiang, entre otras, cual cuna de aquella horda que asoló medio continente sin aportar aspecto civilizador alguno.
Y, para terminar, ¿para cuándo las disculpas de la invasión napoleónica qué causó una espantosa mortandad y desolación, y cuyas cínicas rapiñas aún adornan museos, palacios y domicilios extranjeros como impuesto revolucionario por hacernos más justos y equitativos?
En fin, no es imaginable la catarata de perdones y perdoncitos, facilísimos ahora todos de pedir, por gentes que en el momento de los hechos hubiesen hecho exactamente lo mismo que hicieron los ofensores. Porque ese es el cínico silogismo de los impunes implorantes, pretender que ellos son los buenos en igualdad de condiciones, los que vienen a arreglar el desaguisado que otros seres malvados realizaron pero que ellos van a compensar.
Falsa y miserable manera de querer arreglar lo que ya no solo no tiene arreglo, sino que fue así porque el hombre era entonces así, los valores eran entonces así, y querer abolirlos desde nuestro presente supone una superchería soberana, aparte de un completo desprecio a la labor de esos lejanos ofensores, cuya actividad, nos guste o no, fue la que originó el mundo de hoy, ese que quiere hacer la cabriola de haber sido bueno cuando ni se podía ni se sabía ser.
El perdón, de pedirse, y de aceptarlo el ofendido, solo puede y debe pedirlo quien hizo el daño a quien se lo hizo. En España, por ejemplo, tenemos una gran ocasión: los etarras a los huérfanos y viudas de sus víctimas cobardemente asesinadas. No vale que, dentro de varias generaciones, de seguir existiendo el gobiernito vasco, se arrogue una petición de perdón por lo que él no hizo, dirigido además a quien ya no habrá sido víctima.
No hay amor a los desvalidos pretéritos, a los injustamente oprimidos de antaño. Derribar estatuas, borrar escudos, pedir perdones a toro pasado tiene la peligrosa e interesada intención de querer mutar lo lejano con el espúreo propósito de ahormarlo a los intereses de nuestro presente. Repásense “1984”, de Orwell. En nuestras condiciones españolas actuales, da miedo por su lucidez.