El enfado de Venus
El camino de la libertad está erizado de espinas, nadie lo duda, pero para las representantes de la sonrisa vertical más parece que lo esté de alambradas. La vida cotidiana está plagada de señales y como esto es un simple artículo, tal vez merezca la pena detenerse en ellas. Antaño, muy antaño, la mayor parte de nuestras madres, esposas, hijas, primas y demás solía protestar tomando una silla de anea y yéndose al rincón de la cocina a llorar, cuando no a untarse de ajos la otra mejilla, nada menos que en prevención del segundo guantazo. Pero hogaño la cosa ha cambiado. No hay que ir muy lejos para contemplar el atlético salto que han pegado en orden a sus reivindicaciones y quejas. Nosotros, los hombres, más rudos y brutales, cuando alzamos la voz lo hacemos rompiendo cosas, ya sean contenedores de basura o escaparates privados, quemando coches y delitos por el estilo. Ellas, más delicadas y sutiles, han elegido fórmulas más civilizadas. Primeramente, porque pueden y luego porque han comprobado que llegan antes a los informativos, donde reciben la emoción de la imagen más efectiva. Y no solo ocurre esto en España sino en el resto del mundo, que sigue siendo un pañuelo. Vean si no.
Las manifestaciones más ilustradas las llevaron a efecto en los espacios cerrados, por lo común asambleas y foros, donde estas delicadas flores decían cuanto les venía en gana sin que los oyentes, por lo general la otra «bancada», se atreviera a rechistar. Fue el primer paso, digamos de la era que las definía como conquistadoras de sus derechos sociales y políticos. Y cuando se ponía la cosa muy dura, siempre aparecía una Ciccciolina caprichosa que enseñaba sus domingas en plena discusión de Presupuestos. Una segunda serie aparece con tintes más cuidados.
También en Italia, donde algunas empleadas de cierta línea aérea han decidido hacer públicas sus protestas despojándose a la vez de sus uniformes de trabajo, eso sí, con la delicadeza propia del estilo que las caracteriza, es decir dejando resbalar por sus caderas la ropa de identidad, que cae irremediablemente al piso formando un círculo, que no es de tiza caucasiano, pero se le parece, dejándolas en enaguas ante los ojos libidinosos de hombres mal pensados. En España, pongamos por caso, tenemos cuadros que ofrecer que van algo más allá, pues ¿quién no recuerda a aquellas féminas escuálidas en sostén asaltando capillas? (nunca mezquitas ni sinagogas). Pues por ahí están en sus poltronas remuneradas bastante bien como para llegarse a Intimíssimi y renovar el ropero pectoral.
Pero luego llegaron las liberadas del todo, que al tanto de lo poco que conseguían con la política del pudor decidieron saltar a la calle, pero ya en carne viva, es decir con las tetas al aire, armadas de lenguajes que llaman inclusivos y resistiéndose a los cuidadores del orden público, algunas durmiendo esa noche en las comisarías. Y no quedaba ahí la cosa. Faltaba la gente que cierto sujeto con coleta llamó una vez «la del lumpen más bajo que el nuestro», o algo así, con el que llegó a romperse una muñeca (una muñeca, qué casualidad). Estas sílfides, también con tetas al aire, ya no se pararon en barras, sino que tomaron su cuerpo como pizarras curvilíneas para poner en ellas los pareados que se les ocurrían; por supuesto, en las oficinas de los guardias las esperaban. Estos son, a grandes rasgos, algunos de los pasos que han dado estas notoriedades reivindicativas del sexo.
Pero hay más, muchos más, que, aunque duela no tengo más remedio que recordar. Me refiero a los artificiosos artistas del feminismo trasnochado, que a socapa de sus fiestas montan espectáculos elaborados, en los que varones de dudosa filiación subidos en monstruosos coturnos se empeñan en darnos cuenta del «arte» nuevo, consistente en mofa y desprecio de las tradiciones profundas que sostienen a un pueblo. Todavía recuerdo haber visto en televisión un coño en procesión, programas donde personas con el sexo cuestionado hacen alarde de lo que no tienen, ni nunca tendrán, y acaso presentadores con cierto cartel que asombra verlos conduciéndolos.
Por fortuna, los hombres tenemos otros puntos de referencia. Ahí están Boticcelli, Velázquez, Rubens, Goya y tantos otros artistas que recorrieron con sus pinceles el cuerpo femenino, dejando ropas y abalorios en sus armarios, para mostrar la belleza encerrada en unas curvas sublimes. Sí, la musa de Boticcelli debe estar muy enfadada. No emergió del fondo de los mares para llegar a esto. De una concha solo se puede nacer cuando se tiene ante todo un cuerpo de mujer. De mujer mujer. Y si no, discútanlo.