Saldremos más fuertes
Saldremos más fuertes…
Que la grave crisis que está provocando el coronavirus acabará por superarse es un hecho y un tópico; la propia etimología de crisis incluye, entre sus significados, los de resolución y desenlace, pero también el de decisión, lo que nos da pie a alguna de las ideas contenidas en estas líneas.
También se ha convertido en tópico lo que, con la pandemia, saldremos más fuertes, frase que viene repitiendo el presidente del Gobierno español en sus repetidas apariciones televisivas; lo que no recuerdo si mencionaba a España, de forma genérica, a los españoles o, como es costumbre, a este país.
Si se tratara del primer supuesto –y siento mi falta de memoria–, se trataría de aquel recurso que empleó Stalin para enardecer a los rusos ante el avance alemán: invocación a la Madre Rusia, en lugar de las invocaciones y consignas habituales del Partido, y perdonen la manera de señalar.
Vamos a partir de la base de que se refirió, en concreto, a los españoles. En todo caso, se trata de una generalización, adecuada en tanto se trata de un presidente de, teóricamente, todos los ciudadanos, incluso de los que se niegan a serlo, esto es, de los separatistas.
Y habrá ciudadanos quienes, efectivamente, saquen consecuencias positivas, en lo ético y en lo moral, y se crezcan después de la terrible experiencia; se está tratando de una dura lección, es cierto; cristalizará en ellos en una cura de la soberbia que caracteriza al hombre moderno.
Esta soberbia está muy bien representada en el señorito satisfecho que decía Ortega. La sanación iría encaminada a la reconstrucción de muchos valores postergados: la solidaridad, el servicio y el ejemplo –demostrados, hasta la heroicidad, por personal sanitario, cuerpos de seguridad, soldados, transportistas, tenderos…–, el amor a la familia, el apego de los amigos, el cariño de un encuentro, la sana alegría…
En el caso de los creyentes, además, este tiempo de prueba se habrá convertido en una forma más intensa y auténtica de vivir la Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua de Resurrección, con una mirada hacia lo profundo y hacia arriba.
Pero quedarán los señoritos satisfechos irredentos, como es lógico, los que, acabada la tragedia, persistirán en la frivolidad, en el individualismo más egoísta, en el consumismo y en la cosificación de sus semejantes; estos mantendrán en su frontispicio vital, a pesar de la experiencia, los antivalores propios del Sistema; de todo tiene que haber en la viña del Señor…
Incluso puede haber, no lo dudemos, quienes aprovechen la situación para sacar tajada con sus ansias especuladoras; serán los menos, aunque los mejor situados, y a los que la pandemia y el confinamiento habrán perjudicado menos.
Pero España no es solo la gente, por mucho que lo repita Pablo Iglesias. Y aquí surge el problema, ese que ya se planteó el filósofo del siglo XX con su pregunta Pero, Dios mío, ¿qué es España? Porque España es un proceso histórico, una colectividad de la que formamos parte y un proyecto ideal para el futuro.
El señorito satisfecho solo asume de todo esto un papel de heredero de las satisfacciones que le han procurado los esfuerzos de sus ancestros, sin compromiso alguno por su parte; aspira a vivir a costa del legado de sus mayores, sin preocuparse de administrarlo bien y con justicia y de, también, mejorarlo para las generaciones que vendrán detrás.
Si asumimos, en actitud distinta, el concepto de España como tal entidad histórica, como deseable modelo de convivencia actual y como inexcusable tarea de porvenir, para que esta que llamamos patria salga robustecida de la prueba, se precisarán varias condiciones.
La primera, tomar conciencia de sí misma, lo que implica que estos españoles creamos en ella: como realidad y como idea, no como mero agregado de individuos o de territorios que hacen gala continuamente de sus particularismos.
La segunda, en consecuencia, valorar más lo que nos une, ante las vacas gordas y ante las vacas flacas; poner su unidad junto a la variedad, sin que los localismos autonómicos hagan el papel de árboles que nos impiden ver el bosque.
La tercera, proponerse enmendar los yerros que han jalonado estos años de coexistencia, y no de auténtica convivencia, entre ellos, el rechazo frontal de toda corrupción, tanto en lo más alto como en lo más bajo de las capas sociales, el sectarismo de dos Españas enfrentadas y la propensión a formar parte de una casta diferenciada de la ciudadanía de a pie, obedeciendo al señuelo de unos partidos en pugna artificiosa.
Y la cuarta –y vuelvo a Ortega– que se apodere de España un formidable apetito de todas las perfecciones, lo que implica la existencia de una verdadera aristocracia de la inteligencia y del espíritu que proporcione la pauta social y, también, de la exaltación de ese eterno instrumento de una voluntad operando selectivamente.
Del mismo modo, otros pueblos y otras naciones también saldrán más fuertes de esta guerra sin cuartel contra el maldito virus, qué duda cabe, porque no tenemos los españoles la patente exclusiva de la superación y de la resiliencia.
Pero cada uno lo hará a su modo, según su idiosincrasia nacional; y confío, quizás ingenuamente, que en concreto nosotros, los españoles, pongamos otra vez en juego aquellas ricas cualidades entrañables que alguien nos asignó en trance también trágico.
Un buen símbolo –y síntoma– de todo ello puede ser ese aplauso, casi unánime, que cada anochecida prodigamos a nuestros héroes de hoy; lo hacemos en rara –para nosotros– confluencia de opiniones políticas dispares. Es emocionante por su profundo significado.
Estamos reconociendo –insisto: casi todos– el esfuerzo de los mejores ¿qué otra cosa quiere decir aristocracia?, el valor de la entrega, la solidaridad, el sacrificio y el servicio.