La gran mentira
En estos días se ha hablado, no demasiado, de los noventa años que cumpliría la Segunda República, de haber subsistido. Amortizadas, por el tiempo, las mentiras que las izquierdas tejieron para darle visos de conquista política y social, y enfocadas sus energías hacia otros casilleros acordes con la nueva vía de penetración que está de moda, ya lo suponen: el cambio climático, los géneros, las asociaciones de esta o la otra clase, la globalización, como la llaman, y más mandangas parecidas, han dejado de pisar el acelerador y dado paso a las derechas para que pataleen y hagan públicos sus relatos. ¡Ahora, al borde del siglo, con permiso de sus señorías siniestras! Sí, algunos historiadores escriben cosas que se pueden considerar casi como réplicas, pero... ¡tan a destiempo! ¡No lo hizo la CEDA en su momento, a qué quejarse! Más vale tarde que nunca, dice un refrán, pero tendrán que pasar otros tantos años para enmendar esa especie de maraña perniciosa que se urdió para merienda de un pobre pueblo español que ya apuntaba maneras de mansedumbre. Los resultados quedan a la vista. Se perdió el partido. Y lo peor fue que con ayuda del árbitro.
Pero no todo fue así. En el invierno de 2006 se celebró en Madrid, en la Universidad CEU San Pablo, el «II Congreso Internacional acerca de la República y la Guerra Civil, setenta años después». Tuve el honor de asistir y, como comunicante, leí unos folios, en los cuales hice unas afirmaciones que hoy, dadas las circunstancias, quiero resumir. Defendí la tesis de que, contra toda versión dada a la publicidad, y aceptada por la inmensa mayoría de los españoles, manipulación incluida, aquella «alegría del 14 de abril», como se dijo (y esto fue verdad), el suceso fue, en sus formas más nítidas, un golpe de Estado. Dediqué más de una página a recorrer los pasos dados por los inductores desde sus maquinaciones en San Sebastián, los sucesos de Jaca y, al fin, las elecciones municipales que se celebraron en abril del 31, sin olvidar las presiones, amenazas, triquiñuelas y prisas con que se instó al Rey para que tomase la carretera de Cartagena. El resultado fue mi participación, que aparece en la publicación que la Editorial ACTAS realizó en 2008 (págs. 703/715). Leídas posteriormente las restantes opiniones, era lo natural, observé con algo de sorpresa que en ninguna de ellas se hacía mención de la «ilegitimidad» apuntada por mí, en el sentido de provenir la citada forma de Estado de una verdadera conspiración encaminada a sustituir un régimen por otro, la Monarquía por la República, lo cual indicaba su condición golpista, eso sí, incruenta y aplaudida, al menos hasta que unos cuantos intelectuales dijeron lo de «no era esto, no era esto». Se supone que después de ver cómo ardían los establecimientos religiosos antes de que finalizara un mes desde su implantación.
La fuerza de las cosas, empujada con los arietes de una izquierda partidista y falaz, ha sido más que suficiente para ornar a esta Segunda República de laureles y coronas de gloria, con tanta penetración que les ha bastado, y esta ha sido su Gran Mentira, oponerle a su «golpe» el otro, el militar, el dado por Franco y los suyos en julio del 36, en este caso con ribetes militares. Establecidos, pues, así los papeles, ¿quién se iba a acordar de que lo «suyo» era delictivo? Al contrario, los malos fueron los otros, los que aferrados a sus fusiles y bombas de mano masacraron a un pacífico Régimen que, en la paz del dios laico que veneraban, solo buscaba dar de comer a unos ciudadanos hambrientos, al tiempo que sacaban a España del endémico atraso en que se hallaba.
La Gran Mentira de las izquierdas españolas, como así de todas las demás, al menos en Europa y parte de América, ha sido, y es lo que hoy se llama el «relato», que no es otra cosa que tomar de la Realidad aquello que les vale para sus fines, y desechar lo que se les opone. La Gran Estupidez de las derechas es ver, oír y callar. Es una constante que se repite una vez tras otra, al menos hasta hoy. Hoy, advierto, suenan voces en el horizonte que tratan de poner fin a este estado de cosas. Los podemos llamar historiadores capaces, entendidos, que se atienen a los hechos, conferenciando, escribiendo aquí y allá. Gracias a ellos se va conformando una Historia que cualquiera no inoculado por la insidia puede leer a la luz del reflector en una tarde hogareña. Yo lo hice hace ya muchos años y, sigo haciéndolo. Y lo haré mientras tenga fuerzas para ello.