Instituciones entrañables, pero...
Ver portada Desde la Puerta del Sol en La Razón de la Proa.
Tengo un amigo que se tienta la ropa cada vez que tiene que pisar las baldosas de un banco. El caso es que se ve obligado a hacerlo cada treinta días, más o menos, pues necesita retirar de su cartilla el importe de la pensión que el Estado le deposita en cumplimiento de una ley, pero mentiría si dijera que acude a la cita con la sonrisa en el semblante. Al contrario, mientras guarda la cola en mitad de la calle, que es la novedad de hoy, no sea que el virus inunde la sala interior (poco importa que esté lloviendo o el frío impere a la intemperie), recuerda a los colegas de su condición de otros países del centro y norte de Europa, como Suecia o Luxemburgo, beneficiados por montos cercanos a los dos mil euros.
Es un sarcasmo, pero qué le va a hacer, sino resignarse. En realidad, ha llegado a la conclusión que esta es una nación de resignados.
Pacientemente, cuando llega a la ventanilla, la señorita o el caballero que le atienden apagan sus sinsabores, pues estos empleados suelen ser personas educadas y han sido adiestradas para dar satisfacciones. Pertenecen a entidades casi familiares, donde el usuario tiende a sentirse en casa. No ha pasado mucho tiempo desde que zangolotear por esas instalaciones equivalía a pasar la mañana entre ollas a presión y cacharros de cocina, expuestos como reclamos para quien tuviese la debilidad de abrirse una cuenta al tanto por ciento; hoy, como las costumbres han cambiado y estos núcleos de entretenimiento cada día son menos, por los muchos que van cerrando, han inventado una atracción especialmente golosa, las cafeterías.
Ir a un banco es como acudir a un bar. Es posible que, dentro de algún tiempo, entre ventanilla y ventanilla, podamos comprarnos unos zapatos.
Lo dicho: no hay banco que se precie que no reciba el cariño de los ciudadanos. Sabemos que «son de los nuestros», gentes como nosotros, con sus alegrías y sus penas, que trabajan a sueldo y al cabo, si los confinamientos no lo impiden, se van de vacaciones, incluso los jubilados que cobran la pensión miserable que les transfiere el Estado, hasta que deje de transferírselas.
Por esto me resulta difícil comprender a mi amigo, tan reacio a sentir simpatías por los pobrecitos bancos. Creo que aún no ha meditado en profundidad sobre este asunto. En vez de repudiarlos, debería amarlos, quererlos un poco, darles un poco de confianza, cuidar de ellos. Cuando le vea, que será pronto, le diré, con la mejor intención, que afine un poco en sus dilecciones, en sus simpatías, en sus amores mundanos.
Emplearé los mejores argumentos para decirle que sus fobias no tienen nada que ver con esos bancos humildes, tan servidores nuestros, tan caseros, tan prestos a hacernos la vida agradable, tan solícitos cuando se les reclama, tan condescendientes cuando se les exige. Añadiré que su desprecio es producto de una confusión; por supuesto, lo que él llama los bancos es, solemnemente, la Banca. Sí, la Banca, esa cosa abstracta que planea sobre su cabeza, en realidad sobre todas las cabezas que hay en el mundo. Ese ente que no tiene rostro ni voz ni ojos pero que está ahí, como un estafermo y cobra movimiento cuando sopla el viento. Le diré a este amigo mío que no confunda los términos.
Le diré, también, que repase un poco la historia y, si puede, también la filosofía, pues es posible que no se haya enterado que estas instituciones vienen de antiguo, de muy antiguo. Desde que la gente se valía de animales y abalorios para intercambiarlos. Después, los metales y, desde los griegos, ya hubo personas que se especializaron en el toma y daca de los dineros. Hasta que, andando siglos, los Fuger y los March, se autodenominaron banqueros al servicio de los Estados. Hasta hoy, cuando los que quedaban fueron a la cárcel. En vista de lo cual, dejaron el apellido en el arcón y se apuntaron a la mascarilla. O sea, al anonimato. Los banqueros se metamorfosearon y dieron paso a la Banca.
Una extraña realidad que tiene profundas raíces.
Porque también desde la Grecia antigua el mundo se ha debatido entre dos polos. Mientras mi caballo fuera este, tan manso, tan fiel, tan de crines fuertes, todo fue bien, pero cuando apareció la caballería la cosa se complicó. Porque ya nunca supe cuál era mi caballo y ahí se torció el rumbo. La aparición de los universales, que tanto dio que hablar a los escolásticos, originó que aparecieran en el horizonte fuerzas oscuras, misteriosas y hasta macabras, sibilinamente empeñadas en marcar las lindes entre las iras y las paces. Y en esas estamos.
Me viene a la memoria, para terminar, una escena de la inolvidable película Los mejores años de nuestra vida, oscarizada varias veces, cuando tres que regresan de la II Guerra Mundial, tres héroes que vuelven a su patria, no hallan lo que esperaban. Uno de ellos, que trabaja en un banco (Fréderic March), se ve en el trance de conceder o no un crédito a un usuario, pero el tal no tiene garantías.
¿Garantías? El empleado que lo es del banco entiende, viendo en los ojos del otro que su mirada es el mejor aval posible, y humanamente concernido, se lo concede. Eso le cuesta su carrera, es decir su empleo, pues una voz instalada en las alturas le dice que ellos no son una institución de caridad, sino un banco. Es decir ¡la Banca! Es una película que merece la pena ser vista. Lo digo yo.