Lo que no pasará
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Intenté reproducir en la prensa hace ya algún tiempo unas impresiones que nos mostró, en el seno de un club de amigos con inquietudes culturales, el catedrático de Arte de la Universidad de Sevilla Enrique Valdivieso sobre el mensaje nada oculto y sin embargo generalmente ignorado de los cuadros de Murillo que en aquel momento se exponían en el Hospital de los Venerables junto a otros de Velázquez, su paisano y contemporáneo. Siempre recordaré aquellas palabras sabias, pero ahora me vienen a la memoria con mucho mayor énfasis si cabe: El «pintor de las Inmaculadas» salió a los alrededores de una ciudad devastada por la peste de 1649 buscando motivos que llevar a sus lienzos sin móvil económico alguno, por puro desahogo artístico.
Sevilla era en aquel momento un paisaje de ruinas y dolor, una prefiguración de las urbes bombardeadas del siglo XX, sólo que la destrucción no se había cebado con las cosas sino con las personas. A las afueras, durante esas expediciones de exiliado superviviente que Murillo efectuó, encontró niños. En ellos vio mucho más que un pretexto pictórico. Eran niños envejecidos por la enfermedad vista o padecida, revestidos de un muestrario de harapos mugrientos, que rebuscaban entre los escombros un resto de fruta con el que engañar al hambre mientras aprendían a burlar a los ciegos o algo de vino para no beber el agua de los pozos pestilentes.
Murillo halló en ellos la esperanza de saberse vivos en medio de la desolación más espantosa. Aquella peste mató a un tercio de la población sevillana, entonces una de las capitales más prósperas de Europa, aunque ya nunca se repondría del todo de aquel golpe sanitario infernal. Hoy, gentes del mundo entero admiran la belleza que Murillo supo captar en aquellos infantes mendigos, alegres porque no sabían estar tristes a pesar de los pesares.
Pienso muchas veces en ellos, y también en cómo será nuestro mundo, mi mundo, a partir de esta pandemia. Y es entonces cuando más me refugio en la belleza de esos niños murillescos, porque hay cosas que probablemente nunca volverán a ser como antes.
Descendiendo a la arena de los destinos nacionales, que tanto se juegan en esta partida de dados en la que se ha convertido la política parlamentaria, miro los muros de la Patria mía, y me parece ver por un momento con los ojos de Murillo, los restos de una casa derrumbada por los que pululan nuestros hijos dispuestos a vivir a pesar de todo. El covid pasará, como pasó la peste de aquel año aciago en que mi hermandad de La Carretería tuvo que repetir cabildo de elecciones a los siete días de haberlo celebrado reuniendo a «los hermanos que quedaron vivos».
Pasará el coronavirus como pasaron todas las epidemias de la Historia, dejando una estela de muerte y angustia sin límites. Pero pasará. La vida volverá a ser algo prometedor por lo que merece la pena luchar. Y sin embargo, no será como antes, porque habrá cosas que no pasarán.
No pasará la experiencia de haber coincidido dos males mayores: la plaga y un Gobierno mezquino y traicionero designado por un personaje siniestro que horas antes de ganar las elecciones había dejado clara su repulsión a llevar a cabo exactamente lo que haría una vez alcanzado el poder: poner España en manos de sus enemigos declarados.
Esto ya estraga nuestro sentimiento porque navegamos en la misma bodega que quienes una y otra vez han roto la convivencia no sólo pacífica sino –lo que importa más, por-que da consistencia a la paz– libre.
Saldremos de la pandemia, si Dios quiere, pero habremos vivido con la sensación de ser prisioneros de una trampa colosal e irreversible. Los oportunistas sin escrúpulos habrán aprovechado el drama para convertirlo en tragedia, introduciendo una revolución deseducativa que arrase con la libertad en la escuela y con los centros para alumnos con necesidades especiales, pervirtiendo el derecho a la información con la defunción del Derecho de la Información, entregando la dirección de nuestra vida colectiva a quienes contemplan a las víctimas del terrorismo desde la orilla de enfrente, expropiando a los jueces la escasa independencia de la que disponían, disolviendo la soberanía nacional mediante el entreguismo a los golpistas convictos, acelerando la glorificación de la eutanasia una vez conquistadas las últimas plazas del abortismo, invitando a contingentes humanos incontrolados a invadir nuestras costas y condenando a cuatrocientos millones de hispanoparlantes a carecer de madre lingüística, al negarles a los ciudadanos de España su milenaria lengua vernácula.
Tal cúmulo de ataques al orden humanista no se ha dado nunca en suelo hispano. Estamos hablando de raíces culturales, de unidad («juntos, juntos, juntos» palabra que no se cae de su boca mientras trocea arteramente la obra de los Reyes Católicos, «Unidad de Reinos»), de salir de esta peste con los únicos daños causados en nuestra salud o vivir el resto de nuestras vidas viendo no ya transformada sino deshecha a la Nación que nos legaron nuestros mayores.
Los efectos del covid pasarán, menos las muertes cuyo número también nos han escamoteado. Intentaremos normalizar (sin «novedad» alguna) nuestro día a día. Puede que lo consigamos. Puede incluso que reconstruyamos gran parte de la polis perdida. Pero la conciencia de que ha habido gente que nos ha querido robar la salud social, la identidad nacional y hasta la paz del alma, ésa no pasará.
Seremos distintos, porque no sabremos si nos cruzamos por la calle con alguien –tal vez muchos– que en situaciones de emergencia súbita y calamitosa se aprovechará de nosotros para imponer su plan, más parecido a los aires pútridos del Averno que a cualquier otra cosa.