La rosa
17/06.- La rosa fue desde el principio la señal de identidad y ahora, después de tanto batallar, ¡cómo cambiarla!
Yo pensaba, cuando imaginaba la rosa, que era una flor de pétalos hermanados en la raíz de su cáliz que, como una promesa, se iba abriendo poco a poco, convirtiendo su humilde capullo en orla de colores y aromas. La evocaba, a veces, en su insobornable soledad, como la majestad incipiente de que suele armarse la persona enamorada para, cortada del arbusto, elevarla con dos de sus dedos y ofrecérsela a Dios y a la Virgen, quizá al amor veinteañero que nos encandila, al ámbito infinito de que se siente deudora toda persona, y así, entre un enjambre de manos alzadas, descollaba la ofrenda entre el mar arbolado de la podredumbre circundante.
No sé, tal vez fueran delirios poéticos los que anidaban en mí pero al evocarla sentía el lustre que me enredaba en pensamientos lejanos. Quizá, negado a parecer un insecto kafkiano, recordaba aquellos versos del cuasi malagueño don Ricardo León, que elevó a arte peregrina su florecer, pues él sabía de la destreza de que se valían las abejas y golondrinas, hormigas y mariposas, que tomaban «la flor de las cosas», su ser vitalísimo, esquivando las espinas. Fina imagen que, como el oro, refulge entre el lodo de las torrenteras. Claro ejemplo de que, aun entre la selva en que deambulamos, resplandece lo bello.
Pero desperté. Un día vi con estos mis ojos que alguien había tomado la flor de la vida, valga la comparación, como un trofeo victorioso. Entendí que esa gente la había arrancado, desgajado, probablemente de un tirón, zarandeado, y, a la manera de un martillo, o tal vez una hoz, la había agarrotado (en el sentído de procurarle la muerte por garrote), hasta darle la asfixia por alimento. Triste forma de morir. Perversa dilapidación de los bienes atesorados por todo un pueblo a lo largo de los siglos.
Pero daba igual, pues una vez alzada, emulando no se sabe qué resabios triunfalistas, le otorgaron el privilegio de ser emblema de una comunidad de personas interesadas en transformar la realidad del mundo. Estaba claro que necesitaban proveerse de un hacha de guerra. Un hacha de guerra que han usado sin rubor ya va para ciento cuarenta y tantos años. Demasiado tiempo para seguir viviendo. Es creencia harto sabida que no se puede, ni se debe, alcanzar tan avanzada edad, so pena que los miembros entren en estado comatoso. Las mentes más lúcidas auguran una agonía trascendental.
Porque la insignia es verdaderamente descorazonadora. Estos dibujitos que toman algunos, no sabemos inspirados por qué gurú de la época, que pretenden sintetizar en una imagen la trayectoria que les define deberían constituir un tratado de sociología aplicada. Hoy se llaman iconos, evidencia maligna de la incuria política existente. Pero no sería suficiente. Además de los sociólogos tendrían que intervenir en el asunto los psicólogos y los siquiatras. Probablemente también la policía. Porque al aplicársele estos logotipos a los partidos políticos en general, algunos rayan la perversión.
Tomen como ejemplo el puño con la rosa atormentada y sin aliento, para algunos ya cadáver, y lean en sus mortecinas carnes las señales de la muerte. Pervivirá, ténganlo por seguro, pero no será un camino de rosas el que les espera. Las que había al borde de la senda las han asesinado estrangulándolas y más parece que ahora caminarán orillados por cactus, o cardos, que suelen ser borriqueros. Algunos han pensado en cambiar de flor, estrujar alguna que esté más acostumbrada a los desprecios, pero la idea no cuaja. La rosa fue desde el principio la señal de identidad y ahora, después de tanto batallar, ¡cómo cambiarla!
No son los únicos. Otros logotipos aspirantes a representar un conjunto de personas, o sea los partidos políticos, podrían añadirse, pero en este artículo no procede hacer inventario ni lo haré. Solo diré algo de uno, cuya significación es de difícil interpretación, pues hay a quienes les parece un pequeño rollo de cables eléctricos, tal vez para que la corriente, al pasar por sus venas, les procure energía y, quizá, un escudo protector ante la Justicia.
Yo prefiero ver en su símbolo la señal de un preservativo, se entiende en su envoltorio comercial. Sea como fuere, dejemos estas sandeces, que no conducen a parte alguna. Cuando hablamos de seres protervos, lo mejor es perderse en el jardín de las rosas. Allí, donde crecen y se desarrollan, no hay mano asesina que se atreva a hurgar, pues el temor a clavarse las espinas es bálsamo curalotodo.