La crisis de la legalidad

Artículo recuperado del año 2000. Intervención de Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda en las Conversaciones en el Valle celebradas el 23 al 23 de mayo de 1999.


Publicado en la revista Altar Mayor, en su número 64, de enero de 2000.
Ver portada de Altar Mayor en La Razón de la Proa.
La autora es doctora en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid

Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda [1]


La cuestión de la crisis del principio de legalidad como continuación de una crisis anterior, la de la legitimidad, se puede estructurar en tres claves o tres momentos. En primer lugar, qué se entendía históricamente por legitimidad, en su concepción clásica. Un segundo momentos que se refiere a la sustitución de la legitimidad por la legalidad, y finalmente, cuál es el concepto actual, las razones que, de alguna manera, propician la crisis del último de los principios.

La legitimidad, en su noción clásica y desde la reflexión aristotélica, que es la línea que fluye hacia el cristianismo, consistía en la justificación del poder: el poder legitimo por oposición a la tiranía y ello en un doble aspecto, el poder que tiene un origen legitimo o lo que es igual, hay un título justo para acceder al mismo, y el poder que es ejercido legítimamente, que se ejerce justamente.

El segundo de los aspectos, relativo al ejercicio, aparece como derivación del primero, del origen, de tal manera que no puede darse sin él y, por el contrario, el origen justo puede devenir en un ejercicio ilegitimo, cuando el gobernante incurre en alguna de las formas sobrevenidas de ilegitimidad. La legitimidad, en cuanto principio, suponía los dos aspectos mencionados y ambos eran en todo caso una justificación del poder.

Este es el planteamiento tradicional, desde la filosofía griega hasta la Escolástica. Siguiendo la senda fructífera de Santo Tomás, la Escolástica Española culminará la reflexión sobre la legitimidad en la rectitud del derecho de resistencia frente al gobernante ilegítimo y el P. Mariana en su De rege et regis institutione, escrito con la intención de educar en el buen gobierno al futuro rey de España Felipe lll, forjará la teoría del tiranicidio que escandalizará sin embargo a las cortes europeas.

En el pensamiento español, ha sido Alvaro d'Ors, entre otros, quien ha tratado el tema, entendiendo la legitimidad como justificación respecto del origen del poder, mientras que la segunda condición es, en realidad, la ausencia de una inhabilitación sobrevenida en el ejercicio del poder.

La desaparición del principio de legitimídad que se mantiene vivo hasta la modernidad, se explica por la aparicion, a su vez, de una nueva clave, Europa y la fragmentación que ésta trae consigo frente a la categoría común de la Cristiandad. De la muerte del concepto tradicional de legitimidad, cuyo certificado de defunción lleva la fecha concreta de la Francia revolucionaria, nace el principio de legalidad, vinculado al Estado de Derecho y a las sucesivas crisis que el mismo va sufriendo. A partir de entonces, aunque se quiera volver a una legitimidad dinástica, la que resurge del Congreso de Viena, en 1815, la división entre origen y ejercicio, hace imposible el retorno a la legitimídad en su visión clásica: limitación y justificación del poder.

La restauración de la monarquía borbónica en Francia no lleva aparejada el entronque con la legitimidad, no sólo porque se aceptan algunas de las claves marcadas por la anterior situación revolucionaria, sino también porque se desconocía ya la finalidad que servía de orientación para los límites del poder: el bien común. Estamos ante el fruto de un desgaste previo e ignorante de la tradición anterior -tradición que en España se mantiene- y que culmina históricamente en un proceso revolucionario, cuyas secuelas dejarán una huella difícil de recomponer en el cuerpo enfermo de Europa.

El principio de legitimídad, que presentaba unitariamente las dos condiciones, origen y ejercicio, se verá sustituido por la legalidad, bajo el paradigma del imperio de la ley, y éste concebido como mera subordinación a la ley, excluido cualquier análisis de su contenido. Nos hallamos ante una legalidad creada por el poder que a ella se somete, de donde los márgenes y los límites para la actuación no tienen otra referencia que su simple existencia. La justificación o legitimidad son cuestiones que se resuelven acudiendo al marco formal creado y consecuencia inevitable dado que no existe ya la referencia a otro tipo de ley distinta de aquella que emana del poder.

La quiebra de la legitimidad, en su vertiente clásica, anuncia un cambio fundamental, donde la sujeción a las leyes establecidas es el resultado de una situación fáctica, del hecho del dominio que se ejerce y se controla desde el poder. La legitimidad del sistema se logra a través del procedimiento formal que ha de seguirse en la creación del orden jurídico y en la adecuación al formalismo por parte del Estado que interviene en esa creación. Nos movemos en un círculo vicioso del que ni el pensamiento contemporáneo ni la Historia han sido capaces de sacarnos.

La sustitución terminológica, legitimidad por legalidad, entraña además este cambio decisivo. Es el poder el que establece cuáles son los límites válidos para su justificación, hasta dónde puede llegarse en el exacto cumplimiento del imperio de la ley y la posibilidad de preservar la legalidad mediante una utilización justificada, esto es, legítima, de la fuerza.

Las indudables consecuencias políticas que conlleva este planteamiento no son advertidas explícitamente por los partidarios de la legalidad. En el momento actual un autor italiano, de indudable influencia en España, como es Norberto Bobbio, ha subrayado la importancia de la fuerza en este contexto. El principio de legalidad, reduciéndolo a su núcleo esencial, no es otra cosa más que un procedimiento formal, una cierta regularidad formal a la hora de ejercer el poder. Pero dicha regularidad en la que se traduce finalmente el imperio de la ley, no consiste, según Bobbio, más que en determinar quién está formalmente autorizado a imponer la fuerza a los demás, cómo se ejerce la fuerza y en qué condiciones.

La utilización de la fuerza, de la coactividad del sistema, bajo el paradigma del principio de legalidad, puede conllevar la eliminación, en todos los ámbitos, de aquéllos para los cuales no sea tan fácil admitir la validez de una ley por el mero cálculo aritmético, formal, que determina su creación, para aquéllos que necesiten analizar el contenido, el cuadro de actuaciones que exige de nosotros la subordinación a la legalidad.

Nos hallamos ante el final de un proceso histórico, cuyas diferentes etapas no son sino sucesivas rupturas en las que se fragmenta definitivamente la Cristiandad, dando lugar al Estado moderno, cuya única vía de salida viene determinada por los estrechos márgenes del formalismo, de la legalidad formal, renunciando con ello a cualquier otro criterio de legitimidad.

Desde las postrimerías del siglo pasado la noción esencial es la del «Estado de Derecho», vinculado a la legalidad formal, con una serie de características y, entre ellas, el ser una síntesis entre el parlamentarismo y la democracia, de manera que no habrá más democracia que aquélla que emana del parlamentarismo y no hay más Estado de Derecho que equél que se conduce «democráticamente», esto es, siguiendo el cauce parlamentario.

El Estado de Derecho es ante todo un Estado sometido a un marco formal, dentro del cual podría tener cabida cualquier clase de normatividad, incluso la que permite la muerte del inocente. ¿Qué quiere decir la expresión «Estado de Derecho»? A decir de Kelsen, el término es una redundancia o si queremos un término vacío, porque cualquier Estado tiene «su» Derecho, cualquier Estado se organiza jurídicamente y el Derecho que de él surge necesita a su vez de la organización política.

Sólo tendría sentido la expresión si estuviéramos pensando en un Derecho distinto del Positivo, si pensáramos en el Derecho Natural o si creyéramos necesario otra suerte de justificación, de legitimidad, diferente de la mera legalidad. El Estado de Derecho es, por tanto, Estado sometido a un Derecho cuya exigencia es la de su creación formal, formalismo que excluye cualquier afirmación de fines o de valores, mucho menos de la ley natural.

El principio de legalidad sirve para justificar al Estado y éste, a su vez, no es mas que el orden garante en la utilización legítima de la coactividad.

Pero, ¿es que el principio de legalidad, ese formalismo en el que nos movemos no está en crisis? ¿No puede decirse que la legalidad no basta para la legitimidad del orden político, cuando va en contra del hombre, justamente de lo que nos define y nos califica como tal? Es evidente que nos hallamos ante el terreno de lo «políticamente incorrecto»: sobre la crisis del principio de legalidad plantea necesariamente la sustitución del Estado de Derecho que ha surgido de la dualidad parlamentarismo-democracia.

Si queremos analizar la crisis del principio de legalidad, se hace preciso acudir a las palabras del jurista alemán Carl Schmitt, porque aunque su reflexión se refiere a un momento anterior, la Alemania de la República de Weimar, es evidente que las categorías manejadas por Schmitt son perfectamente trasladables a la España de nuestros días. Siendo un autor católico, en él no se reproduce la vía aristotélico-tomista, la vía de la tradición, porque no reconoce la Historia como Historia de la Salvación.

Autor que como bien sabemos es sometido a un proceso de desnacificación después de la Segunda Guerra Mundial, para depurar un pensamiento que no precisaba serlo, puesto que su relación peligrosa con el nacional-socialismo se limita a la publicación de un artículo en el año 1934 con el objetivo de defender la necesidad de un orden.

Schmitt habla de la crisis del parlamentarismo y de la democracia desde dos puntos de vista: en cuanto forman de gobierno y en cuanto forma de Estado. El parlamentarismo, según destaca, ha pasado de ser una de las formas de gobierno a convertirse en la única forma de Estado válida. En eso reside el principio de legalidad, en la supeditación del orden jurídico al orden político a través del parlamentarismo, de manera que la quiebra de éste implica también la quiebra de la democracia, dado que no parecen existir otras formas de democracia distintas de la parlamentaria y, en última instancia, la quiebra del Estado, implica la destrucción del orden, puesto que sin él no existe ni la sociedad, ni el Derecho, ni cualquier otra clase de poder. Estas son las características que Schmitt ve presentes en la síntesis democracia-parlamentarismo como trasunto del principio de legalidad.

En este sentido, hay que advertir además que el concepto de Estado es una idea que surge de une fricción, de la Europa secularizada, que llevando e su seno el signo de la división, nos ha colocado ante un dilema: la justificación del Estado a todo trance, como algo inevitable. En el pensamiento patrio, Alvaro d'Ors ha señalado que España no tuvo ninguna necesidad de Estado: en España, la esencial relación de gobierno-obediencia se hallaba constituida como vínculo personal del pueblo con los reyes.

Los Austrias no fueron nunca jefes de Estado, sino señores a los que se servía y que al mismo tiempo cumplían fielmente con la misión que les había sido encomendada, exponente claro de la legitimidad en sentido clásico. El grado de vinculación personal desaparece con la llegada de los Borbones a España, con la centralización borbónica, tema magistralmente desarrollado por Francisco Elías de Tejada.

El parlamentarismo en cuanto forma de gobierno se sustenta lógicamente sobre el principio de división de poderes, convertido de esta suerte en algo fundamental también para la misma existencia del Estado, de donde su ausencia conlleva la crisis del modelo estatal. El principio de división de poderes puede decaer por una serie de circunstancias a las que se refiere Schmitt, siendo evidentemente la más importante, la intromisión del elemento judicial en el factor político y la de éste en aquél, o lo que es igual, la judicialización de la política y la politización de la justicia, nada ajeno a la España actual.

Cuando se conculca el principio de división de poderes termina por producirse la inestabilidad del gobierno y el control del mismo por el Parlamento, siendo el Parlamento el lugar donde se encuentra presente la voluntad nacional, cabría decir mejor, la voluntad dominante o el resultado de la manipulación por diversos métodos, sin que podamos eludir la responsabilidad en este juego de los medios de comunicación.

El Parlamento históricamente había emergido de dos ideas claves, el principio de publicidad y el principio de discusión: el Parlamento, pues, como foro de debate público, papel esencial con el que nace en Inglaterra, supuestamente prosigue en la Francia del XIX y culmina en la Alemania de la República de Weimar, antes de la llegada, mediante elecciones generales, de Hitler al poder. Papel que resurge, por lo menos teóricamente, después de la Segunda Guerra Mundial, pero que en la práctica no puede decirse que sea una condición esencial del Parlamento actual.

Los argumentos razonados y discutidos públicamente desaparecen frente a los acuerdos tomados en los pasillos, en comisiones a puerta cerrada que sólo buscan el sostenimiento de un sistema imperfecto. Los representantes de la voluntad nacional lo son en virtud de un cálculo aritmético, que ni siquiera en España se mantiene indemne debido a unos pactos que en cualquier momento pueden subvertir el sentido de dicha voluntad. A la aparente estabilidad se sacrifica el destino de una nación.

El principio de división de poderes implica, siguiendo la línea propuesta por Schmitt, que no cabe Estado de Derecho sin independencia del poder judicial, ni justicia independiente sin sujeción concreta a una ley, ni sujeción concreta a una ley si no hay una diferenciación real entre ley y sentencia judicial. La cuestión es si toda esa serie se mantiene incólume, si puede hablarse de separación entre quien hace la ley, quien se somete aI plocedimiento formal de creación de las leyes, y quien da lugar a la sentencia judicial, y sobre todo, finalmente, el control que se ejerce sobre la propia sentencia judicial.

Esto exige que cada uno realice la función encomendada, que el Parlamento elabore las leyes, que los jueces decidan aplicando la ley sobre un caso concreto y que el poder judicial no se inmiscuya en las tareas de signo político. En este contexto, cualquier mirada a la situación por la que atraviesa España resulta dolorosa, máxime si tenemos en cuenta que el propio Tribunal encargado de velar por la adecuación del sistema, como garante del mismo, el Tribunal Constitucional es un Tribunal aquejado de un mal crónico debido a su composición.

El poder judicial en España está contaminado políticamente, no sólo porque los órganos superiores dentro de la Administración de Justicia se hallan formados en virtud de la designación partitocrática, sino también porque las recientes sentencias ni siquiera pretenden encubrir la politización de la Justicia y ello cuando, hay que subrayarlo, se ha optado por resolver en el campo judicial cuestiones relativas a la confrontación ideológica, lo cual perjudica a la Justicia, pero también a la esencia de la política.

Junto a ello, merece la pena destacar la inestabilidad de los gobiernos, lo que puede dar lugar a gobiernos de consenso dada la imposible mayoría absoluta, y gobiernos que ceden en buena parte de sus pretensiones de principio cuando la necesidad de mantenerse les obliga a ello, cediendo en definitiva en materias clave, referidas a la identidad nacional, a la tradición histórica, disolución a la postre del propio concepto de Estado que les sustenta.

La quiebra del parlamentarismo, en cuanto forma de gobierno, se convierte finalmente en la crisis del Estado, al no haber sido capaces de sustentar otro Estado distinto del que se surte del binomio parlamentarismo-democracia.

Si atendemos al parlamentarismo en cuanto forma de Estado, las consecuencias no pueden ser peores. El parlamentarismo, desde ese punto de vista, aceptaba dos principios fundamentales: el imperio de las leyes y el principio de legalidad, una legalidad, hay que recordarlo, exclusivamente formal. Imperio de las leyes que implica sometimiento a las mismas, pero tan sólo en cuanto al procedimiento regular de creación de las normas que permite la legitimación de cualquier contenido normativo, incluso el que se opone a la enseñanza más natural al hombre, el respeto de la vida humana.

El imperio de las leyes es, pues, imperio del legalismo formalista: no cabe otra justificación para el Estado que la de asumir las leyes que son creadas regularmente. Estamos ante la dominación burocrática que Weber analizaba en el mejor de los sentidos, un grupo de funcionarios, elegidos por su capacidad técnica, crean las leyes y determinan los límites del orden jurídico buscando, mediante tal limitación, el sometimiento de todos a la ley. Pero la dominación burocrática weberiana se ha visto sustituida en la práctica por el dominio de la partitocracia o, si se quiere, de la oligarquía partitocrática: quien ejerce el dominio lo hace elegido, no por su capacidad, sino por su inserción en una lista cerrada para llegar a la cual es capaz de dejar en el camino amigos y principios, si es que tuviere ambos.

Y los límites del sistema no son inalterables: la exigencia del imperio de la ley y el sometimiento a ella puede ser tan amplio como lo estime quien ejerce la dominación, de ahí el que decaigan ciertos deberes ante las componendas precisas o la necesidad de no entrar en el debate de una cuestión que podría poner en peligro la figura del elegible. La legalidad, dentro de su formalismo, permite cualquier suerte de contenido para el orden jurídico y consiguientemente la legitimación de un poder político, de un modelo de Estado que nacido de la confrontación -éste es el esquema del pensamiento europeo moderno- y no de la naturaleza humana, ha de seguir el camino marcado por la imposición.

La legalidad se enuncia como el mero acatamiento al poder y el poder, a su vez, será la simple consecuencia de la dualidad parlamentarismo-democracia, una dualidad que ha fracasado y que ha conducido a un callejón sin salida aparente. La crisis del parlamentarismo conlleva la crisis de la democracia que se funda en él y, en ultima instancia, la crisis de la legalidad formalista y por qué no la crisis de la política, que ha perdido su sentido originario para constituir un orden cada vez más apartado de lo que al hombre le importa en sus relaciones con otros, para no ser más que ese campo en el que se cruzan los intereses que sólo a una clase política, instalada ya como auténtica clase social, interesan.


[1] Consuelo Martínez-Sicluna y Sepúlveda es doctora en Derecho por la U. Complutense de Madrid, profesora titular de Universidad de Derecho Natural y Filosofía del Derecho de la Facultad de Derecho de la U. Complutense de Madrid, académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, académico correspondiente de la Real Academia de Córdoba de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes. Intervención en las Conversaciones en el Valle celebradas el 23 al 23 de mayo de 1999. Publicado en el nº 64 de Altar Mayor de Enero 2000.