El carrito de los helados y sus cualidades
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Leyendo, hace una semana, el artículo El carrito de los helados de nuestro colaborador Enrique del Pino, me extrañó se preguntara qué y cómo era esa cosa que él no encontraba como definirla, ni cual serían sus cualidades, ni imaginaba su figura geométrica. Navegaba por lo abstracto, se afanaba en encontrar su forma material por diferentes lugares, lo elevaba incluso al extraño mundillo de las joyas, y traía a colación el «vendedor de chucherías» de su juventud…
Pero no daba en el clavo, quizá porque por su Málaga natal, a pesar del sol que con más constancia deja caer sus rayos por aquellas latitudes, no había aparecido quien pusiera en marcha la industria inventora del artilugio, o, probablemente, porque preferían un espetón de sardinas al producto que se repartía mediante el carro de los helados.
Y, como ansío sacar de sus dudas a Enrique del Pino, voy a intentar explicarle qué es un carro de los helados. Para ello he de remontarme a aquéllos años de la juventud temprana comprendida en los 40 años en los que, al parecer, ni existió España, ni los españoles hicieron algo práctico, ni parían las mujeres, cosa que, como es evidente, sí se producía pues casi la mitad de la población actual nació en aquellos años, además de que se trabajó o estudio con tesón día a día en ese periodo de la historia de España, con terquedad se anduvo construyendo patria por más que otros, testarudamente, se empeñaron en amargarse la vida recordando que habían perdido una guerra gracias a lo que el país prosperaba poco a poco, con esfuerzo, sí, pero iba para adelante.
Nosotros, los jóvenes, como el resto de la población, en los primeros años, carecíamos de todo, pero nos sentíamos felices. En vez de pasar el tiempo con la PlayStation o el móvil todo el día encerrados en casa como es frecuente en los jóvenes de hoy, salíamos a la calle donde igual jugábamos un partido de fútbol con chapas de botellas de cerveza, que dando patadas a una pelota en mitad de la calle pues apenas pasaban coches, competíamos con las canicas, nos enfrentábamos en ver quién tenía mayor maestría con el «peón» o nos desafiábamos en una «drea» (pedrea = combate a pedradas, como lo define la RAE) con los de la calle de al lado –contando entre nuestras mesnadas al joven Julio Aparicio, que luego sería torero– de las que en no pocas ocasiones salíamos descalabrados, lo que remediaban en primera instancia nuestras enfermeras, papel reservado a hermanas o amiguitas.
En mi barrio disponíamos de un lugar magnífico para las «dreas»: los restos de la antigua plaza de toros, a medio derruir, situada en el lugar que hoy ocupa el Palacio de los Deportes, rebautizado como Barclaycard Center después de su reconstrucción del incendio que sufrió el 28 de junio de 2001, o WiZink Center (que ya es la leche) con que fue denominado tras adquirir esa firma el negocio de Barclaycard Center. Como decía, era un lugar magnífico, pues nos podíamos meter por pasadizos, parapetarnos tras los gruesos muros de ladrillo, etc.
Ahí no se acababan nuestros juegos, pues no faltaban las carreras con vehículos primitivos construidos con materiales de desecho, tales como el «patín», fabricado por cada quién, sin las virguerías de los que ahora vemos por las calles, hechos con dos tablas, dos ruedas de rodamientos y un manillar extraído del palo redondo de una escoba; o los «carros» igualmente hechos con unas tablas, tres ruedas también de rodamientos –dos atrás y una delante– y un manillar similar al de los «patines» a la altura del carro. En otras ocasiones jugábamos a la «taba» o al «escondite» con nuestras chicas, con las que convivíamos a diario y, si venía al caso, saltábamos a la «comba» o participábamos en su juego de la «rayuela» sin ningún pudor machista. Todo ello, naturalmente, dependiendo de la edad, pues cuando se es joven no es igual tener siete que nueve años, o quince.
Además de esos y otros juegos, como es lógico, íbamos al cine, normalmente a los que ponían varias películas («de sesión continua») y estabas allí encerrado toda la tarde viendo hasta tres sesiones, o en el verano a los que existían al aire libre.
Pero esto eran palabras mayores ya, porque si estábamos en una edad más joven, con los 10 céntimos de peseta (equivalente a 0,00016 € de nuestros días, si no me equivoco en el cálculo) que nos daban los domingos, solo podíamos acudir a la «pipera» (el equivalente al vendedor de «chucherías» del que nos habla Enrique del Pino) y nos abastecíamos de pipas de girasol o calabazas, caramelos, chufas, altramuces, paloluz, regaliz, a veces de un cucurucho de almendra o avellanas (entiéndase, una sola cosa, no daba para más).
Y, en el verano –¡aquí llega la iluminación que precisa nuestro amigo!–, un polo o un helado que adquiríamos en el «carrito de los helados». Los «carritos de los helados» eran como un cajón de metro y medio de largo por sesenta de ancho y otro tanto de fondo, dentro había dos depósitos metálicos tapados por el exterior por dos conos. Estaban dotados con un varal mediante el que el heladero lo desplazaba de un lugar a otro, y las imprescindibles dos ruedas para que pudiera moverse. Iba pintado de blanco con letreros y orlas en azul. Según documentación aportada por otro amigo, colaborador también de Desde la Puerta del Sol, la «base de operaciones» de los heladeros madrileños se encontraba en la calle Alberto Aguilera, frente a la gasolinera; de allí salían en procesión y se iban distribuyendo por los diferentes barrios madrileños.
Lo que más se vendía eran los polos dado que disfrutaban de un precio más económico; con gustos diversos. Los de nata, chocolate o vainilla llegaban a costar una peseta y cincuenta céntimos los de otros sabores. También podías comprar un helado de cucurucho, pero estos podían considerarse ya como un lujo, del que no se podía disfrutar todos los días. Normalmente éstos, los helados de cucurucho, como los de corte, ya entraban dentro del consumo de cuando eras un poco mayor y andabas tirando los tejos a alguna jovencita por la que andabas pirriado. En el caso de los polos apenas podías dar dos o tres lametones con el sabor de que iban dotados, pues enseguida lo absorbías y luego te quedabas con el puro hielo.
En la plaza de las Salesas, en el Madrid chispero, había un «polero» que pregonaba su mercancía componiendo rimas alusivas a la naturaleza del «polo» como: «¡de menta, que alimenta!» y otras, cuyos pareados no resultaban tan inocentes, referidas, concretamente, a los de limón y a los de fresa y a sus pretendidos efectos afrodisiacos.
Este era «el carro de los helados», amigo Enrique. Del que apenas queda recuerdo, pues van desapareciendo las generaciones nacidas en aquellos años, las que, además, hicieron «la mili», cosa de la que también convendría hablar. Cierto que los helados que tomamos hoy, de muy diferentes gustos, son mucho mejores que aquellos de los carros; ¡pero aquellos tenían un aquel! Como la «drea» en comparación con el juego con la PlayStation. No hay punto de comparación.
Y todo eso sucedía en esos 40 años que parecen haber desaparecido de la historia, con todo lo que aportaron a España.