El complejo mundo de las leyes
Cuando uno se encierra en su castillo interior, como haría santa Teresa de Jesús, el mundo le parece distinto a si anda por las calles de la ciudad tropezando con viandantes, esquivando los patinetes, teniendo cuidado con los ciclistas si va en coche, vigilando la velocidad máxima a la que puede circular, etc. Por esa calle de ciudad tiene que hacer caso al legislador, esté acertado o no. Porque quizá en no pocas ocasiones el legislador, con las decisiones que implanta, está más lejos que cerca en la conveniencia ciudadana.
Si promueve el movimiento en bicicleta lo debe hacer pensando que todo el mundo es joven, que no hay cuestas, que no son un estorbo para la circulación, etc.; incluso a no pocos ciudadanos les parece genial esa medida, sin pararse a pensar que la población sexagenaria es casi la mitad de la que anda por la ciudad y sus condiciones físicas precisamente no son para recorrerla en biciclo, además de que hay cuestas que no las pueden culminar todos los posibles ciclistas, ni tiene en cuenta que si por el carril destinado a estos vehículos circula lentamente uno o dos en espacios muy separados, por ahí podían pasar decenas de coches aligerando la circulación que tanto agobia.
Y no digamos la moda de los patinetes, peligrosos porque discurren por donde quieren quienes los manejan, con las mismas incompatibilidades, o más, que las mencionadas anteriormente. Da la sensación de que los dirigentes políticos, en ese ansia des-medida de ponerse a la cabeza de in-tentar contener el cambio climático, realmente no tienen en cuenta la ver-dad de los ciudadanos, sino solo lo que sería ideal sucediera, imponiendo lo que sale de determinados grupos políticos que se apoderan de todo lo que se considera lo mejor, sin una razón que justifique lo más conveniente.
Al estar en el castillo interior, o recorriendo tranquilamente por el adarve de las murallas, asomándose aquí y allá por las almenas, sin duda el mundo que ve es mucho más sosegado, invita a pensar y reflexionar, da tiempo a valorar los pros y los contras, y tiene muy en cuenta aquellas normas que son tan rígidas como las aspilleras por las que contempla el paisaje. Estas son severas y resistentes, duran siglos en casi el mismo estado que cuando se construyeron. Pero, a través de ellas, uno llega a darse cuenta de que las leyes se cimbrean más que la mies que es agitada por el viento a lo lejos, en el horizonte; y que hasta la norma que por su importancia se pueden asemejar con la torre del homenaje, la Constitución, la regla legislativa que soporta el sostenimiento del Estado, es zarandeada por unos y otros como se varea un olivo en la recolección de sus frutos, sin el respeto que merece.
Esto es lo que últimamente sucede en España. Está a la vista de la ciudadanía. Casi todos los que entran en la política quieren cambiar la Constitución, fundamentalmente los elementos asentados en la izquierda, pues quieren contar con una norma ajustada a los intereses, a sus propósitos. Y cuando en su estado primigenio el tribunal correspondiente aplica hoy la Constitución con el rigor preciso en algunos casos –hecho que no siempre tiene lugar–, quienes salen perjudicados porque echan abajo disposiciones o actos que no tuvieron en cuenta lo que figura en la ley de leyes, aunque sean unos ignorantes de tomo y lomo, osan interpretar, mejor que los expertos, un texto que hay que leer con mucho cuidado para saber lo que quiere decir.
En esas andamos. En manos de quienes ostentan el poder ejecutivo, que se han hecho los amos del poder legislativo, y andan dando zarpazos al poder judicial, única defensa que le queda al pueblo soberano –junto con el electoral cuando llega el momento–, manipulando todos los medios a su alcance para imponer sus inclinaciones ideológicas por encima de lo que realmente necesita la nación. Lo que llevan a cabo con una desvergüenza increíble, retorciendo las leyes lo que sea necesario para acomodarlas a sus miserias, y tratando de saltarse lo establecido en la Constitución –consiguiéndolo a veces como en el caso del levantamiento de los restos del Franco del Valle de los Caídos–, lo hicieron con la salvaguarda de la confinación de los ciudadanos en el intento de cortar la pandemia, despotismo que ahora el Tribunal Constitucional ha echado abajo aunque con más retraso del conveniente. Este es uno de los problemas del poder judicial: lo que tarda en solucionar los expedientes, de forma que, como en este caso, cuando llega la sentencia, ya ha pasado el tiempo en el que la medida tomada dejó de tener vigor.
Probablemente haya que aprobar, a nivel nacional, una ley del botijo, para que en todos los lugares, incluso en los juzgados y tribunales de justicia, exista alguno para aclarar las mentes de quienes allí actúan. Ya en unas jornadas de cine y cambio climático, para «favorecer la sostenibilidad de los rodajes, reducir la huella ecológica de los mismos y lograr reducir el impacto ambiental», crearon la «ley del botijo», con la que pretendieron «para acabar con el “sinsentido” de utilizar miles de botellas de agua de plástico de un solo uso e incluso el hecho de que cada miembro del rodaje contase con una botella reutilizable. “El botijo vuelve a estar de moda en los rodajes. Es mejor, es más barato, más ecológico y más sostenible”» aseguró su proponente, Álvaro Longoria.
Si a este acuerdo han llegado en el sector del cine, no hay razón alguna para que no se extienda por otros muchos ambientes de la nación donde parece ser conveniente o necesario beber agua para aclarar la mente de vez en cuando, sobre todo si no se tienen claras las ideas o hay intenciones de confundir por parte de terceros. Como ejemplo que nos viene de antiguo, traemos una fotografía que hemos encontrado en un rincón del castillo, en la que, el pueblo soberano, hace gala de su fe en este custodio del líquido que tan necesario nos es.