Berlanga, Plácido, España...
En los años 40 Berlanga comulgaba con los valores de heroísmo y sacrificio hasta la muerte que eran la tónica entre los jóvenes falangistas de la época. En 1961, dirigió la película "Plácido", considerada una de sus obras maestras del cine.
Publicado en primicia en el digital Sevilla info (15/12/2020), recogido en febrero de 2021 por Gaceta de la Fund. José Antonio (núm. 341). Ver portada de Gaceta FJA en La Razón de la Proa (LRP). Solicita recibir el boletín semanal de LRP.
Berlanga, Plácido, España...
Porque Placido, aparte de ser, a mi juicio, la mejor película ambientada en esa quinta estación del año que es la Navidad, es un retrato fiel, no como se ha querido tendenciosamente interpretar años después de la España franquista, sino de España y los españoles, con sus miserias, sus egoísmos, pero también su ternura y su humanidad.
Y qué mejor para retratar a los españoles que, como bien supo entender Valle Inclán, el esperpento (como le dice Max Estrella a don Latino de Híspalis en Luces de Bohemia: «Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento. […] Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas»), cuyo más aventajado discípulo, si bien en lo cinematográfico, es Berlanga.
Pues no otra cosa, como otras de las obras maestras de Berlanga (El verdugo, Bienvenido Mr. Marschall...), es Placido. Un esperpento que refleja la realidad de manera deformada y grotesca, y da como resultado una situación absurda.
La escena de la cabalgata organizada por unas burguesas ociosas de una ciudad provinciana de aquella España, que anuncia el Siente un pobre a su mesa, con ese Gabino Quintanilla (un excelso José Luis López Vázquez) diciéndole «¡qué horror, disimule, ofrézcale los huesos!» al figurante que se queja, subido a lomos del motocarro que pasea una estrella navideña y que Placido perderá si no paga una letra antes del final del día, de que el pavo que escenifican comer un pobre y él se ha acabado, es una de las más memorables del cine español, en una película repleta de escenas para el recuerdo.
Más sobre la película (FilmAffinity)
Como aquella otra en que un pobre enferma y la familia que lo ha acogido en Nochebuena tiene que buscar un médico. El más cercano es un dentista, que también está cenando con su pobre particular a pesar de lo cual acude a ver al enfermo, que se está muriendo. Sale a la luz que el pobre no estaba casado por la Iglesia, sino que vivía en pecado con una mujer que está cenando con otra de las familias adineradas. Un grupo de gente, llevados por Placido en su motocarro, van a buscarla e intentan casarlos de todas las maneras posibles (incluso moviendo el cura la cabeza del pobre enfermo agarrándola por detrás para que consienta en casarse a pesar de que él no quiere, escena que, al parecer, tampoco gustó a los censores). Finalmente, el cura los casa y el pobre se muere. La escena culmina con uno de los miembros de la burguesa familia afirmando: «este pobre nos ha arruinado la cena navideña, cómo se le ocurre morirse justamente ahora cuando estaba comiendo bien por primera vez»… Tantas y tantas situaciones y diálogos prodigiosos.
A pesar de las muchas alusiones que hizo Berlanga muchos años después a la censura franquista (como aquella en que le dijo a un censor: “usted debería firmar también el guion”, eran tantas las aportaciones del clérigo. O aquella otra anécdota en la que otro censor, un cura, y siempre según palabras del imaginativo Berlanga, respondió a sus protestas por los recortes en una de sus películas: «pues que sepa usted que soy un cura muy moderno, he sido el primero en ponerme reloj de pulsera en España» …-), la verdad es que Placido incorpora una crítica social feroz contra la burguesía provinciana y las clases pudientes del país.
Al final, el pobre desgraciado que es Placido, después de esa Nochebuena que es casi una romería, un recorrido doloroso pero tierno y lleno de humor por el paisaje y el paisanaje español, terminará perdiendo su motocarro a pesar de todos sus esfuerzos.
Así que, a pesar de ciertos recortes y recomendaciones como los apuntados, parece que la permisividad con las películas de Berlanga fue más amplia en aquellos años de lo que algunos se empeñan en aseverar. Esos mismos que obvian y hasta justifican que, en esta época negra en que vivimos, se silencien perfiles de Twiter y bloqueen páginas de Facebook de personas o medios de comunicación que, simplemente, ejercen su libertad de expresión, solo porque este ejercicio vaya en contra de la corrección política o del gobierno del momento.
Quizá también tenga algo que ver que el maestro Berlanga, todo un genio iconoclasta, años antes de estrenar Placido había visto publicado un texto titulado Fragmentos de una primavera, que fue galardonado con el Premio Luis Fuster del SEU de Valencia, y que fue reproducido en el periódico Hoja de Campaña de la División Azul, nº 61 del 21 de marzo de 1943.
Algunos fragmentos de este relato autobiográfico nos indican cual era el sentir, los ideales que le guiaban en esa época, por mucho que el genio Berlanga posteriormente, proclamándose anarquista (anárquico y libertino quizá le vendría mejor a su carácter), intentara justificar su afiliación a Falange y al SEU, y también su marcha a luchar contra el comunismo en tierras rusas con la División Azul con diversos argumentos, que fue modificando o alternando con el tiempo (solidaridad con un grupo de jóvenes amigos suyos, militantes falangistas; o bien deseo de impresionar a una chica de la que estaba enamorado; su afán juvenil de aventura, otras veces; o, por último, su deseo de proteger a su padre, que fue detenido en Ceuta como diputado electo que fue del Frente Popular, aunque, sin embargo, nunca fue represaliado). Esta justificación fue la que más utilizó Berlanga en los últimos tiempos.
Julio ha empapado de sangre esta retrasada primavera. Todavía queda nieve para grabar iniciales en su blanca superficie, pero ya han surgido rosas que han de dulcificar la sepultura. Cerramos los ojos a esta angustia que nos invade, porque ya no está con nosotros el mejor compañero. Sobre un carro, un carro de ruedas destartaladas y ejes que chirriaban, a contraluz con la estepa iluminada eternamente, llevamos ayer su cadáver a Motorowo, y en un jardín, la cabeza hacia España, lo enterramos (…) Con él se fueron las medallas religiosas, el cisne blanco en la camisa azul, y aquella rosa de los Alpes que una estudiante alemana le regalara. Nos dejó, sin embargo, una antología de la buena muerte y una postura arrogante ante lo irremediable…
Se desangran, sí, los cadáveres de los falangistas, pero esa sangre entra en las venas de los que quedamos, para rejuvenecer nuestro ímpetu (…) Tengo su diario entre mis manos. Es de tapas azules y sus páginas están llenas de una letra apretada y ágil. Todas sus confidencias están trasplantadas —y aquí con más pureza— a la blanca amistad del papel. Por todas partes, alusiones a su entrega eterna a la Falange. Se dictaba a sí mismo la violencia y la fe en la revolucionaria tarea. Leo…
«¡Que día más terrible aquel en que ninguna mano extendida nos señale el mejor camino hacia la muerte! Si en la constelación falangista no se esperasen refuerzos, ¿Cómo íbamos a justificar nuestra presencia en este campamento terrestre?».
«Se nos quiere llevar a la molicie ofreciéndonos como cebo y consuelo el fácil recuerdo de lo pasado. Y no: no se hacen revoluciones fundando un museo de añoranzas, sino buscando con el punto de mira el cuerpo enemigo».
«Las consignas no deben perderse entre las páginas tibias de revistas que nadie lee. Las consignas han de clavarse a gritos en las paredes enemigas».
Al terminar de leer me fijo en la última página, donde, a lápiz, pero con gruesos caracteres, había escrito: ¡Arriba España!
«Contigo inauguramos en la esquina un mirador dulcísimo a la muerte…»
El soneto, a tenor de estos dos primeros versos, debía ser una exaltación de la acción política sin rechazar, si fuera necesario, el recurso a la violencia, en línea con la «suprema dialéctica de los puños y las pistolas» de la que alguna vez hablara José Antonio Primo de Rivera, aunque luego matizara y explicara esta frase. Estos versos, en fin, permiten deducir que el joven Berlanga comulgaba con los valores de heroísmo y sacrificio hasta la muerte que eran la tónica entre los jóvenes falangistas de la época.
Berlanga eludía recordar su afiliación a Falange y al SEU, e incluso intentaba relativizarlas, como por ejemplo hace en una de sus muchas biografías, cuando le contesta al biógrafo al respecto:
«Me echaron del SEU porque yo me ponía en los desfiles una camiseta de manga larga debajo de la remangada camisa azul, para miserabilizar la marcialidad y todas esas cosas».
Pero, en cualquier caso, a ese mismo biógrafo, en el transcurso de la conversación, le dice también que en su juventud detestaba a gente como Azaña y Gil Robles y que:
«En cambio me gustaba la personalidad de Prieto y esa otra personalidad acompañada de un aura de violencia, de romanticismo, de José Antonio Primo de Rivera…»
En fin, como tantos otros, el gran Berlanga fue evolucionando, modificando su posición ideológica, quizá por convicción, quizá por acomodarse a los tiempos, quien sabe. Pero es clara su posición de aquellos años, la proclaman sus hechos y sus escritos. Quizá también sus películas… Y es que no es difícil rastrear y encontrar debajo del esperpento y el absurdo de Plácido la presencia del joseantoniano ideal de justicia social.
El año próximo celebraremos el centenario del nacimiento del genio por antonomasia del cine español y Placido debería emitirse todas las Nochebuenas para recordar cómo somos. Al final de esta sublime película, como colofón y resumen de todo lo visto, se oye un villancico: «Madre, en la puerta hay un niño y gritando está de frío, ande dile que entre y así se calentará, porque en esta tierra no hay caridad…ni nunca la habrá». La censura parece ser cambió por “esta tierra” la palabra España…
La España que somos.