Retorno a Cuelgamuros
Para mí y para muchísimos españoles de bien, es una especie de peregrinación interior, a la vez que un rendir cuentas ante la historia (...) Mucha insidia se ha vertido y se vierte, y, de forma intencionada, se ha procurado desde las cúspides del Poder provocar el deterioro progresivo del monumento.
Retorno a Cuelgamuros
Hace por lo menos tres o cuatro años que no visito el Valle de los Caídos; mi intención de volver en este 2020 se vino abajo por las limitaciones en los desplazamientos causadas por la pandemia del otro virus, el del covid-19, que ataca a los cuerpos pero no a las almas, algunas de las cuales están bastante socavadas por el odio.
Tal como están las cosas, espero –y, a la vez, temo– la oportunidad de repetir lo que, para mí y para muchísimos españoles de bien, es una especie de peregrinación interior, a la vez que un rendir cuentas ante la historia.
En mis anteriores visitas, me fue venturosamente dado recorrer el viacrucis; a lo largo de casi tres horas, podía rezar y meditar sus catorce estaciones, a la par que estaba llevando a cabo una marcha montañera privilegiada por los senderos y empinadas escaleras que nos van llevando a las pequeñas capillas, alguna de ellas en estado ruinoso o ni siquiera construidas.
La última estación, en la Capilla de la Piedad, donde el Padre Nuestro siempre era por todos los caídos, todos sin distinción de antiguas trincheras ya cerradas por la maleza del tiempo. Dando frente a la basílica, el pico de Altar Mayor me permitía un descanso, una breve conversación con el guardabosques permanente, mientras contemplaba el maravilloso paisaje que se divisaba desde esa esa atalaya privilegiada.
Por supuesto, también recorría en todas las ocasiones la otra maravilla, la artística, realizada por mano de Muguruza, Méndez, Baovides, Ávalos, Espinós o Santiago Padrós, catalán de pro y autor de los mosaicos de la cúpula; el arte contenido en el valle atraía las miradas de los miles de turistas que lo visitaban; creo que ahora este turismo es casi exclusivamente nacional, por razones obvias, pero sigue siendo numeroso, y siguen llegando muchas personas a Cuelgamuros, después de localizar (a duras penas) el pequeño cartel indicador de la A-6, que parece colocado, por su tamaño y ubicación, para que se pase de largo…
Nunca me llevó a Cuelgamuros una inclinación necrofílica ni belicista. Las sepulturas y osarios, presididos –y no por casualidad ni capricho– por la tumba de aquel que quería que fuera la mía la última sangre española vertida en discordias civiles, no pretenden glorificar el enfrentamiento entre hermanos, sino una sincera Reconciliación en la tierra, que es Resurrección en el cielo, al estar precisamente bajo la gigantesca Cruz –la más alta del mundo, según creo– que preside el entorno.
Los gigantescos ángeles de bronce que guardan las jambas de las puertas nos hablan de paraísos exigentes, difíciles pero bellos, de esfuerzo y de tesón, no de languideces, claudicaciones o rencores redivivos. Conforme se avanza hacia el altar central, da la impresión de que alma se agranda y se prepara para la conversión y el encuentro con el Cristo que lo preside, ese que, en cada Eucaristía, es la única Luz que se enciende.
Muchas necedades y mentiras se han dicho sobre la construcción del Valle de los Caídos; para el que sepa leer y no esté dominado por la voz de su amo, todo ello cayó por tierra tras el completo estudio y tesis doctoral de Alberto Bárcena.
Mucha insidia se ha vertido y se vierte, y, de forma intencionada, se ha procurado desde las cúspides del Poder provocar el deterioro progresivo del monumento; no en este momento solo, sino que el procedimiento data de hace más de cuarenta años: en el exterior, trabas o cierre de establecimientos para la explotación turística, de los que solo resta la hospedería, sometida igualmente a restricciones económicas; clausura definitiva del funicular, prohibiciones de acceder a la base de la cruz y accesos restringidos por los alrededores; en el interior, nula reparación de desperfectos ocasionados por el tiempo; todo ello tuvo su momento álgido en 2010, cuando, bajo Rodríguez Zapatero, se prohibió totalmente el acceso del público y la comunidad benedictina oficiaba la Santa Misa, en pleno invierno, a pie de la carretera de Guadarrama. Ni que hablar del Centro de Estudios Sociales, cerrado a perpetuidad y polvoriento ya su inmenso fondo documental.
Son precisamente esos benedictinos a los que se quiere ahora desterrar del Valle de los Caídos, para convertir lo que quede del monumento en un parque temático de la Memoria (léase Mentira) Democrática, como expresión del laicismo antirreligioso más sectario. ¿Dirá alguna cosa la jerarquía eclesiástica o volverá a sumirse en un silencio ominoso, a veces con guiños de complicidad, como el que mantuvo cuando la profanación de la sepultura de Franco?
Alrededor de 40.000 españoles reposan en el Valle de los Caídos, entre ellos quince mártires por la fe, beatificados por la Iglesia. ¿Se van también a remover sus sepulturas entre la arbitrariedad legalista, el odio de unos y la cobardía de otros?
San Juan XXIII, el llamado Papa bueno, declaró Basílica la iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, y en un breve pontificio, dejó escrito: Este monte, sobre el que se eleva el signo de la Redención humana, ha sido excavado en inmensa cripta, de modo que en sus entrañas se abre amplísimo templo, donde se ofrecen sacrificios expiatorios y continuos sufragios por los caídos en la guerra civil española. Y, allí, acabados los padecimientos, terminados los trabajos y aplacada la lucha, duermen juntos el sueño de la paz , a la vez que se ruega sin cesar por la nación española.
A lo peor, lo que se busca con la Memoria Democrática es que cesen los ruegos por esta España desnortada y que volvamos los españoles a enfrentarnos entre nosotros.
(Parafraseando a Daphne du Maurier, esta noche he soñado que volvía a Cuelgamuros, pero no para hallar ruinas, escombros o tizones procedentes de teas incendiarias, sino para constatar que la Cruz se erguía, indemne, y presidía España, e, incluso, empezaba a reflejarse en el alma de quienes pretenden su destrucción).