Otro peregrino más
Autor.- José Ramón López-Crestar
15/08.- Agradezco que unos cohetes y una banda de gaitas me acompañen en el trayecto de entrada. No me festejan a mí, sino a san Roque, peregrino como yo, y llagado, que ha sido su día...
Publicado en la revista Altar Mayor (1999). Recogido por las revistas Desde la Puerta del Sol, núm. 482 (25/JUL/2021), y Gaceta de la FJA, núm. 347 (AGO/2021).
Ver portadas de Altar Mayor, Desde la Puerta del Sol y Gaceta FJA. en La Razón de la Proa.
Madrugón, que queda poco y, sin desayunar, a quemar la última etapa.
Coincido con una familia vizcaína, de Guecho, que viene haciendo el Camino, a tramos, desde hace cinco años, y hoy esperan terminarlo. La madre está francamente mal, con los pies dolientes y problemas intestinales, pero dispuesta a aguantar todo por llegar hasta Santiago.
Un último bosque de eucaliptus, tramos llanos. En Lavacolla me espera Juan Antonio, médico amigo, que ha venido a verme desde Ribeira. Da su visto bueno a mi situación sanitaria, a pesar de las llagas y picaduras, me invita a desayunar, y se va.
Los últimos trechos se hacen duros y feos. El Monte del Gozo, desencanta: las prometidas torres apenas se ven, al fondo del laberinto urbano.
Sé que José Luis e Isabel vendrán a Santiago hoy, y les llamo para citarnos: en la plaza de la Quintana, junto a la placa que conmemora la salida del batallón de Literarios, en la guerra de la Independencia. Muchas cosas evoca para mí esa lápida: a los Literarios, estudiantes compostelanos que se apresuraron a luchar contra el invasor, al SEU, que quiso conmemorarles con una lápida, hoy desaparecida, a mi tatarabuelo Pedro, que fue uno de los que formaron en aquel batallón.
Bajando del Monte, una señora francesa, conductora de una furgoneta, se me ofrece para acercarme hasta la ciudad. Aunque agradecido, declino su invitación, naturalmente. Quiero entrar a pie, como hasta aquí he venido.
La entrada a Santiago tiene un punto de frustración: paso de un puente sobre la autopista, calles vulgares, casas ordinarias, edificios industriales. No estaría de más que el Ayuntamiento adecentara este último tramo. Agradezco que unos cohetes y una banda de gaitas me acompañen en el trayecto de entrada. No me festejan a mí, sino a san Roque, peregrino como yo, y llagado, que ha sido su día. Es feliz coincidencia.
La vieja Compostela, al fin: el callejón de las Animas, la vía Sacra, Azabachería, Platerías, la Quintana, ¡El Obradoiro! Una hilera interminable aguarda turno para pasar por la Puerta Santa y abrazar la imagen del Apóstol. Otra sarta espera poner sus dedos en el parteluz y golpear su cabeza contra el santo dos croques.
Veo pasear a una familia de moritos, probablemente marroquíes, ellas con chilaba. ¿Qué pensarán de esta multitud que los tolera, como no tolerarían ellos a un cristiano en La Meca? A distancia de unos pocos metros, pero separados por el gentío, veo al abogado brasileño con el que hablé en el Cebreiro: –¡He pensado en lo del diamante, y tienes razón!, me grita. No hay palabra ociosa.
Entro en la catedral, atestada, por el Pórtico de la Gloria. Hay de todo: los más rezan, no pocos hacen cola para confesarse, pero también algunos se comportan sin el deseable respeto, y nadie les dice nada. Claro que, en la Edad Media, cuando los peregrinos dormían en las naves y el botafumeiro servía para disipar su hedor, quizá no fueran mejor las cosas. ¿Debería alguien poner orden?
Yo, cansado, oiré Misa por la tarde. Le mando, a buena distancia, un abrazo a Santiago, y salgo a escape, que en estas circunstancias no es fácil concentrarse. A la salida, vuelvo a fijarme en el Pórtico. Está Santiago. Y está el Señor triunfante, sereno, en majestad. Pero junto a él figuran unos ángeles que muestran los instrumentos de la pasión: el camino de la Gloria.